Lan Chang - Herencia
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Li Ang replicó en el acto:
– ¿Por qué piensas en el más allá, si todavía eres joven?
Ella se llevó las manos a la cara.
– Jiejie -dijo, llorando.
Él le cogió la mano. La tenía seca y fría y le notó la carne algo suelta y desprendida de los huesos, como si lo que hasta entonces la mantenía de una pieza estuviese desintegrándose finalmente. Entonces, de repente, le vino a la memoria el tacto y aroma de aquella mano fresca y flexible, la mano de Yinan tal y como era la primera vez que la tocó, hacía ya muchos años.
Había alcanzado esa edad en que muchos hombres, intuyendo que su hora está próxima, se replantean su postura ante el mundo. Algunos, viendo que ya no son útiles, se consuelan quedándose al margen, dedicándose a sus periódicos y a observar y discutir, sentados a un lado de la calle, el comportamiento de los jóvenes. Otros, en cambio, insatisfechos, cifran sus esperanzas en la religión y la filosofía. Pero mi padre no siguió ninguno de esos dos caminos. Comprendió que Yinan y él, y todo lo que habían conocido, estaban desvaneciéndose y desapareciendo del mundo. La vida que habían compartido tocaba a su fin y él no tenía ganas de estar en ningún otro lugar. Con todo, pese a sus esfuerzos por estar presente, había momentos a lo largo del día en que perdía el hilo de sus pensamientos y se olvidaba de dónde estaba. Se abismaba en una especie de ensueño y se extraviaba en el recuerdo o la fantasía.
Había una visión que lo asaltaba asiduamente. El comienzo del sueño variaba, pero el final siempre era el mismo. Unas veces estaba en el hospital, esperando con Yinan el resultado de algún análisis. Otras, estaba en una comida, masticando un bocado de esa sabrosa verdura llamada «corazón vacío». Cuando quiera que fuese, donde quiera que estuviese, lo que ocurría a continuación se repetía invariablemente. Un poder invisible le daba la vuelta. De repente, se encontraba mirando en la dirección contraria, como si una mano enorme lo hubiese levantado en vilo y girado en el aire. En ese instante, de un modo igual de repentino y con toda naturalidad, una persona aparecía en escena, una figura espigada sin rasgos definidos. Pero algo tenía aquel visitante que captaba la atención de mi padre. Era alguien que le resultaba muy familiar y, al mismo tiempo, incognoscible. Al cabo de un momento, la identidad del visitante quedaba desvelada. Era mi madre, que apenas había cambiado después de una ausencia tan larga. Grácil y suplicante, transida de pena, le tendía la mano. Junan. Entonces se esfumaba dejando un espacio vacío.
Conque aquella primavera, después de que lo organizásemos todo por carta, mi padre, a sus años, emprendió viaje a través del mundo y del tiempo rumbo a los Estados Unidos. Vino a vernos a Nueva York, donde se quedó varios días y recogió el mensaje que mis hijas le habían grabado en vídeo a Yinan. También fuimos, él y yo, a almorzar con Hu Mudan. Pero el verdadero motivo de su viaje habría de esperar hasta el final: le había prometido a Yinan que al volver a China pasaría por San Francisco y haría una escala lo bastante larga como para ver a mi madre. Yinan decía que era lo único que quería antes de morir. Mi padre me pidió que no avisase a mi madre; me parece que tenía miedo de que se negase a verlo.
Después de haber llevado una vida de acción, temeraria y con frecuencia irreflexiva, lo que ahora quería mi padre era terminarla plácidamente. Ansiaba morir en paz. Pero sabía que no tenía muchas posibilidades de lograrlo.
Lo más probable era que a todo hombre que hubiese ejercido más poder del que le correspondía, el destino le tuviese reservado un final turbulento. Él solía pensar en la muerte del caudillo Sun Chuan-fang, a quien tanto denostara Li Bing cuando vivían en Hangzhou. Había sido una figura poderosa y brutal que, por haber matado a demasiada gente en sus comienzos, era recordado por muchos de los que dejó con vida. Tras caer derrotado a manos de Chiang Kai-chek, se había arrepentido de su comportamiento y se había convertido en un budista devoto. Refugiado en una remota ciudad del norte, confiaba en pasar desapercibido y que lo olvidasen. Pero algunos no se habían olvidado. Un día, mientras rezaba, una mujer entró en el templo. Era la hija de un general que él había mandado ajusticiar. Se llamaba Shih Chien Ch'iao, Espada Prodigiosa, y, decidida a vengar la muerte de su padre, había terminado averiguando su paradero. Lo mató de un disparo en la nuca.
La primera vez que Li Ang vio a Yao fue en Hangzhou. Yinan y él estaban de pie en la habitación cuando de repente entró el chiquillo. A Li Ang se le cortó la respiración. Hacía muy poco que se había enterado de que tenía un hijo. Vio a un niño alto y guapo cuyas facciones oscuras delataban que era de sangre Li. Cuando el niño lo vio a él, se le hincharon altivamente las aletas de la nariz -herencia de los Wang- y entreabrió los labios, unos labios lindos y carnosos que de pronto se curvaron en un puchero y dieron paso a airadas lágrimas. Entonces Yao, abrumado, se dio media vuelta y salió del cuarto. Yinan corrió tras él. Li Ang no los siguió. No le había dado nada a Yao salvo su simiente. Y desde ese día no dejó de tener la sensación de que miraba a su hijo como por una ventana. ¿Cómo no iba a ser así? ¿No merecía recibir algún tipo de castigo por haber abandonado a sus hijas? Se recordó a sí mismo que, cuando las dejó, no tenía constancia de la existencia de Yao. Pero, en cualquier caso, las había abandonado, y en su lugar ahora se encontraba con un niño que no sabía nada de él salvo que había sido un general nacionalista.
Yinan se iba a morir enseguida y él se quedaría solo y arrodillado frente a todo lo que había hecho. Li Ang venía sospechando, desde hacía mucho, que él seguiría adelante, que su cuerpo, de alguna forma, estaba protegido, blindado. De joven, la más profunda de sus convicciones siempre había sido la de que gozaba de invulnerabilidad física. Más tarde pudo constatar que no escaparía a los estragos de la experiencia y el recuerdo. Así y todo, le había aguantado el cuerpo. Las cicatrices relucían en su piel; le faltaban piezas aquí y allá. Ahora se daba cuenta de que los estragos más cruentos de la vida eran invisibles. Quienes detentaban el poder siempre lo habían sabido. Habían borrado de la faz de la tierra a muchos hombres, los habían aniquilado sin dejar rastro; y a los torturados los habían torturado de tal forma que las peores cicatrices no se les veían.
Junan también había ostentado una especie de poder, y lo había ejercido sin la menor señal de arrepentimiento. Seguro, pensaba Li Ang, que en algún lugar ella también tendría las mismas cicatrices, los mismos recuerdos atormentados. Ahora él iba a darle la amarga noticia de la enfermedad de Yinan. Tal vez eso la ablandase y le hiciese ceder a sus súplicas. Pues ¿acaso el más curtido y veterano de los generales no siente un instante de compasión al enterarse del infortunio de su antiguo enemigo?
En el avión a San Francisco mi padre dormitaba y hacía por leer el periódico, pero los ojos le engañaban de manera que ciertos caracteres le parecían componer el nombre de Junan. Eso le hizo tomar conciencia bruscamente de lo que estaba haciendo. No quería verla, pero había prometido hacerlo. Le daba pavor encontrarse con ella, pero cada minuto que pasaba la tenía más cerca.
Quedó con el taxista en que se bajaría antes de tiempo para poder andar y tranquilizarse. Más tarde, me contaría por carta que California le pareció demasiado perfecta para ser real, con aquellas calles impecables iluminadas por el sol y las casas tan nuevas que los árboles aún no habían crecido y tenían unas ramas y unos troncos tan suaves y estilizados como gargantas de niña. La sombra de mi padre, encorvada y hueca, vibraba sobre el asfalto.
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