Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Iba a cumplir los dieciséis: pronto entraría en edad casadera. Mi madre casi nunca hablaba de Chanyi, pero yo intuía que mi abuela había muerto en circunstancias trágicas. Suicidarse no era el destino de mi madre -era demasiado fuerte para eso- pero, así y todo, había hecho frente a la desdicha de ser mujer y eso la había cambiado. Yo me preguntaba qué iba a ser de mí. ¿Cuál sería mi destino? ¿Cuándo tendría que encarar el desafío que había acabado con mi abuela y curtido a mi madre? ¿Cuándo experimentaría el terror, aparentemente genético, que poseía a todas las mujeres de nuestra familia? ¿Lo encontraría por mi cuenta o me vería acorralada en un matrimonio con un hombre escogido por mi madre? Recordaba la infelicidad de mi tía, la música doliente que sonaba en su fonógrafo. Me acordaba de cómo susurramos todos cuando perdió a su prometido. ¿Fue su desventura lo que la condujo por ese camino? ¿O habría sido igual de desdichada casándose con Mao Gao?

Supe que eran nuestros cuerpos los que nos arrastraban a esas simas de la desesperación. La pasión y el deseo, ésos eran los tétricos acicates que nos espoleaban. La pasión había colocado a mi madre a merced de mi padre. La pasión había derrotado a Yinan, la había hecho sucumbir, la había obligado a traicionarnos a todos. La pasión se había adueñado de mi padre, aunque yo no soportaba pensar en ello. Me superaba. Los pezones se me pusieron morenos y puntiagudos, los pechos redondos, y mis axilas comenzaron a desprender un olor acre y adulto. Según me cambiaba el cuerpo, comencé a tener miedo de que mis deseos se apoderasen de mí.

Poco antes de cumplir los dieciséis, mi madre y yo fuimos en taxi a la vieja zona británica para encargar un par de zapatos nuevos para el colegio.

El coche avanzaba lentamente por la congestionada calle. Nos rodeaban muchas personas, que Hu Mudan habría descrito como gente abandonada por el destino. Vi una campesina en cuclillas y con una taza delante, tan mal alimentada que el pelo, quebradizo y falto de nutrientes, se le había vuelto bermejo. Vi un hombre de unos treinta años, sin un solo diente, pidiendo limosna en un cruce. Mi madre miraba hacia adelante, sin ver nada de eso. Ya me había dicho una vez que ella no podía dar de comer a todo el mundo. Ahora, sentada a su lado, me preguntaba cómo no se le partía el alma viendo el hambre y la miseria de esas gentes. ¿Cómo podía guardarse para ella sola su casa, sus posesiones, su oro?

Pasamos por delante de un grupo de acróbatas callejeros. Dos hombres sostenían entre las manos a un tercero en equilibrio como si tal cosa. Me fijé en uno de los miembros de la troupe , un hombre musculoso, con el pelo cortado al rape y una sonrisa ausente congelada en el rostro. No podía quitarle los ojos de encima a aquel personaje, felizmente inabordable al otro lado del cristal.

Miró hacia mí. Era mayor de lo que aparentaba. Me calibró con unos ojos rodeados de sombras. Niña rica que vas en coche, parecían decir con expresión divertida, ¿qué pensamientos te remuerden?

– No te quedes mirando -dijo mi madre entre dientes-. ¡Recuerda de quién eres hija!

Un impulso rebelde me soltó la lengua.

– ¿Y qué? -le espeté- Pues anda que somos pocos…

Me cruzó la cara con la mano abierta y le dijo al taxista que diese la vuelta. Al llegar a casa, me mandó a mi cuarto, y allí me quedé, apretándome la mejilla con un vaso de agua fría y experimentando una sensación de triunfo e inquietud, la lógica consecuencia de haber revelado lo que sabía.

Poco después, Pu Taitai nos llevó a Hwa y a mí a la primera sesión de una película americana, Juana de Arco. Había unos señores que vendían cacahuetes y chocolatinas americanas. Me resultó muy difícil seguir el diálogo. Mi madre me había dicho que no leyese los subtítulos porque quería que practicase inglés. Así que me las vi y me las desee para entender el argumento. Juana de Arco era una chica muy valiente de duras facciones occidentales que iba vestida de hombre y que dirigía sus tropas a la batalla.

Alguien me tocó los dedos y colocó la mano alrededor de la mía. Pu Li me estaba cogiendo de la mano. Miré a Pu Taitai de reojo; no parecía darse cuenta. Pensé que Hwa lo habría visto, pero enseguida volvió a fijar los ojos en la pantalla.

Pu Li me daba muchísima pena. Su padre había muerto al cruzar las montañas volviendo de Birmania -lo mató la malaria a pesar de los esfuerzos que hizo mi padre por sacarlo de allí- y desde entonces yo sentía un respeto reverencial por él. Mi propio padre había caído herido, pero seguía con vida. La muerte de su padre hizo de Pu Li un niño sagrado cuyo estatus de huérfano había que proteger a toda costa. Pu Li me había adelantado a lomos de su caballo y había entrado en batalla. En cierto modo, se había llevado el golpe que iba dirigido a mí. Si ahora le pasaba algo, si yo lo lastimaba de alguna forma, nada me libraría de ocupar su lugar, nada libraría a mi padre de la muerte.

Miré hacia adelante toda modosita, pero las imágenes se esfumaron de la pantalla. En lugar de la película vi a mi tía Yinan, triste y pálido el semblante, diciéndole a mi madre que no podía vivir con nosotras. Vi el rostro inflexible de mi madre. Apreté la mano de Pu Li con fiereza, consumida por un deseo que no podía expresar con palabras. Pero su manera de tocarme no iba más allá de la mera cortesía, como el gesto educado de un embajador extranjero. No pasó nada. Cuando terminó la película, le solté la mano.

Esa misma semana me encontré debajo de la almohada un sobre cerrado con mi nombre escrito. Las únicas que podían haberlo puesto allí eran mi hermana o Weiwei. Por un instante, dudé de si sería cosa de Pu Li: hasta llegué a desearlo. Pero lo tenía muy calado como para creer que fuese a venirme con secretitos. Era un chico práctico. No le hacía falta ocultar sus intereses; podría perfectamente hablarlo con nuestras madres y obtener su permiso para que nos viésemos a solas. Seguro que era el mensaje de un admirador anónimo, algo que a menudo le ocurría a la heroína de mi folletín favorito. Manché el sobre con el sudor de los dedos; estaba demasiado nerviosa para abrirlo. A la mañana siguiente, lo metí entre las hojas del libro de historia y me lo llevé al colegio. Una vez allí, pedí permiso para ir al servicio, rasgué el sobre y desdoblé la hoja de papel. Aquella letra desconocida me confundió durante un breve instante antes de que los toscos ideogramas saltaran del papel.

Señorita:

Esta semana estoy en Shanghai en viaje de negocios. ¿Podría encontrarse conmigo mañana (miércoles) a eso de las cuatro en el Café GG?

Hu Ran

El plan para quedar con Hu Ran exigía contar con la complicidad de Hwa.

– ¿Y qué pasa con Pu Li? -preguntó.

– Eso digo yo, ¿qué pasa? -le contesté.

Hwa sacudió la cabeza pero me prometió decirle a mi madre que al salir de clase me había quedado jugando al baloncesto. La mentira funcionó gracias a mi estatura, aunque cualquiera que entendiese de deportes habría visto que yo era demasiado indecisa y despistada como para hacer otra cosa que defenderme de un balón volante. Mi madre, que no tenía ni idea de deportes, creía que el baloncesto podría enseñarme a no ser tan rara.

Dejé que Hwa se subiese sola al autobús del colegio y yo cogí otro para recorrer un kilómetro escaso, luego me apeé y fui caminando las últimas manzanas antes de llegar al barrio francés. Las piernas me temblaban de pánico a cada paso que daba. Respiré hondo, profundas bocanadas de aire frío salpimentado de humo de carbón y olor a guisos. Llevaba mucho tiempo deseando salir sola por la ciudad, lejos de mi madre y de todo lo que me reprimía, y, sin embargo, ahora que estaba en la calle, inmersa en ella, me sentía invisible, o distante, como si estuviese al margen, como si siguiese contemplándolo todo a través de un cristal. La calle era un hervidero de actividad y rebosaba una cruel belleza. Había mendigos sentados bajo los flamantes carteles que anunciaban el año del Buey. Un viejo calesero de músculos delgados como cuerdas, tiraba de un carrito en el que iba sentado un ricachón cuya barriga le sobresalía por los bordes del chaleco bordado. Por todas partes se veían personas acarreando mercancías, agobiadas bajo el peso de sus bolsas y canastas repletas de valiosos artículos tales como arroz, chiles y aceite de cacahuete. En lo alto, ristras de ropa tendida flameaban como banderolas.

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