Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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– Tiene que seguir luchando. Tiene que tirar para adelante. Tiene que aprender a renunciar.

– Por las noches la oigo llorar a través de la pared.

– Ya encontrará a otro.

– No creo que sea eso lo que quiere.

Mi madre apretó los labios.

– Ya habrá otro hombre que la proteja -dijo-. Una mujer nunca estará a salvo mientras no se dé cuenta de que lo mismo da un hombre que otro.

No dije nada. Silencios así eran necesarios entre dos mujeres adultas que vivían bajo el mismo techo.

2 de enero de 1954

Querida Hong:

Te escribo ilusionadísima. Debido a las leyes de extranjería, Ming y yo hemos tardado más de lo que pensábamos en afincamos en los Estados Unidos, pero estoy contenta porque por fin puedo darte una buena noticia. Mi iglesia está ofreciendo una beca a un estudiante chino de mérito. Te escribo en nombre de mi iglesia para ofrecerte la beca siempre que apruebes el examen del gobierno de Taiwán y consigas que te acepten en una universidad estadounidense. El gobierno de los Estados Unidos también exige que los becados dispongan al menos de dos mil dólares al año.

Estoy segura de que con lo inteligente y seria que eres no tendrás ningún problema para pasar el examen ni para destacar en una universidad estadounidense. Te resultará difícil separarte de Mudan, pero puede quedarse en Taiwán, con tu madre, mientras tú completas tu educación. Podrás verla todos los veranos. Es una oportunidad de oro y espero que la aproveches. Dime si hay algo que pueda hacer para ayudarte.

Un abrazo,

Katherine

Todo aquel que quisiese estudiar en los Estados Unidos estaba obligado a aprobar el examen del gobierno. Quien sacaba una nota lo bastante alta y encontraba una universidad que le subvencionase los estudios, recibía un visado de estudiante. No sería nada fácil competir con los alumnos más cualificados de Taiwán en aquella época. Pero el destino de mi hija me serviría de acicate. No quería que se criase en un ambiente como aquél, rodeada del prejuicio de mujeres como Hsiao Meiyu. No quería que viviese eclipsada por lo que yo había hecho. Gracias a mi madre, yo disponía del dinero para ir a los Estados Unidos, las alhajas que llevaba bajo la ropa mientras nos bombardeaban.

Así que me puse a estudiar inglés más a fondo, empezando por el viejo libro de cuentos de Yinan y después pasando a gramáticas más complicadas. Repasé las matemáticas, apelando al gusto por los números que llevaba en la sangre. Por último, estudié la historia del país que habíamos dejado atrás. La había aprendido de niña -como todo colegial chino- y ahora volví a leérmela entera, sentada en mi escritorio, en aquella isla cercana al continente, luchando contra el sueño y la pena. Estudiaba con detenimiento las listas de los grandes emperadores que habían unificado el país desde las llanuras amarillas del norte hasta el salvaje suroeste y las ricas costas del sureste. Leía acerca de las dinastías, de sus triunfales inicios y su postrera desintegración; surgían, se alzaban y caían a lo largo de milenios y, cuando caían, siempre dejaban atrás un grupo de refugiados que huía a los últimos confines del imperio y, en ocasiones, a la isla donde se había afincado mi familia. Me sorprendí leyendo cada vez más despacio, temerosa de llegar al final, pues echaba de menos a Hu Ran y a mi tío, a mi padre y a Yinan, y a Yao mi hermano y primo. Y cuando llegó la hora de subir al avión rumbo a San Francisco, pensé que los estaba dejando atrás a todos.

Todas las semanas me llegaba una carta nítida y escueta de mi madre en la que me informaba, con sequedad, de las actividades de la pequeña Mudan. Si me las hubiese escrito en un tono un poco más compasivo, podría haberle confesado el suplicio que me había supuesto separarme de mi hija. Pero las palabras de mi madre no invitaban a semejante franqueza. «Te echa de menos -me escribía-, pero le enseñó una foto tuya y le explicó que te has ido porque quieres construir un nuevo hogar para ella. Es una niña razonable y está deseando que llegue el verano para verte.»

Al principio, Hwa me escribía con frecuencia. Se sentía muy sola y el otoño se le estaba haciendo eterno y cuesta arriba. Lo más duro fue el día de la boda de Willy Chang y Yun-yi. La invitaron, pero se quedó en casa. Me escribió una carta para desahogarse conmigo. «Aunque ahora mismo me parezca imposible -decía-, sé que un día me casaré. En el fondo, siempre he deseado casarme con alguien a quien amase de verdad. De algún modo, serviría para compensar todo lo que nos ha pasado. Aunque quizá este sueño de amor no sea más que el sueño de una chiquilla.»

Busqué palabras que pudieran ayudarla. Rara vez acudía a mí.

«Podrías presentarte al examen y venir a los Estados Unidos -le contesté-. Vivir aquí es muy interesante y seguramente conocerías a otro chico. O igual puedes ir a Hong Kong -añadí-. Seguro que mamá tiene una amiga, o conoce a alguien allí, que podría echarte una mano si te matriculases en la universidad. Así podrías aprender a vivir por tu cuenta y a ser independiente.»

Estuvo un tiempo sin responder. Hubo de transcurrir más de un mes antes de encontrarme uno de sus habituales sobres azules en el buzón.

22 de febrero de 1956

Jiejie:

Te escribo para contarte que Pu Li y yo nos vamos a casar el 3 de junio, aquí en Taipei. Inmediatamente después viajaré a los Estados Unidos para buscar casa en California y Pu Li empezará el segundo año de su master en la universidad de Stanford. Pu Taitai quiere quedarse en Taiwán. Todavía tiene esperanzas de que el Generalísimo reconquiste pronto la China continental. Espero que cuando tengamos hijos, mamá venga a los Estados Unidos, a vivir con nosotros. Así volverá a haber tres generaciones de la familia viviendo bajo el mismo techo.

Sé que todo esto te parecerá un cambio muy brusco. Pero ya ha pasado mucho tiempo desde que Pu Li era aquel crío que quería cogerte de la mano en el cine. Estoy segura de que lo entenderás. Gracias por los consejos de tu última carta, pero después de pensarlo bien, he decidido hacer las cosas al estilo de mamá. Tenía ciertos reparos ante la idea de casarme, pero ya los he superado y está todo decidido. La verdad es que estoy sumamente contenta. Y mamá está muy orgullosa de mí.

Meimei

Mi madre y Pu Taitai se encargaron de los preparativos de la boda. Envalentonadas por el dinero de mi madre y los contactos de Pu Taitai, organizaron un festejo descomunal, al que invitaron a todas sus amistades, a los amigos de las dos familias, y a las familias de aquellos que habían conocido al padre de Pu Li y al mío. La capilla fue idea de Pu Taitai; la mujer estaba influida por el recuerdo de las bodas cristianas de postín celebradas en los viejos tiempos. Tras la boda habría un enorme banquete, y Hwa se había hecho con otro traje, un chipao rojo de lo más historiado, para la segunda ceremonia, que, por deseo expreso de mi madre, se oficiaría en estricta observancia de la tradición china, con su anciano, su testigo y su reverencia ritual a los antepasados.

Volví a Taiwán para asistir a la boda. Taipei estaba azotada por los últimos coletazos del monzón. Los edificios se hundían y reflotaban entre inmensos nubarrones, irguiéndose oblicuos como si la ciudad y todos sus habitantes girasen atrapados en un remolino. Llovía cuando llegamos a la iglesia, llovía con tanta intensidad que, aunque eran las once de la mañana, parecía estar anocheciendo y, ya en el interior del templo, bajo aquella luz mortecina, cuando mi madre y Pu Taitai traspasaron el umbral de la puerta, fue como si surgiesen de las nieblas del pasado. Mi madre, con su hermosa y abundante melena ya entrecana, lucía un porte exquisito. Ahora que frisaba en los cincuenta se había quedado muy delgada, pero conservaba su garbo e inteligencia, así como la vieja aureola de entereza y circunspección.

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