Lan Chang - Herencia
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– Le he mandado un telegrama a tu hermana.
Oí una inhalación brusca. Miré a Hwa de reojo, pero estaba inmóvil en la silla, con su blusa roja y la espalda tan recta como la de un joven soldado.
– ¿Y qué le has dicho? -preguntó mi madre.
– Que correrá peligro. -Mi padre alzó la voz. Percibí un deje de emoción creciente, y también de expectación. Estaba descubriendo lo que había deseado decir desde hacía tanto tiempo-. Lo sabes tan bien como yo -dijo-. Yinan no estará a salvo. No tiene familia ni influencia. Tiene a los americanos, pero cuando caiga la República… Con los comunistas en el poder los americanos se irán. Y será vulnerable.
– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
Mi padre respiró hondo.
– Quiero que venga con nosotros.
En el largo minuto que siguió, el sonido de la lluvia se hizo más tenue y se alejó. Por la ventana vi acercarse lentamente los faros de un coche que aparcó delante de nuestra casa. El chófer abrió la puerta y se bajaron dos mujeres.
Una era Hu Mudan; la otra no me resultaba familiar, aunque me dio la sensación de que debía de conocerla.
Era delgada y más baja que mi madre, con un semblante descolorido y angustiado, y una media melena recogida por detrás de las orejas. Llevaba un sencillo atuendo: una falda larga de color gris ribeteada de lluvia, una blusa blanca de manga larga y unos mocasines. La falda y la blusa estaban arrugadas y parecían deliberadamente austeras y deliberadamente occidentales -de hecho, eran un donativo de Katherine Rodale, la misionera estadounidense-; tal vez fue por esas ropas que tardé en reconocerla. Recordaba a mi tía como una mujer muy joven, más bien feúcha, sin mucha gracia, que conservaba la dulzura de la niñez. Esta mujer era más vieja, desde luego, pero había envejecido de un modo singular. Para empezar, ya no era fea; más que guapa era agradable a la vista, atractiva de puro sencilla. Era como si los años hubiesen ido limando su anterior personalidad, dando paso a esta nueva Yinan. Sólo al cabo de unos momentos logré reconocer en sus ojos la antigua expresión vigilante, la ternura de siempre, transformadas en un gesto de apacible comprensión.
– Ayi -solté de repente. Hwa me echó una mirada furibunda. Me esforcé en hablar con propiedad-. Ayi.
Me salió rotundo, rebosando una alegría radiante e incontrolable y unos flecos de tristeza.
Yinan trató de sonreír. Mi madre ni se movió.
– Li Taitai -dijo Hu Mudan.
Mi madre no respondió.
Hu Mudan se ofreció a esperar en el coche y se retiró.
Cuando hubo salido del salón, mi madre habló.
– Hola, Yinan.
Mi padre se levantó. Dio un rápido paso al frente, pero algo lo detuvo.
La precisa voz de mi madre rompió el silencio.
– Adelante. Saluda a Yinan.
Avanzó tambaleándose, dando pasos torpes y pesados. Fue entonces, al ver a mi tía y a mi padre, cuando lo entendí. Aunque se quedó quieta, su cuerpo lo decía todo. Lo único que hacía era mirarlo, pero se lo vi en los ojos. Mi padre estaba parado y en silencio. Sus ojos, sus rodillas, la caída de los hombros, los ademanes de las manos, todo él acusaba la presencia de mi tía.
– Yinan.
Ella alzó la vista, despacio, desde los pies hasta la cara de mi padre, por todo lo largo de su cuerpo. Lentamente, se le iluminó la cara. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Percibí su felicidad, su dolor y algo más que -ahora que había estado con Hu Ran- logré reconocer, una corriente de sentimiento imposible de ignorar.
Yo nunca había sentido esa clase de poder, un poder capaz de sumir a tantas personas en una impotencia y un silencio semejantes.
– Entonces estás bien -dijo finalmente mi padre.
– Tu pie…
– No es tan grave.
– He recibido tu telegrama, Li Ang. Pensaba mantenerme alejada, pero cuando Hu Mudan me dijo que te tenían preso, tuve que venir.
– Me tenían preso, pero me han soltado. ¿Y tú cómo estás?
– Bien.
– Tienes que salir del continente -dijo-, aquí correrás peligro.
– Katherine, la mujer americana, ha convencido a la iglesia de que me ofrezcan refugio en Hong Kong.
– No -dijo mi madre.
En el rostro de mi madre vi una determinación inédita e imponente que sólo podía haber surgido del dolor.
– Pero Junan… -dijo mi padre.
– He dicho que no -replicó mirando a mi tía-. Aunque Li Ang quiera que vengas, yo no pienso permitirlo.
Yinan se miró las manos.
– No me opondré a tus deseos.
Al cabo de un momento, mi padre habló.
– Son unas condiciones muy rigurosas.
– De acuerdo, pero son mis condiciones.
– Yo esperaba que después de tanto tiempo…
– Pensabas que me habría olvidado -dijo mi madre sonriendo-, meimei, ¿te acuerdas de aquella charla con Li Bing en Hangzhou, hace muchos años? Te preguntó qué harías si el enemigo se te presentase en casa y tú dijiste que aprenderías a vivir con él. Qué tonta fui. Pensé que no eras más que una niña.
– Jiejie, no fue así…
– Tú querías que ocurriese -dijo mi padre.
Tenía las mejillas sonrojadas y la mirada fija en mi madre.
– Ahora ya no puedes hacer nada. Entiéndelo, por favor. Tú lo empezaste, tú lo pusiste en marcha. De acuerdo, la culpa fue mía. Pero no me digas que mi debilidad no entraba dentro de tus planes.
Mi madre le miró a los ojos. Tenía un semblante pálido e implacable.
– Estás dispuesto a romper nuestra familia -dijo cuidadosamente, antes de desviar la mirada-. Tú también pretendes quedarte.
– Después de haber sido capturado, he tenido que aceptar la realidad. Yo…
– ¡Sabes que tienes que marcharte! ¡Eres un general nacionalista!
– No, ya no. No soy un verdadero nacionalista, nunca lo he sido, ni tampoco un comunista. Sólo soy un hombre. Soy chino y sufriré lo que sufra mi país.
Nos quedamos sentados sin decir ni media palabra. Fuera había oscurecido y en las ventanas salpicadas de lluvia flotaban nuestros reflejos borrosos: la blusa de Hwa, una mancha roja, y, levitando espectrales a nuestro alrededor, los muebles amortajados de blanco.
Mi madre estaba muy tiesa en la silla. Conservaba la piel clara, los huesos largos, pero en un momento dado, durante la guerra, su belleza se había marchitado.
– Te crees que Li Bing va a protegerte. Pero escucha lo que te digo: ya vendrás a suplicarme de rodillas. -Se levantó-. Adiós, Li Ang. Adiós, meimei.
– Jiejie.
– Junan… -dijo mi padre, llevándose cansinamente la mano a la frente.
– Ya vendrás a suplicarme de rodillas -respondió mi madre, mirándolo con una sonrisa irracional. El dolor que sentía era insoportable. Nos quedamos paralizados, como si el menor movimiento fuese a despedazarnos. Mi madre seguía en pie. Quería que se fuesen.
Yo no acertaba a mirarlos a los ojos. Me giré para ver sus reflejos en la ventana, cercados de sombras. Mi padre, con gesto hastiado y apoyado en su bastón; Yinan, pálida y llorosa. Nos abandonaban. Iban a dejarnos, a mí y a mi madre, a quien habían despojado de todo cuanto tenía. Sólo le quedaba la pura voluntad, soldada a los huesos, aquellos huesos blancos y alargados que me eran tan familiares como los de un amante.
Comprendí que no podía quedarme en China. ¿Cómo iba a dejar a mi madre, con lo que estaba sufriendo? ¿Cómo iba a quedarme con la gente que tanto daño nos había hecho? La pena y la oscuridad me desgarraban. Quise correr hacia mi padre y mi tía, agarrarme a sus rodillas y gritar: «¡Me quedo con vosotros!». Pero al mirar el reflejo desolado de mi madre en el cristal, supe que no lo haría.
Llegamos a Taiwán enfermas de derrota. La isla entera padecía la misma afección, una fiebre que habíamos traído desde el continente, a través de las aguas, quienes habíamos huido de nuestros hogares y abandonado nuestras vidas, acarreando hasta esa tierra desconocida las cuatro cosas que pudimos salvar. La dolencia -que se manifestaba en forma de ceguera contagiosa, de tentadora amnesia- se había apoderado de los menos imaginativos. Así, ciertas mujeres que en su día habían llevado vidas serias y responsables, ahora se abismaban en el mahjong, sin cruzar palabra, limitándose a chasquear las piezas y a deslizar pilas de fichas por el tapete blanco, una partida tras otra, sin tregua, con tal de no pensar, hasta que les ardían los ojos y les dolían los brazos y la luz de la lámpara se diluía en el amanecer. Y hombres valerosos que en un principio se mostraban decididos a volver al continente y a reconquistarlo a la fuerza, ahora, en cambio, derrengados y en inferioridad numérica, se batían en retirada hasta los últimos confines de la isla, donde consumían sus fuerzas luchando por defenderse, sojuzgando a los nativos y tratando de empezar de nuevo en ese lugar pedregoso, humeante y lavado por la lluvia.
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