Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Yo había dado por hecho que Hu Ran me acompañaría siempre, que caminaría a mi lado, como un recuerdo parejo de todo lo que habíamos padecido. Pero, conforme pasaba el tiempo, las ondas de nuestra separación se hacían más anchas. Cada mañana me alejaba un poco más. Trataba de retener su imagen en la memoria, me esforzaba en mantener vivo el olor a humo de sus ásperas ropas, el color de sus ojos, la forma de su boca. Sufrí esta comezón durante años, hasta que, finalmente, mis recuerdos se calmaron como el sueño y dejé de sentir la presión de sus dedos en los míos. Al cabo de varios años, ya no era capaz de recordar a Hu Ran sin concentrarme, sin forzar la imaginación.

No debía de parecer diferente a muchas otras neoyorquinas, más espigada, si acaso, y con aspecto de llevar menos tiempo en la ciudad, con una expresión más distante. Había estudiado inglés, había encontrado trabajo y me había adaptado al estilo de vida americano. Viéndome, nadie podría imaginarse la historia de mi vida ni la de mi familia. Pero lo cierto es que esa herencia, las separaciones y traiciones de mi país, de mi familia, las mías propias, me habían destrozado. Durante años guardé las distancias hasta con Hwa y mi madre. Sólo las veía en vacaciones. Me mostraba indiferente cuando me insinuaban que debería encontrar a alguien, tal vez un viudo, que pudiese pasar por alto lo que ellas consideraban la vergüenza de la pequeña Mudan. Les decía que no tenía interés en casarme. En realidad, lo que tenía era miedo. ¿Cómo podría amar a otro hombre después de haber dejado tan claro que no se podía confiar en mí? Conocía demasiadas de mis flaquezas. No me veía con fuerzas para intentarlo. Sólo hacía una excepción con mi hija. Estaba decidida a no fallarle. Por ella me levantaba de la cama todas las mañanas, y por ella volvía todas las noches corriendo a casa.

Conocí a Tom Márquez en el master. Me sentí segura haciéndome amiga suya porque era distinto a todas las personas con que me había criado. Era alto y delgado, así que no se parecía en nada a Pu Li; tenía la cara alargada y melancólica, y unos ojos hundidos que jamás me recordaron a los de Hu Ran. No había probado la comida china en toda su vida. Al principio, tantas diferencias me confundían pero, con el tiempo, fui descubriendo lo que teníamos en común. Los padres de Tom eran inmigrantes. Su madre lo había criado sola, así que entendía a Mudan. Además, se mostraba leal y me hacía reír durante mis años de balbuceos, disculpando mis pausas y trompicones con la paciencia de un hombre obstinado. Su confianza y cordura me convencieron a dar el paso. Al cabo de varios años, lo más normal era que uniésemos nuestras vidas, así que finalmente nos casamos en el ayuntamiento. Criamos a Mudan juntos y tuvimos una hija, Evita Junan.

Así que Hwa no mentía al decir que las cosas me marchaban bien. Mis hijas crecieron y alcanzaron su plenitud. A Mudan se le dieron bien los estudios y se licenció en derecho. Creía firmemente en la justicia, convicción que compartía con su padre y tío abuelo. Evita Junan se convirtió en una mujer tan fuerte y hermosa como sus dos abuelas. Al terminar la universidad en California, volvió a Manhattan y aceptó una serie de empleos variopintos: unas prácticas en el ayuntamiento, un período en una publicación semanal y un puesto en el zoológico. Quería tomarse un tiempo para decidir a qué iba a dedicarse. Todos los fines de semana iba corriendo al parque para echar un partido de fútbol. Cuando la veía ponerse su camiseta, con aquella cara congestionada que salía de golpe por el cuello y aquella garganta tan robusta que surgía como liberándose de un yugo, me daba cuenta de que nadie podría inmovilizarla ni coartarla jamás. Habían pasado muchos años desde que mi abuela se viese obligada a caminar sin que tintineasen los cascabeles que llevaba cosidos en el dobladillo de las faldas.

En los años posteriores a mi salida de Taiwán, afrontamos múltiples retos y corrimos muchas aventuras en los Estados Unidos. Pero al pensar en esas historias, veo que no puedo incluirlas en ésta. Quizá la parte americana de nuestras vidas merezca contarse por separado. De momento, bastará decir que, después de más de treinta años en los Estados Unidos, estoy contenta. Sólo de vez en cuando, cuando una de mis hijas leía en silencio en el sofá, su mueca de concentración o la raya de su pelo me traían a la memoria algún conocido del pasado. La mayoría de las noches dormía bien. Rara vez hablaba de mis años en China con nadie, ni siquiera con Hwa o con mi madre, que tenían sus propios motivos para guardar silencio.

Me encontraba a gusto con mi nueva vida, tanto que casi me había olvidado de todo, cuando un día, en el trabajo, oí la historia de una mujer de noventa y cinco años que había huido de China a través de Hong Kong y había conseguido llegar sola a los Estados Unidos. Se había hecho con un pasaporte falso según el cual tenía sesenta y cuatro años, y se había instalado en el barrio chino de Manhattan, donde se había convertido en la abuela de todos sus vecinos aunque no era pariente de ninguno. La mujer recordaba la época en que empezaron a desvendarse los pies de las mujeres, y la revolución de 1911, y, claro está, la de 1949. Después se había ganado la vida cosiendo pantalones en una fábrica comunista. Mucho antes de enterarme de cómo se llamaba, ya sospechaba quién podría ser.

Hu Mudan había menguado con los años; la carne había huido de sus huesos y los recuerdos, poco a poco, también se le dispersaban. Los días que se encontraba bien iba a ver a una chica de Fujian que escribía cartas por dinero y así contestaba los mensajes que de cuando en cuando le llegaban solicitándole una entrevista. Después de tres años en los Estados Unidos, había empezado a recibir llamadas y cartas de periodistas e investigadores que querían hablar con ella. Hu Mudan no le decía que no a ninguno. Recibía a reporteros, investigadores y estudiosos en su nidito de Pell Street y les ofrecía un té. Cuando fui a verla, me enseñó con orgullo todos los artículos que guardaba recortados y forrados de plástico en un clasificador de anillas.

Fui pasando las hojas. «Recordando las costumbres chinas: La fiesta de Año Nuevo en los días del Qing.» «Memoria de una invasión: Una mujer centenaria evoca la matanza de Nanjing.»

– Pero si tú no estabas en Nanjing cuando la matanza… -le dije-. ¿No vivías en la provincia de Sichuan?

Se encogió de hombros.

– ¿Y a ellos qué más les da?

– Tratan de dejar constancia de sucesos históricos. Buscan la verdad.

– ¿Pero por qué tienen que saber nada de mi vida? -Me miró con furia-. Esos narizotas, esos extranjeros y sabihondos que llaman a mi puerta queriendo saberlo todo de mí… ¿por qué voy a tener que contarles mi vida?

– Quieren entender el pasado.

– Eso es imposible.

No había forma de razonar con ella.

– Entonces, ¿por qué no los echas?

– Es que me dan pena -dijo.

Le enseñé fotos de Mudan y de Evita. No me preguntó nada. Aceptó sus nombres en silencio y le prometí que muy pronto volvería con las dos.

Entonces se recostó con una expresión de total tranquilidad en aquellos ojos de párpados delicados, como si los reencuentros al cabo de las décadas fuesen el pan nuestro de cada día. Estuvo varios minutos sin decir nada y me pregunté si no estaría soñando despierta. Era muy anciana, demasiado para una sorpresa así. Pero cuando hice ademán de marcharme, Hu Mudan puso su mano, seca y cálida, en la mía. Comprendí que quería que me quedase con ella. Permanecimos sentadas, cogidas de la mano, y al cabo de un rato me pareció notar cómo le bullían los recuerdos en los huesos mientras se remontaba treinta, cincuenta, setenta años atrás.

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