Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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– No -dije.

Se dio la vuelta y me clavó los ojos. Los músculos se le tensaron bajo los huesos. Acto seguido se volvió hacia el armario. Y con esa decisión la abandoné, tan segura como si me hubiese quedado en el continente.

Tuvo que ser duro para ella enterarse de mi estado. Toda la vida había tenido que soportar las flaquezas de sus escasos seres queridos: la de mi abuela, la de mi padre, la de mi tía, y ahora la mía. Ella nos amaba, y nosotros se lo pagábamos con traición y humillación.

Había dejado marchar a Hu Ran con toda tranquilidad, dando por hecho que podría volver o que él podría venir a verme, como si nuestros cuerpos fuesen paquetes que uno podía meter en un buzón cuando se le antojase y que aparecerían, con independencia de la situación política, al otro lado del mar.

Sin embargo, en los meses siguientes, empecé a entender que Hu Ran no tenía cómo hacer el viaje. Me llegaron rumores de que las últimas tropas nacionalistas estaban rodeadas, luchaban, caían derrotadas. Hordas de refugiados corrían a embarcarse rumbo a la isla. Algunos de los buques estaban preparados para afrontar el viaje; otros eran decrépitas barquichuelas con más agujeros que un colador y menos marineras que las lanchas del Lago del Oeste. Se había interrumpido el correo. Las rutas fundamentales sufrían el bloqueo comunista. Las cañoneras patrullaban las costas a la caza de posibles fugitivos. El tráfico entre Taiwán y el continente se redujo al mínimo. Sólo Hong Kong seguía siendo accesible, y cada semana que pasaba el trayecto se hacía más peligroso. El telón de bambú se fue haciendo cada vez más impenetrable hasta que el angosto estrecho se convirtió en un ancho océano.

Por las noches me enfrentaba al legado de la vieja Mma. Oía a mi madre dando vueltas en la cama en el cuarto contiguo. Durante el día hablábamos lo menos posible, aunque en una casa tan pequeña era imposible no cruzarse. Hubo una vez, por aquella época, en que llegó a llamarme por el nombre de su hermana. Yinan , dijo detrás de mí. Yo me di la vuelta y le respondí con toda naturalidad para que no se diese cuenta de lo que había dicho.

18 de julio de 1949

Querida Hong:

Gracias por tu carta. No me había llegado hasta ahora, al cabo de varios meses, pues han tenido que reenviármela a Hong Kong, donde me encuentro actualmente a la espera de regresar a los Estados Unidos.

Tengo que darte una triste noticia. Hemos perdido a Hu Ran. Por lo visto, había decidido salir del país por el estrecho. Una noche, mientras su barco esperaba el momento de zarpar fondeado en el muelle, sufrieron un ataque. Dicen que alguien del barco avisó a las cañoneras comunistas. En la refriega que tuvo lugar a continuación, Hu Ran se cayó al agua y se ahogó. Hu Mudan lo supo por boca de uno que logró llegar a la orilla. Pagó a otra persona que venía a Hong Kong para que me escribiese contándome lo ocurrido y rogándome que te encontrase, pero en todos estos meses he sido incapaz de descubrir tu paradero.

No acierto a imaginar cuán difícil debe de resultar recibir una noticia tan terrible de una desconocida. Con todo, te pido por favor, Hong, que no me consideres una desconocida. Hu Mudan, Hu Ran y tu tía Yinan eran para mí como de la familia, y espero que también tú me consideres una amiga. Avísame, por favor, cuando recibas esta carta. Escríbeme y dime cómo estás.

Atentamente,

Katherine Rodale

Fue Hwa quien desafió el silencio y se atrevió a llamar a mi puerta. Correcta, casi apocada, guardando las distancias. ¿O era yo quien las guardaba? Lo sucedido en ese último año nos había separado por completo. Nunca volveríamos a ser dos niñas que vivían juntas. Hwa lo sabía. No trataba de fingir que no había pasado nada. Pero seguíamos siendo hermanas, conque se sentó en mi cama y me dio la noticia. Me contó que mi madre le había dicho que no mencionase mi secreto. Con el tiempo, mi estado hablaría por sí solo, y para entonces, ya se encargaría ella de manejar el asunto.

– ¿Qué más te ha dicho? -le pregunté.

Hwa sacudió la cabeza.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó-. ¿Puedes quitártelo de encima, de alguna forma? Tal vez así todavía podrías casarte…

No quería quitármelo de encima.

– No me quiero casar.

– … ¿y darle el niño a alguien? Sería duro, ya lo sé, pero con el tiempo lo superarías…

– No quiero dárselo a nadie.

– Sé que cuesta verlo, pero a la larga, pasados unos años… La única manera de poder salir adelante será olvidando todo esto.

Escuché en silencio hasta que se calló y, en vista de que no le respondía, dijo adiós y se marchó cerrando la puerta tras de sí.

Guardé la carta de Katherine Rodale en la caja de cosas que no había que recordar. Había una fotografía enmarcada de la boda de mis padres y, escondida debajo, un retrato de mi tía con una rosa a medio abrir en la mano, la copia que había rescatado furtivamente del cubo de la basura de nuestra cocina en Chongking. Había un libro que me había regalado mi padre: los cuentos de Grimm en inglés. Entre las hojas del libro había guardado los mensajes que me escribía Hu Ran. Espérame en el parque. A las cuatro en el café. Ya había empezado a borrarse la tinta. Puede que el parque, o incluso el café, siguiesen existiendo en alguna parte, al otro lado del mar, pero, cuando los evocaba, me daba la impresión de que mis recuerdos eran en tonos sepia, como reliquias que una corriente arrastrase, suave e inexorablemente, hacia el pasado.

Escribí a Katherine Rodale dándole las gracias por la carta. Nunca la había visto, no tenía una imagen mental de ella, pero sus amables palabras me animaron a escribirle. En mi carta, le hablé a esa americana, a esa desconocida, de Hu Ran y de mí. Le expliqué que yo había sido la causante de la muerte de Hu Ran. Me había marchado de China después de haberle prometido que me quedaría, y él había muerto por intentar seguirme. Le conté que estaba embarazada, que quería tener al niño, y que no sabía qué iba a ser de nosotros.

Katherine Rodale me respondió con preguntas. Mi destino, decía, le interesaba personalmente. Quería saber más cosas. ¿Qué quería hacer? ¿Qué planes tenía? «No sé nada de mí -le respondí-. No tengo deseos. No tengo planes. Intentaré pensar en ello.» Y con estas frases desmañadas en inglés supe que había declarado la verdad. ¿Quién era yo? No lo sabía. Jamás en mi vida, salvo con Hu Ran, había sido una persona, sino más bien una pieza integrante de otra cosa: de mi familia, de mi país y, ahora, un fragmento desperdigado de su derrota. Era una niña a la que habían llevado de acá para allá por todo un continente. Era un par de ojos, un par de orejas, el testigo de terribles acontecimientos que yo había ocultado en mi mente a la espera de poder analizarlos, como fotografías prohibidas guardadas en una caja. Había visto a mi tío huyendo por las calles, perseguido por soldados japoneses. Había visto a una mujer con el pelo todo alborotado y los pechos resecos dando de mamar a un bebé famélico, y a otra colgarse de un árbol en las escaleras empinadas y repletas de gente de una ciudad desgarrada por la guerra civil. Era una hija obediente, una jiejie y una alumna aplicada. De no haber sido por Hu Ran, no cabe duda de que me habría casado con Pu Li. Pero los momentos arrebatadores que pasé con Hu Ran lo habían cambiado todo. Había sido cruel con él; lo había utilizado para separarme de mi madre; y al final los había traicionado a los dos. Es más, me había traicionado a mí misma. Ahora supe cuál había sido el origen de mi terror. Ahora supe que había amado a Hu Ran con toda mi alma.

En los meses siguientes, mientras esperaba, me dediqué a pensar en todas estas cosas; algunas se las contaba por escrito a Katherine Rodale y otras me las guardaba. Era la primera amiga adulta que tenía desde Hu Mudan. Si tenía que comunicarme con ella en otro idioma, lo haría. Me devanaba lo sesos durante horas para expresar mis ideas y pensamientos en inglés. «Fui una cobarde -le escribí-. Ojalá me hubiese quedado.» Y luego: «Quiero saber cómo están mi padre y mi tía. Espero que estén bien». Meses después escribí: «Pronto nacerá el bebé. Hu Ran nunca lo verá».

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