Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Mientras escribía, tachaba y volvía a escribir, sentada a la mesa de mi cuarto, empecé a tener la sensación de que cada palabra me fortalecía, me proporcionaba una base sólida sobre la que afirmarme. No sabía en qué terminaría todo aquello. Pero según le iba escribiendo a mi nueva amiga todas esas frases y párrafos en inglés, empecé a divisar el perfil, apenas visible, de mi propia persona; era como discernir una constelación en el firmamento nocturno. La preocupación por mi madre y por Hwa se diluía en el resplandor de esas estrellas remotas.

Soñé que estaba tumbada dentro de una cueva. La oscuridad era mi abrigo, mi refugio, mi capullo. Sentí que allí dentro me transformaba, me crecían ojos y orejas hasta entonces ocultos, delicados órganos sensoriales, incluso alas, como las minúsculas criaturas aterciopeladas que hacían sus cubiles en los bordes de las piedras.

Luz y dolor. El rostro de mi madre cernida sobre mí.

– Ahora empuja , Xiao Hong. Empuja.

No me dejaba descansar. Me ordenaba que lo intentase. Yo la odiaba, a mi madre, tan implacable, con esa alma de hierro, oscura y fría. Pero era mi madre. Me había parido. Busqué en lo más hondo de mí y acaté sus órdenes.

Me di cuenta de que la oscuridad presentaba diversas formas. Algunas de ellas las conocía, otras eran personas que me sonaban de las historias de mi madre. Había una mujer triste y pálida que esperaba en silencio con los brazos tendidos y las manos vacías. También estaba Hu Mudan, acuclillada en la alcoba, ferozmente sola, esperando a que llegase su hijo. Me pareció sentir la presencia cercana de Hu Ran: su rostro resplandeciente, sus esperanzas, el fulgor de su alma. Luego, me acordé de Yinan en el refugio antiaéreo, rodeada de gente pero sola, y lloré por ella, y por mi madre, y por mí misma. Me pareció que el mundo entero reverberaba con los gritos de los que se habían quedado atrás.

Y sentí que desde ese lugar oscuro donde habitaban los desaparecidos me llegaba ahora mi pequeñín, mi hijo.

– Ah -dijo mi madre-. Es una niña.

Un gemido de bebé se elevó por el cuarto como una sirena y me sacó de la niebla. Más tarde, cuando la cogí en brazos, me miró intensamente con unos ojos que eran del color de la tierra en el fondo de un estanque.

Desde el preciso instante en que vino al mundo, la pequeña Mudan conjuró el viejo maleficio que impedía a las madres amar a sus hijas. Desde el preciso instante en que apareció, con aquel gemido tan potente y aquella fuerza en los dedos, sin la más mínima intención de disculparse, extrajo de mí la energía suficiente para cargar con las dos. Nació el 2 de diciembre de 1949, el año del Buey, y a fe que iba a necesitar de todo el vigor y la resistencia de un buey para salir adelante en la época en que le había tocado nacer.

La historia de mi madre estaba siempre presente. Fluía incesante alrededor de nuestro hogar; era nuestra atmósfera, el aire que respirábamos. Bañaba con su luz todo lo que mirábamos y tocábamos. Mi madre estaba derrotada. Yinan la había derrotado. Había salido del continente muerta de vergüenza. Ahora, lejos de ellos dos, se juramentó para construirse una nueva vida lo bastante grande y espléndida como para ahogar su vergüenza. Le había dicho a Pu Taitai que mi padre había caído prisionero y que seguramente lo habían asesinado. A raíz de eso, hizo de la muerte de mi padre una fortaleza inexpugnable.

Vestía ropas oscuras para llorar su pérdida. Con la ayuda de Pu Taitai, se reencontró con las otras que también habían abandonado el país y las agasajó cuando fueron a darle el pésame. Durante esas visitas se cerraron muchos tratos. Le bastó un año para conseguir lo que buscaba: un anticuario de un gusto impecable que conocía a todo el mundo pero que sabía ser discreto. El señor Jian era un hombre calvo y delgado de Pekín, con la típica nariz larga y aristocrática de los norteños que le servía para husmear el dinero que entraba a raudales en la isla.

Aquel aciago día, meses atrás, en otra vida, mi madre le había pedido a Li Bing que la ayudase a sacar el cargamento de muebles, obras de arte y demás objetos de valor que almacenaba desde hacía tanto tiempo. Mi tío no se desentendió y los envíos burlaron el bloqueo. Mi madre lo escondió todo y se puso a esperar. Tenía la sospecha de que aquellos símbolos de la vieja China no tardarían en tener su demanda, y dio en el clavo. Todo el mundo quería algo. El señor Jian cobraba unas cantidades exorbitantes y luego le contaba a mi madre quién había adquirido esto y quién lo otro. Una mujer de Hangzhou compró un paisaje del Lago del Oeste y lo pagó con lingotes de oro. El conservador de un museo de Taipei se llevó varios objetos. Hasta Hsiao Taitai pagó en oro por los pergaminos que años atrás había desechado en Chongking, y el señor Jian se las ingenió para que la mujer no se enterase de que mi madre no la tenía en tanta estima como para regalárselos. Los refugiados se rodeaban de símbolos del pasado y mi madre se embolsaba más dinero, que luego dedicaba a invertir de cara al futuro.

Yo estaba enfrascada en otro tipo de futuro. Apenas mostraba interés por nadie que no fuese mi hija. Nos pasábamos el día juntas en mi dormitorio. Yo misma le daba el pecho y, por las tardes, mientras Mudan dormía la siesta, leía novelas de kungfu o miraba por la ventana o contestaba las cartas de Katherine Rodale. Como estábamos tan unidas, Mudan casi nunca lloraba. Las visitas de mi madre llegaban y se marchaban sin acordarse de que había un bebé en la casa. Pasábamos el rato inmersas en nuestro mundo privado: yo, amando y añorando, y Mudan, en su propio universo de sueños de bebé. Era muy joven para saber que no tenía padre y que yo, su madre, había traicionado a todos cuantos había amado.

La fuerza de nuestras dos familias se veía en la espalda recta de Mudan y en su espléndida pero contenida energía. Enseguida consiguió ponerse de pie, y yo disfrutaba viendo con qué facilidad aprendía a andar y correr. Mi madre también se fijaba en esas cosas, pero miraba a la pequeña Mudan con cierta reticencia. Me daba la impresión de que veía en ella el vestigio de una época que prefería olvidar. O quizá es que la tomaba como la prueba evidente de mi deshonra. Nunca hizo el menor comentario, pero con el paso del tiempo, fui dándome cuenta de que otros no eran tan cuidadosos. Hasta Pu Taitai evitaba a Mudan, y con el tiempo, fui apartando a mi hija de las amigas de mi madre. No quería que la hiciesen daño con sus prejuicios y menosprecios.

Un día, cuando Mudan tenía casi tres años, mi madre me llamó a su cuarto.

– Tengo algo para ti, Hong.

Sacó una caja de madera normal y corriente, del tamaño de una caja de zapatos. La puso encima de la mesa y la abrió con una llavecita.

Empezó a enseñarme, uno por uno, los collares que había juntado durante años. Había sartas de jade verde y de jade rojo. Había perlas de agua dulce con forma de capullos de gusanos de seda y de diminutas velas de cera. Recordé los momentos que había pasado acurrucada contra ella, sintiendo las hileras de perlas alrededor de su cuello. Las últimas tres sartas eran perfectamente redondas. Había una ristra muy larga de esferas de color plateado, grandes e impecables, y otra de un blanco cremoso. Por último, sacó un collar de perlas rosas a juego, perfectas, lo bastante largo como para dar dos vueltas alrededor del cuello.

– Quiero daros parte de mis joyas a ti y a Mudan -dijo mi madre.

Me quedé mirando al suelo, sorprendida.

– He estado observándola. Tiene una personalidad muy concreta. Sus alas la llevarán lejos, si se le da la oportunidad. Como la enjaules, no te lo perdonará. Mira, Hong, éste no es un buen lugar para… para una niña sin padre. Tienes que buscar un lugar seguro, para ti y para Mudan.

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