Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Me dijo que los huesos se le habían convertido en aquellos oráculos de los cuentos antiguos. El tiempo se los pulsaba con delicadeza, como los dedos de un flautista al tocar el caramillo, pero sin tregua, hasta el punto de haber aprendido a identificar las melodías que surgían de su cuerpo. Y tenía la impresión de que, a medida que envejecía, la música de sus huesos había ido aumentando de volumen y cada nota se había fundido con la siguiente hasta producir arias e incluso óperas enteras. La primera, la muerte de sus padres en Sichuan. Luego, el telón de lluvia mientras viajaba río abajo hasta el mar; su llegada a la bella ciudad de Hangzhou y su primera visión de la hermosa y destartalada mansión de mi bisabuelo, con su imponente cortafuegos, algo deslucido, y el verde relumbrante de las gastadas tejas. En ese punto confluían nuestras historias, en esa mañana de octubre de 1911.

Seguimos sentadas hasta que empezó a anochecer. Ya tenía que irme a casa, pero había ido dispuesta a hablar y no podía marcharme sin hacerlo.

– Hu Mudan -le dije-, hay algo de lo que tenemos que hablar, algo que pasó hace años. Es sobre la pequeña Mudan.

– Es mi nieta.

– Sí. Hu Ran y yo estábamos… Por aquel entonces, no me imaginaba que pudiésemos llegar a separarnos. Nos amábamos desde siempre.

Hu Mudan asintió con la cabeza.

– Tengo la culpa de que Hu Ran decidiese ir a Taiwán. Lo siento -le dije-. Todo lo que ocurrió fue culpa mía.

Volvió a cogerme la mano; la suya seguía cálida y leve. -Xiao Hong -dijo-. Sabía lo de la pequeña Mudan. Lo he sabido en cuanto he visto la foto. Y la culpable fui yo, Hong. Sabía lo mucho que os amabais. Fui yo quien le dijo a Hu Ran que fuese a buscarte.

Después de ver a Hu Mudan, mi mente empezó a cruzar las fronteras del tiempo. A lo mejor iba por Canal Street y de repente veía a una niña en la esquina cuya timidez me recordaba la postura de mi tía cuando era joven. Cierto día, en un mercado del Upper West Side, la cesta de golosinas de una chica me trajo a la memoria la imagen de Weiwei, nuestra criada, que se había quedado en China y de la que nunca volvería a saber nada. Y una tarde, al ver a un grupo de viejos fumando en pipa, se apoderó de mí el deseo de encontrar a mi padre y enterarme de qué había sido de él.

Al principio, esos momentos me pillaban por sorpresa. Les restaba importancia, pensaba que serían cosa de la edad, y volvía con alivio a mi vida real. Pero enseguida fui cogiéndoles el gusto a esas visiones fugaces del pasado y a desear que se manifestasen. Aprendí a dejar la mente en blanco para suscitarlas. Después de todo, eran mi propia esencia; mi otra historia, reflejada justo debajo de mi vida. Con el tiempo, comprendí que la fuente de la que manaban fluía a borbotones. Todo un universo de recuerdos espejeaba en mi memoria. Bien entrada la noche, las siluetas empezaban a tomar forma, al principio borrosas, pero paulatinamente evocadas con mayor nitidez, mayor riqueza de detalles, hasta componer una estampa amplia y luminosa de aquellos años. Era como un mundo en el fondo de un lago que sólo determinados días resultaba visible, pero que siempre estaba presente. Cuanto más sustanciosa se hacía mi vida en los Estados Unidos, más vívidos, intensos y preciados se hacían esos recuerdos, plácidos y vastos bajo las aguas.

Una noche de invierno, al salir del trabajo, vi a un chico atando la bicicleta a un poste. La penumbra le había borrado las facciones de modo que sólo acertaba a verle la forma del cuerpo. Sabía que no era Hu Ran -Hu Ran estaba muerto- pero algo en su manera de moverse, la postura y la forma de la cabeza, me cortaron la respiración. Me embargó un recuerdo físico, el eco de una vieja pasión. Conmocionada, seguí mi camino. Había perdido algo valiosísimo, lo había perdido antes incluso de saber que lo tenía, y en tanto no aceptase esa pérdida, no haría más que sobrellevar ciegamente las sacudidas de su onda expansiva.

Me convencí de que debía buscar a los que habíamos dejado atrás. Hablé con Hu Mudan y anoté sus recuerdos. Pagué para tener acceso a la biblioteca de una universidad de gran renombre entre los investigadores, y mientras Evita estaba en el colegio, yo iba en tren al campus y me ponía a buscar libros y artículos. Al morir Mao, el telón de bambú se había distendido un tanto y empezaba a bajar. Ya se podía entrar en China, pero ¿dónde estarían mi padre y Yinan? ¿Qué habría sido de ellos?

Llamé a Hwa a California.

– Quiero hablar con mamá -dije.

– Ha ido al templo -dijo Hwa-. ¿Qué quieres?

– ¿Sabes si ha oído algo de papá o de Yinan?

Hwa me leyó los pensamientos.

– ¿Para qué quieres verlo? -preguntó-. Nos abandonó. -Detecté el eco de una vieja amargura en su voz-. Nos abandonó sólo porque éramos niñas.

– Ésa no es la verdadera razón. Él nos quería. Nos quería de verdad.

Hwa tardó en responder. Oí que le daba unas instrucciones a Pu Li de tapadillo: «Pon el horno a las tres y cuarto, voy en cinco minutos». Siempre que hablaba con él tapaba el auricular, como si por oírles hablar con su voz natural fuese yo a adivinar algún secreto. Acto seguido se dirigió de nuevo a mí:

– ¿Dices que nos quería? ¿Cómo puedes pensar eso, Hong? Casi ni me acuerdo de él. No recuerdo haberme sentido a gusto con él jamás.

– En su día, él y mamá fueron felices. A su manera. -Me vino a la mente una imagen de mi madre y Yinan, sentadas en mi cama, mi madre con la cabeza echada hacia atrás muerta de risa-. Se querían -dije-. Papá y mamá. Y Yinan. Mamá y Yinan.

– A Yinan no le importaba nada.

– Claro que le importaba. La situación era complicada. Por eso quiero hablar con ellos.

– Puede que fuese complicada o puede que no. En cualquier caso, no es asunto tuyo. -Su tono de voz se volvió más decidido. En un instante se excusaría para ir a ocuparse de la cena-. Estoy deseando veros a todos el día de Acción de Gracias -dijo-, pero no te dediques a desenterrar lo que ya está olvidado.

En su nuevo país de residencia, mi madre había concentrado todos sus deseos en una casa. Dijo que viviría con Hwa hasta que sus hijos fuesen al colegio y que luego quería tener su propio hogar. Se compró una parcela en las colinas cercanas a Palo Alto, en tierra de caballos, lo bastante alta como para tener una buena vista pero no tanto como para correr el riesgo de desprendimientos. Contrató a un experto en feng shui para que le reconociese y examinase el terreno. Cuando le determinó la posición y orientación apropiada, mi madre se lo tomó con calma. Proyectó una casa baja y elegante, construida alrededor de un patio y rodeada por un muro. No sería tan grande como la residencia de Hangzhou -no le hacían falta tantos cuartos ni sirvientes-, pero tendría una habitación de invitados para Pu Taitai y mi familia, para cuando fuésemos de visita. Además, tendría un cuarto con televisión para los niños de Hwa, dos pequeñas alcobas para una criada y un portero, un templo, y una habitación que no aparecía en los planos porque mi madre no quería decir para qué era.

Estuvo años pagando impuestos por un agujero en el suelo. Los cimientos aguantaron en pie varias estaciones lluviosas mientras esperaba a que le llegase madera de malasia y tejas vidriadas verdes de México. Casi todos los componentes eran manufacturados; las viguetas estaban talladas a mano por artesanos taiwaneses. Perseguía sin tregua a los tratantes en busca de adornos de jardín y dinteles de palisandro labrado. Su arquitecto taiwanés llegó incluso a instalarse varios meses en California mientras remataban el interior del templo: los reclinatorios de caoba, las tallas de época y la estatua de Guan Yin, la diosa de la misericordia, que tendía impasible sus delicadas manos.

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