Lan Chang - Herencia
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– Hu Mudan -le pregunté-. ¿Tú crees?
– No -respondió-. Ahora no.
– ¿Antes sí?
– La iglesia metodista de Hangzhou era un lugar muy tranquilo. Pasaba por delante y pensaba que ojalá pudiese entrar y quedarme allí sentada.
– ¿Y por qué no entrabas?
Titubeó.
– Entré una vez. Daban dos misas, una para extranjeros y otra en chino. Me quedé en el umbral y escuché la misa en chino. Sonó una música occidental, canciones sencillas y melodiosas, todas tocadas en armonía. Entonces se puso a hablar un hombre, durante un buen rato, sobre un dios. Decía que si creías en ese dios, te salvabas. Después de morir vivías eternamente en un lugar donde nunca tenías hambre ni frío ni jamás volvías a sufrir la menor molestia. Después le di muchas vueltas a eso, pero no me lo pude creer.
– ¿Por qué no?
– No me creo que haya ningún mundo después de éste donde vayan a ayudarnos a superar lo que hemos hecho en vida.
– ¿Crees que no tiene remedio?
– No necesariamente. Lo único que sé es que ese dios no tiene nada que ver con eso.
– Luego no crees que haya vida después de la muerte…
– Rodale Taitai sí lo creía.
– ¿No crees que el espíritu está separado del cuerpo?
– Una vez, cuando era niña, estuve muy enferma. De la misma enfermedad que había matado a mis padres. Estaba tan mala que casi me dieron por muerta. «Un niña sin padre ni madre, ¿para qué habría de seguir viviendo?» Luego, esas voces se alejaron. Sentía que desaparecía, que se me disolvían la mente y el espíritu a medida que mi cuerpo se quedaba sin fuerzas. Cuando me recuperé, mi espíritu volvió. Creo que cuando mi cuerpo abandone esta tierra, yo también la abandonaré.
Cerró los ojos. Me imaginé la idea que Hu Mudan tenía de la muerte. Le llegaría cuando el sinfín de piezas que la hacían funcionar simplemente se desgastase y se parase, como el engranaje de un viejo reloj.
Pasaron los minutos. De repente habló como si no se hubiese ido por las ramas.
– Dile a tu madre que es lo único que importa.
Al cabo de un rato abrió los ojos.
– No puedes entrar por esta puerta -dijo-. Tienes que entrar por la puerta de la cocina.
Habló con voz serena y atrayente, como si me acabase de conocer y las dos fuésemos víctimas del mismo y poderoso hechizo.
Ésa fue la época en que llamé a Hwa y me dijo aquello de que era imposible recuperar el pasado. Es más, me dijo que si insistía en regresar a China, me guardase mi deslealtad para mi solita. Nuestra madre se estaba haciendo mayor; la noticia de mi viaje la enfadaría y la afectaría mucho. Interpretaría cualquier contacto como una alianza y me convertiría en su enemiga.
– No lo entiendes -dijo Hwa-. Para ella papá está muerto. Se ha olvidado de él.
– Nunca le dijeron que había muerto. Mintió.
– No exactamente -dijo Hwa para defenderla-. Ella dijo: «Por lo que a mí respecta».
– Sé que no está en paz consigo misma.
– Ni siquiera vives en la misma costa que ella -dijo Hwa-. Has decidido llevar una vida separada de mamá, así que no tienes derecho a decidir qué es lo que le conviene o le deja de convenir.
– ¿Y tú tampoco quieres verlo?
Levantó la voz.
– Déjame en paz -dijo-. Tú quieres vivir tu propia vida y yo no me meto, así que no te metas tú en la mía.
Hwa tenía razón. Yo había fracasado. Cuando nació la pequeña Mudan, me ensimismé tanto en mis propios asuntos que llegué a pasar años enteros sin recordar todo lo que Hwa y yo habíamos compartido de niñas. No era de extrañar que la hubiese perdido. Su boda con Pu Li había impuesto otro límite. Mi hermana se había sumido en su matrimonio y en la lealtad a mi madre, y había desaparecido.
De modo que, al llegar la primavera, Tom y yo salimos del país sin decírselo a mi madre. Volamos de Nueva York a San Francisco, y de ahí a Hong Kong. En Hong Kong cogimos un avión que sobrevoló las montañas a baja altura hasta llegar a Chongking, que ahora era una ciudad bulliciosa donde la mayoría de los viejos barrios habían sido derruidos para edificar encima, aunque las entradas a los refugios antiaéreos seguían visibles en los desfiladeros del Jialingjiang. En el viejo muelle, adonde en otro tiempo llevaban los cadáveres de las víctimas de los bombardeos japoneses, nos embarcamos en un crucero de placer por el Yang-Tsé. No hubieron de pasar muchas horas antes de vernos en el corazón de la provincia de Sichuan. A nuestro alrededor se alzaban escarpadas orillas donde los campesinos labraban la magra corteza de tierra que cubría las rocas, parcelándola con esfuerzo y tesón en pequeñas sementeras verdes de tiernos pimenteros y judías, o dejando que la tapizasen las flores blancas y amarillas de la colza. El agua que surcaba el barco era transparente como el cristal y se veían las hermosas piedras acumuladas en el fondo, fragmentos de las montañas que en su día, sometidas a un calor y un peso enormes, se habían desintegrado dando lugar a aquellos suaves óvalos de intensas rayas negras, grises y blancas. En un lugar así, supe entonces, era donde había nacido Hu Mudan.
Fuimos en avión a Pekín y cogimos un tren abarrotado. Teníamos un asiento doble sólo para nosotros, pero, así y todo, no conseguía relajarme. Iba como una niña, mirando por la ventanilla presa de la ansiedad, imaginándome la apariencia de mi padre con un amor y una expectación típicamente infantiles. Tantos años queriendo volver a China y ahora que los vastos trigales del invierno desfilaban ante mis ojos, ni los veía.
– Ojalá Hwa estuviese aquí, con nosotros -le dije a Tom.
Se encogió de hombros. No le hacía gracia volar, pero en cuanto aterrizamos en Pekín se le había alegrado la cara. Ahora estaba muy atareado tomando apuntes en un cuadernito azul.
– Seguro que de haber podido, habría venido -dijo-. Pero su destino es tratar de contentar a tu madre.
– Siempre ha sido así. -Me quedé pensando-. Pero más todavía desde que me vine a los Estados Unidos. Es como si estuviese viviendo la vida que mi madre quería: un marido devoto, una casa grande. Un hijo.
– A las hijas perfectas no se les permite viajar mucho.
Sonreímos y lo dejamos estar. Pero mientras miraba por la ventana los campos arados y me relajaba con el parloteo en mandarín que me rodeaba -aunque era un mandarín del norte, con su acento característico-, pensé que estaba llevando a la práctica el deseo más secreto de mi madre. En su día había amado a Yinan y a mi padre más que a nada en el mundo. Bajo su engreída soledad, su estatus y su poder, seguro que albergaba el profundo y vehemente deseo de restablecer el contacto con ellos. Alguien tenía que tenderles la mano. Yo la había decepcionado tantas veces que ahora estaba excepcionalmente capacitada para ir en contra de sus deseos en beneficio de su felicidad. Eso quizá me colocase a la altura de Hwa: yo también quería verla feliz. Según nos aproximábamos a la estación donde nos esperaban sus enemigos, supe que lo que quería era complacer a mi madre, y que siempre lo había querido, por más irrazonable e inflexible que se mostrase.
Al apearnos del tren me llegó un olor a carbón encendido y a castañas. El cielo del norte era de un gris pálido y el aire frío. No reconocí a la pareja de ancianos que esperaba en el andén, unos metros más adelante, observando a los pasajeros que se bajaban de otro vagón. Estaban los dos juntos, cada uno con su abrigo viejo, un poco frágiles, un poco perdidos. Ella lo agarraba del brazo. Cuando se giraron y me vieron, pareció que ella fuese a perder el equilibrio. Cogí a Tom del codo y me fui hacia ellos como en una nube. Me había imaginado a Yinan parecida a mi madre, que estaba toda estilizada y ligeramente bronceada por el sol de California. Pero esta Yinan parecía desvaída y difuminada bajo la luz invernal.
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