Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Lan Samantha Chang Herencia Traducción de Víctor V Úbeda Título original - фото 1

Lan Samantha Chang

Herencia

Traducción de Víctor V. Úbeda

Título original: Inheritance

Si bien muchas de las personalidades políticas y militares que aparecen en esta novela existieron realmente en la China republicana (1911-1949), tanto la narradora como sus amigos y familiares son imaginarios.

A mis hermanas

Prólogo

Hangzhou 1925

Cuando tenía treinta y cuatro años, mi abuela Chanyi, que ya no era una moza, cruzó el lago del oeste para ir a ver a una adivina. No le dijo nada a mi abuelo; prefería mantener su destino en secreto. Puede que los años de vida marital hubiesen agudizado su sed de privacidad.

– Tú te vienes conmigo, Junan -le dijo a mi madre-. Para que te adivine un marido.

Mi madre, a sus doce años, no estaba interesada en un marido pero aprovechaba cualquier oportunidad de salir a conocer mundo. Cogió a su hermana de la mano y fueron las dos detrás de Chanyi hacia la calesa que las estaba esperando.

Era casi verano. Las lluvias cálidas habían limpiado la capa de carbonilla de los muros grises de las casas y dejado las calles cubiertas de charcos, en los que proliferaban insectos. El calesero pedaleaba despacio, maldiciendo cada vez que la rueda delantera se le hundía en un charco y le ponía los pies perdidos de barro. Las tres pasajeras apenas le prestaban atención. Chanyi estaba en la luna. La pequeña Yinan le echó al hombre una ojeada medrosa e intrigada, pero enseguida apartó la vista. Mi madre mantenía la serena compostura de que haría gala toda su vida. Como siempre, se guardaba las preguntas. ¿Por qué no iban en su propio carro? ¿Por qué había que mantener el viaje en secreto? Era la primera vez que salían solas. No se tranquilizó hasta que llegaron al famoso lago, donde la brisa fragante y la plácida belleza del lugar le calmaron los nervios. Unas nubes enormes teñían de violeta el lago y el cielo, componiendo así un espléndido telón de fondo para la ruinosa Pagoda de la Cumbre de los Truenos.

– Mira -le dijo a Yinan-. La vieja pagoda se ha desmoronado.

– ¿Está muerta?

– No, tonta, si es de piedra.

Yinan se tapó los ojos. Ciertos objetos la asustaban hasta el punto de no querer ni acercarse a ellos. Se negaba a tocar el asa de madera tallada en forma de ganso de un viejo cubo. O decía que la rosa bordada en un cojín de seda le había hecho una mueca.

Junan se dirigió a su madre:

– Mira qué tonta es, mamá.

Pero Chanyi no respondió. Iba sentada, con el dinero para pagar a la adivina firmemente agarrado, y sus ojos brillaban con decisión y miedo.

Junan volvió a mirar la torre derruida. Ni siquiera la melancolía de su madre podía hacerle perder interés en la pagoda, de la que algo había leído en un libro de historia. Los orígenes del edificio se remontaban mil años atrás, cuando Hangzhou había sido capital de China y los poetas la ensalzaban en sus versos. Ya estaba en pie cuando Marco Polo afirmó que Hangzhou era la ciudad más bella del mundo: una ciudad construida en torno a un lago profundo y calmo, una ciudad de lugares santos jalonada de palacios y templos. La pagoda había sobrevivido a la caída del último emperador. Junan recordaba su estampa, misteriosa y atrayente, en la otra orilla del lago. Pero ahora se había venido abajo. Sólo quedaba un muñón en ruinas, orlado de hierbajos, en el que anidaban las golondrinas.

A veces, cuando Junan miraba alguno de los objetos que asustaban a Yinan, procuraba imaginarse qué habría visto su hermana. Rara vez lo conseguía. Pero ahora, al observar la pagoda, creyó haber dado con ello. Yinan, como toda niña, había oído la leyenda de la pagoda. En el cerro sobre el que se alzaba el templo estaba atrapado un espíritu femenino castigado por su desmedido amor. Tal vez Yinan se había imaginado al espíritu, maltrecho y renegrido, hecho un guiñapo tras padecer durante siglos la acción del agua y las piedras, sin dejar de amar, eternamente cautivo. Tal era el castigo que sufriría cualquier esposa que pretendiese aferrarse a un trotamundos. Ése sería el destino de todas aquellas que recurriesen a hechizos o artimañas. Sólo había una forma de conservar a un hombre: dándole un hijo varón.

A bordo de la lancha que las llevó al templo donde vivía la adivina, Junan clavó la vista en lo que quedaba de pagoda. Esta curiosa excursión le había hecho caer en la cuenta de que un día también ella sería una esposa. En cuestión de unos pocos años dejaría a su madre para irse a vivir con unos desconocidos. Con gesto impasible, ayudó a Chanyi a desembarcar. Mi abuela se movía premiosamente. Durante seis años, antes de que la costumbre cayese en desuso, tuvo los pies vendados y se le habían quedado como caracolas, con el dedo gordo estirado y los otros cuatro enroscados por debajo. Apoyándose en Junan, echó a andar con paso tambaleante. Yinan la cogió de la otra mano.

La figura que vieron en la puerta del templo, vestida con una gruesa túnica marrón y calzada con sandalias de tela, lo mismo podría haber sido un hombre que una mujer. El cabello, canoso y recortado, apenas si se distinguía sobre la piel marfileña del cráneo. Pero cuando Junan volvió a inspeccionarla, reconoció un rostro femenino; el de una mujer soterrada y oscura, replegada con el paso de los años.

Shitai -dijo Chanyi, inclinando la cabeza y empleando el tratamiento más respetuoso. Hizo un gesto con el paquete que llevaba en las manos-. Soy yo, Wang Taitai. He traído… un regalo para el templo.

La mujer hizo una reverencia y las invitó a entrar.

En el patio percibieron el aroma que deja el deshielo en la tierra. Los alcanfores estaban jaspeados de verde y el huerto que flanqueaba el templo también mostraba unas pocas hileras de puntitos de color verde claro. En uno de los muros de la minúscula casita, una ventana con la persiana echada parecía un ojo que se negase a mirar el jardín.

– Tu jardín es más grande -dijo Chanyi.

– Está hecho un desastre -contestó educadamente la anciana.

Junan sabía que ante semejante alarde de urbanidad su madre se sentiría animada.

– Ésta es mi hija mayor -dijo Chanyi-. Y ésta, la pequeña.

La mujer asintió con la cabeza.

– La mayor nació un año antes de la Revolución y su meimei, en el sexto año.

Esta vez la monja no respondió. Al parecer la Revolución le traía sin cuidado.

Dentro, el suelo resultaba blando, cubierto como estaba con varias capas de esteras. Había otras dos ventanas tapadas con papel de arroz y la consiguiente falta de ventilación, unida a la ausencia de luz solar, hacía que oliese a humedad, como si la casita estuviese construida sobre el agua. En toda la habitación no había más que un cuenco y unos palitos colocados en un estante, y una manta encima de la cama. Junan, sin embargo, sentía la presencia de una sombra en algún lugar de la estancia. De pronto le entraron ganas de darse la vuelta y marcharse. Alargó la mano para agarrar a Yinan, que estaba detrás. La puerta se cerró y se quedaron a oscuras.

– ¿Por qué está tan oscuro? -susurró Yinan.

– Chitón -dijo Chanyi.

La anciana respondió al instante:

– Porque así me hace menos daño a los ojos.

Tenía una voz agradable, pero Yinan se agarró fuerte al codo de Junan.

– Dos niñas. La alta primero. Acércate.

Junan no se avergonzaba de su estatura; sabía lo guapa que era. Se mantuvo quieta, toda estirada y con aire desafiante, mientras aquellos ojos miopes le escudriñaban hasta el último rincón de la cara: la curva del ceño, el mentón, la frente.

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