Lan Chang - Herencia
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– ¿Adónde debería ir?
– Donde nadie te conozca, a un sitio donde nadie te eche en cara tu pasado. A algún lugar donde puedas afrontar el futuro con la cabeza bien alta. Te hará falta dinero. Deberías vender el jade y las perlas de agua dulce y guardarte las perlas a juego para ti y para tu hija.
Me estaba diciendo que me fuese. Hablaba con voz resuelta, con una mueca de determinación en los labios.
– Desciendes de una línea de mujeres nacidas con mala estrella. Todas hemos vivido encorsetadas por las circunstancias. Tu abuela, por una sociedad implacable. Yo misma he tenido que luchar para salir adelante en medio de una guerra. Y tú, Hong, has caído en la red que tú misma te has tejido. Entiéndelo. Tienes que evitar que tus decisiones acaben perjudicando a tu hija.
Cogí una perla entre los dedos. Era tersa y lustrosa, de color blanco plateado, una profanación oculta en una concha refulgente.
– ¿Y Hwa? -pregunté.
– Hwa se casará.
Cogió el collar de perlas rosadas y lo dejó a un lado.
– Hwa se casará.
Me había pasado años recluida en los apremios de la maternidad, dejando que Hwa se las arreglase sola. Me venía con pucheros pero, viendo que no le hacía caso, dirigió la atención a sus amigas. Se volvió sociable, segura de sí misma, jovial y ambiciosa. En un cierto momento, durante esa época, se enamoró de Willy Chang, que había madurado y se había convertido en un joven ágil y moreno, guapo de cara y sensible de carácter. Antes de salir de China, el padre de Willy había invertido todo el dinero de la familia en oro y, en consecuencia, el chico era un partidazo.
Todo parecía indicar que los intereses que compartían Willy y Hwa eran estrictamente académicos. A él le apasionaba escribir poemas y mi hermana se especializó en literatura para hacerle compañía. Se pasaban los apuntes en la biblioteca y rara vez se veían a solas. Hwa negaba estar enamorada, pero sus palabras la delataban.
– Es un chico complicado -me dijo un día-. Es como una piña, áspero por fuera, pero dulce y tierno por dentro.
Le encantaban sus poemas y sus travesuras, y estaba tan orgullosa como una amante de lo guapo que era.
Willy también gustaba a muchas otras chicas. Para contrarrestar ese interés, Hwa hubo de echar mano de toda la perseverancia y estrategia que en su día aprendiera observando las partidas de mahjong de mi madre. Sobre todo le preocupaba Yun-yi, la nieta de Hsiao Taitai e hija única de Hsiao Meiyu. Viéndolo retrospectivamente, sé que debería habérselo contado todo a mi madre, pero por aquel entonces me importaba mucho más que Hwa valorase la lealtad y los secretos.
– Un buen chico -me dijo un día mi madre por aquella época-. Un chico con una reputación sólida… una buena reputación… y de buena familia, con una profesión bien pagada.
Me di cuenta de que no se refería a Willy Chang.
– ¿Piensas que a Hwa le va a hacer falta un marido con dinero? -le pregunté.
– No -dijo-, el dinero lo tenemos nosotras. En el mundo moderno, es más importante que tenga una profesión que una fortuna.
– De todas formas, me parece que Hwa querrá elegir su pareja por sí sola -dije.
Mi madre sacudió la cabeza.
– ¿Qué te crees, que no me doy cuenta de nada? Tú espera y verás.
Los problemas de Hwa empezaron el verano previo a su último año de universidad. Lo recuerdo como si fuese ayer. Había dejado a Mudan unas horas al cuidado de mi madre para ir con Hwa a unos grandes almacenes y ayudarle a buscar un vestido para una fiesta de graduación, un modelito que le gustase a Willy. Se había dejado el pelo largo, lo llevaba recogido en un moño muy elegante, y había empezado a usar faldas y jerséis americanos. Hwa encontró un jersey de punto de color rosa claro que le quedaba muy bien, pero no tenía con qué combinarlo. Quería una falda de verano con un estampado de flores; pensó que podía ponérsela con el jersey y con su blusa blanca favorita, que tenía el cuello bordado.
Según llegábamos a las puertas de cristal, vimos a Hsiao Meiyu y a su hija Yun-yi en la acera, a punto de entrar en los almacenes.
Allí en Taiwán, mi madre conocía a Hsiao Meiyu por frecuentar los mismos círculos; de cuando en cuando coincidían en una cena. Ahora que su madre había muerto, Meiyu había eclipsado a sus hermanas. Se había convertido en una mujer arisca y con fama de esnob que sólo alternaba con las familias de los generales. Habría preferido evitarla, pero hasta yo sabía que debíamos ser corteses.
Lo que sucedió a continuación fue cosa de un momento. Meiyu y Yun-yi entraron por la puerta. Nosotras sonreímos y las saludamos con la mano. Meiyu miró en nuestra dirección; casi diría que su mirada se cruzó con la mía. Entonces ella y Yun-yi se desviaron. Fuimos hacia ellas -todas sonrientes, con los ojos abiertos y las manos extendidas- pero pasaron de largo. Seguimos adelante, salimos por la puerta giratoria y un segundo después estábamos de pie en la acera barrida por el viento.
– ¿Nos ha visto? -preguntó Hwa.
– ¿Qué más da? -dije burlona, aunque el encontronazo me había dejado helada-. Creo que no.
– Pues yo creo que sí. Vaya si nos ha visto.
Fuimos a otra tienda, pero la visión de Meiyu y Yun-yi había ensombrecido la excursión, y no tardamos en volver a casa. Hwa no hablaba de otra cosa. Traté de consolarla, diciéndole lo bien que le quedaba el jersey rosa que se había comprado y que nadie más en la fiesta tendría un jersey tan bonito… Pero estaba preocupada.
– ¿Te diste cuenta -dijo- de que este fin de semana mamá no fue a la fiesta de Hsiao Taitai?
La semana siguiente nuestra madre alternó como de costumbre. No le dijimos nada del incidente. Pero a los pocos días volvió a pasar lo mismo, esta vez con otra compañera de mahjong de mi madre con quien Hwa se topó cuando volvió a casa desde la parada del autobús. Con todo, tardamos varios días en enterarnos de lo que pasaba. Naturalmente, fue Hwa quien reconstruyó los hechos.
– Hsiao Taitai y los padres de Willy están hablando de casar a sus hijos -dijo-. Hsiao Taitai ha oído que Willy y yo tenemos una amistad especial y se lo ha contado a la madre de Willy. Ahora sus padres le piden que les explique qué es lo que hay entre nosotros.
– ¿Y él que les ha dicho?
– Que no lo sabe.
– ¿Nada más?
– Eso es lo que me ha dicho él.
Hwa se tapó la cara con las manos.
– Pero Hwa -dije yo-, ¿cómo va a saber lo que hay entre vosotros si tú no le dices nada? Si supiese la verdad, tal vez se opondría al matrimonio.
– No sé yo si lo haría.
– Tienes que hacerle saber cómo te sientes.
– ¡No!
– Pero Hwa, él no puede saber que lo amas si tú no se lo dices. Muéstraselo. Díselo. Míralo a los ojos.
Durante un largo instante se esforzó en hablar. De repente soltó:
– ¡No pienso hacerlo!
– ¿Qué quieres decir?
– Que no puedo.
– Pero Hwa, si no hablas con él, lo vas a perder.
Al oír eso, enderezó la espalda y se alisó la falda por encima de las rodillas. Vi cómo se le demudaba el rostro en un gesto de pena y determinación. Sólo horas después, tumbada en la cama sin poder dormir, conseguí recordar dónde había visto yo antes ese gesto categórico de renuncia y supe que Hwa nunca abriría su corazón a Willy. No quería estar a merced de nadie.
Poco después nos enteramos de que Willy se había prometido.
A Hwa se le partió el alma. Se le notaban todos los huesos. Las menstruaciones la martirizaban. Perdió todo interés por las fiestas de graduación. Mi madre asistió a todo ese proceso sin abrir la boca. Sabía de sobra lo que pasaba. Pero cuando yo le mencionaba el tema, se limitaba a decir:
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