Lan Chang - Herencia
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– Durante una época no podíamos estar juntos en la misma habitación. -Echó una bocanada de humo-. Lo mismo estaba distante y taciturno que, de repente, se espabilaba y volvía a su natural simpático y optimista, como si hubiese olvidado sus penas. Tenía mucha seguridad en sí mismo. Y me imagino que yo era igual. La que lo pasaba mal era mi madre.
¿Cómo debió de sentirse mi padre?, me pregunté. Tantos años deseando tener un hijo para llegar y encontrarse con un desconocido cuya imagen del padre soñado saltó en pedazos al verlo aparecer en carne y hueso. ¿Qué ser humano puede estar a la altura de los sueños de un niño?
– Quería intimar conmigo. Ojalá se lo hubiese permitido. Pero fue todo tan repentino, tantos cambios. Y me parece que él tardó en darse cuenta de que el reencuentro me… perjudicaba. Cuando Li Bing nos trasladó al norte tuvimos que mantener la identidad de mi padre en secreto. Usábamos el apellido de mi madre, Wang. Y yo empecé a avergonzarme… En el colegio recibíamos instrucción política y a mí me costaba aceptar quién era mi padre. -Hizo una pausa-. Me imagino que fue esa vergüenza lo que me hizo abrazar el maoísmo. Me iba bien en los estudios, pero, de alguna manera, se me habían roto todos los esquemas. No entré en la universidad. En lugar de eso, acudí a mi tío -y aquí detecté un retinte de orgullo en su voz- y empecé a trabajar para el Partido.
– Li Bing era el hermano de mi padre -le expliqué a Tom-. Estaba en la resistencia, antes de 1949.
Tom asintió, sin darse cuenta de que se le había apagado el cigarrillo. Aquella charla le importaba mucho más de lo que yo podía imaginar.
– Me fue bien hasta que murió Li Bing. Iba a casarme con Xiu, pero más o menos al año de morir nuestro tío, empezaron las depuraciones en el partido y descubrieron que mi sangre era impura.
Yao hizo una pausa y se miró las manos.
– ¿Cómo ocurrió? -preguntó Tom.
Yao no me miró a mí sino que clavó los ojos en el rostro de Tom, como si intuyese que él podría entenderlo.
– Después supe que fui yo mismo quien se había ido de la lengua, no contándolo todo, pero sí una parte, a un compañero de clase, años antes, lo bastante como para que se enterasen de quién era mi padre. Lo metieron en la cárcel. Estuvo más de un año preso. Sólo lo soltaron después de que mi madre y yo fuésemos a suplicarles a los viejos amigos de Li Bing, una y otra vez. Entonces decidieron que de algún modo yo estaba contaminado, contaminado por la sangre de mi padre y me mandaron al campo a purificarme entre los campesinos.
Su voz estaba cargada de emociones -pasión, furia, amargura-, pero hablaba con cuidado, casi balbuceando, como si las palabras le quemasen en la lengua.
– Xiu y yo hicimos la promesa de esperarnos el uno al otro. ¿Cómo íbamos a saber lo que tardaría en volver? Fueron ocho años. Me esperó, sí, pero perdimos un tiempo precioso. -Se miró los viejos zapatos de piel-. Pero bueno, no importa. Cuando me destinaron la primera vez, me enfadé con él, me enfadé muchísimo. Lo maldecía por su estupidez, por pensarse que podíamos vivir bajo el comunismo sin que nos descubriesen. ¿En qué estaba pensando? ¿Era verdad que amaba tanto a su país que no podía soportar abandonarlo? Si era así, es que era un ingenuo y un sentimental. ¿Tan terrible habría sido que nos fuésemos mi madre y yo? Ella dice que fue culpa suya, que fue ella quien lo obligó a quedarse porque se lo había prometido a Junan, pero yo sé que si de verdad hubiese querido marcharse, lo habría hecho.
Miré uno de los regalos de Yao que tenía en el regazo, un pañuelo bordado en tonos brillantes. No sabía cómo decirle la verdad.
– Antes de irme, fui a verlo a la cárcel. Me dijo que lo sentía. -Yao sacudió la cabeza. Suspiró y el ataque de ira que había alimentado su relato fue aplacándose y dando paso a la resignación-. Y entonces lo entendí. La decisión de quedarse en China la había tomado mucho antes. No podía saber lo que iba a ocurrir.
Siguió hablando hasta bien entrada la noche. Lo habían deportado a un minúsculo villorrio de montaña que le pareció el colmo de la desolación. Los campos estaban cuajados de piedras y durante la guerra los aldeanos habían padecido lo indecible. La desgracia se había cebado en ellos y apenas si tenían qué llevarse a la boca. Eran tan pobres que hasta los más ricos le pedían prestada la lata de aceite; en primavera comían hojas de árbol cocidas.
Yao no hablaba el dialecto local. Ni siquiera sabía dónde estaba. Pero por sus venas corría sangre de agricultores, la del padre de mi padre.
Me imaginé que los aldeanos se sintieron atraídos por su buena planta y lo buen mozo que era, por su carisma y por su amor. Pues parecía haber heredado una cosa de su madre: esa franqueza, esa simpatía que le hacía respetar a los demás y amarlos. También heredó sus ideales. Los lugareños se vieron arrastrados por su entusiasmo visionario. Organizó las aldeas, cavó pozos más profundos, desinfectó los ríos y abrió colegios. Bregaba con la paciencia de su madre y la fuerza de su padre.
– Al final todo salió bien -dijo-. Pero cuando me dijeron que podía irme, que mi exilio había concluido, volví y me encontré con que ya era un viejo y que el mundo había cambiado.
Ahora que se había desahogado, se desplomó en el sillón. Bajo aquella luz pálida, su rostro, surcado de arrugas, parecía paralizado. Oí pasos en la calle y el mugido de un búfalo de agua. Amanecía y los últimos labradores entraban en la ciudad.
– Necesitas dormir un poco -le dije.
Pero Yao no quería dormir.
– Cuéntame más cosas de tu madre -dijo, mirándome-. La recuerdo de cuando era niño.
Su voz sonó sincera, interesada. La pregunta me pilló desprevenida y no acerté a responderle.
– Siempre fue muy cariñosa y muy espléndida -dijo Yao.
Tom me miró y enarcó las cejas pero Yao no lo vio.
– Mi madre la quería mucho. Todavía habla de ella… Creo que aún la echa de menos y lamenta que la guerra las separase.
– De niñas estaban muy unidas -dije.
– Una vez me regaló un ferrocarril de juguete con unas vías tan grandes que tuve que abrir la puerta de la casa para montarlo. Cuando nos mudamos al norte tuve que deshacerme de él porque no teníamos espacio. -Dejó de hablar unos instantes. De su rostro ajado surgió una mirada distante; estaba pensando en lo mucho que prometía aquel flamante trenecito-. Tengo que contarte un secreto, jiejie. De pequeño, a veces pensaba que ojalá hubiese podido irme con vosotras. Habría ido a los Estados Unidos y todo sería diferente. -Se quedó callado un momento-. Pero para mí ya es demasiado tarde, ya he vivido mi vida.
Al día siguiente llevamos a Yao a la estación. Nos abrazamos, nos dijimos adiós y prometimos escribirnos. Después, mi padre y Yinan volvieron para echarse una siesta. Tom y yo nos tumbamos en la salita pero no dormimos. La estancia parecía vacía sin las palabras ardientes y agitadas de Yao.
Tom estiró el brazo y me puso brevemente la mano en el hombro.
– Creo que no habría sido correcto que le dijeses por qué se quedó su padre.
– Espero que tengas razón. -Estaba agradecida de tener a Tom tan cerca: era un consuelo. Pero no lograba relajarme. Pasado un momento le dije-: Parece como si hubiesen tratado de contárselo, pero no hubiesen podido, o no hubiesen sabido, explicarle lo que pasó con mi madre. Quizá es que quisieron protegerlo. O dejar que conservase sus buenos recuerdos para no amargarlo.
– Pues anda que no tiene motivos para estar amargado… -Tom se dio la vuelta y por un instante pensé que se iba a dormir. Pero entonces habló-. Pero ¿cuántos de nosotros no hemos desperdiciado nuestras vidas de un modo u otro? Si Yao hubiese venido a los Estados Unidos, lo mismo se habría pasado años luchando siquiera para levantar cabeza. Podría haberse amargado por culpa del racismo o de alguna otra cosa. A veces las mujeres no os dais cuenta de lo crudo que lo tenemos los hombres. No todo el mundo triunfa como Pu Li.
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