Lan Chang - Herencia
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Una noche de finales de verano me desperté en el refugio antiaéreo. Lo primero que sentí fue una breve desorientación, al recobrar la conciencia a oscuras. Después busqué a mi madre y hermana. Hwa dormía a mi lado, pero mi madre estaba despierta. De pie, a escasos metros, hablaba con una mujer extraña. Estiré el brazo para tocarle el tobillo. En la oscuridad, sentí lo tensos que tenía los músculos; era toda atención.
– Espera -dijo-, tengo que hablar con la niña. -Se agachó y me rodeó con sus largos brazos-. Estate quieta -me dijo- y presta atención: tienes que quedarte aquí y ser buena.
– ¿No puedo ir contigo?
– No.
– ¿Y qué pasa con meimei ?
– Hwa está durmiendo. Tienes que quedarte aquí, ser buena y esperar a que yo vuelva. Le he pedido a Pu Taitai que os vigile. Pórtate bien y quédate con Pu Taitai.
– ¿Adónde vas?
– Aquí cerca. -Me puso la mano en el hombro-. Quédate aquí con Hwa.
Se dio la vuelta y le dijo a Pu Taitai que se iba.
– Hao -dijo Pu Taitai.
Mientras se alejaban, oí preguntar a mi madre:
– ¿Dónde está?
– Más adelante, por el túnel de la izquierda.
Y desaparecieron. Hwa seguía durmiendo a mi lado. Le toqué el hombro.
– Hwa -susurré-. Despierta, Hwa. Despierta.
Pero se limitó a bostezar, se dio la vuelta y volvió a zambullirse en el sueño.
– Déjala tranquila -dijo Pu Taitai, tirando de mí hacia su regazo. Sentí que me asfixiaba el olor de su perfume de sándalo-. Ven a sentarte un rato conmigo -dijo-. No te preocupes, que Dios nos protegerá.
– Hola, Wong -musitó Pu Li-. No tengas miedo.
Había llovido mucho desde la época en que mi tía y yo nos burlábamos de él por no saber ni dónde tenía la cabeza.
Pu Taitai me rodeó la cintura con ambos brazos.
– No debo quitarte el ojo de encima -me dijo-. Tu madre es muy amiga mía, ya lo sabes.
A veces me quedaba viendo a Pu Taitai y a las demás mujeres jugar al mahjong con mi madre. Pu Taitai andaba siempre preocupada por su marido, y las demás siempre hacían por consolarla. Mi madre era diferente a todas, más guapa, con su cara serena y ovalada y su cuello blanco. Y también más fuerte. No le iba con penas a nadie. Yo sabía que Pu Taitai pensaba que mi madre era su amiga porque le prestaba dinero para apostar. Pero no creo que mi madre, por su parte, pensase otro tanto.
Pu Taitai siguió hablando.
– Algunas mujeres de nuestro grupo están convencidas de que tu madre, en una vida anterior, fue hombre -dijo-. Juega como un hombre. Yo la admiro mucho, hasta cuando me gana. Antes de irse al sur, mi marido solía decirme: «¿Cómo, que ya tengo que darte más dinero? ¿Has vuelto a jugar con Li Taitai?». Pero yo se lo explicaba: «Es que es más lista que todas nosotras».
Hizo una pausa y aguzó el oído con nerviosismo.
– Tu padre estaba a cargo del abastecimiento -prosiguió- y tu madre podría haber tenido lo que se le antojase, pero yo vi lo que comíais y era tan simple como lo que comíamos nosotros.
No dije nada. Pu Taitai no sospechaba la verdad. Mi madre era demasiado lista como para llamar la atención viviendo a lo grande. El estraperlo -de cigarrillos, de medias, de penicilina- floreció durante la guerra, y a mi padre, de cuando en cuando, le caía en las manos alguno de esos productos. Mi madre, mediante una ingeniosa alquimia, se había encargado de transmutarlos en oro.
Acababa de callarse Pu Taitai cuando oímos el rumor inconfundible de un avión.
– Dios nos protegerá -susurró. Pero me di cuenta de lo asustada que estaba. Traté de zafarme de sus brazos.
– No tengas miedo -añadió Pu Li. Aun en el refugio antiaéreo, seguía siendo un niño reposado e imperturbable. En el recreo hablaba con la misma parsimonia que en clase y ahora, bajo tierra, lo hacía exactamente igual que en el recreo.
Se oía un runrún sordo, cada vez más cerca.
Pu Li susurró:
– No te preocupes, Hong, que estoy aquí.
Pu Li me caía bien pero no me apetecía que me tranquilizase. Intenté separarme de él, pero no veía adónde ir.
– Yo te protegeré, Hong.
Me encogí de hombros.
– Es lo propio. Un día seremos marido y mujer.
– De eso nada.
Había conseguido captar mi atención.
– Que sí, Hong. Que tu madre le ha dicho a la mía que sí.
¿Sería posible? Algo en su voz me dijo que no estaba mintiendo. A nuestro lado, Hwa roncaba ligeramente. Me solté de un tirón de Pu Li y salí como una flecha en la dirección que había tomado mi madre.
– ¡Hong! -oí gritar a Pu Taitai-. ¿Adónde vas? ¡Vuelve con nosotros!
Los demás le chistaron para que se callase. Me abrí paso en la oscuridad, tropezando con personas y con sus pertenencias. Nadie me detuvo ni reparó siquiera en mí. Giré a la izquierda como había hecho mi madre; sentía, olía su presencia, un poco más adelante. Allí estaba. Su mano blanca y alargada resplandecía bajo la luz mortecina de un farol con pantalla. Me acuclillé, esforzándome por atisbar entre un espeso bosque de piernas.
Se oyó un sonido sobrenatural procedente de aquel escondrijo. ¿Eran sirenas? Me puse en guardia, medio esperando que llegase mi madre y me lo explicase. Entonces volvió a oírse el sonido, como un lamento en la oscuridad. Tardé un cierto tiempo en percatarme de que estaba oyendo a un ser humano, una voz de mujer que se elevaba hasta estallar en un aullido ininteligible de dolor. Las palabras así vociferadas reverberaban, borrosas y retorcidas, en los muros.
Entonces la voz empezó a hablar. Era una voz trémula, de otro mundo, pero al mismo tiempo me resultaba familiar. No identifiqué al hablante.
– Tengo miedo -dijo la voz.
– Chsss -oí que decía una vieja-. Enseguida terminamos.
Luego dijo algo en el dialecto local. La vi estirar la mano y coger un brazo, subirle la manga y sujetarle la muñeca con el pulgar y el índice. Una muñeca esbelta, como el estambre de un flor.
– Tiene el pulso acelerado, y muy fuerte.
– ¿Y eso qué significa, Cho Puopuo? ¿Puedes controlárselo?
– Tenemos que sacarle la sangre que le sobra. Necesitamos sanguijuelas.
– Imposible.
– Entonces agua caliente.
– No podemos arriesgarnos a hacer humo.
La tal Cho Puopuo, que estaba en cuclillas, era una mujer diminuta con un protuberante labio inferior.
– Traed la vajilla -dijo-. Hay que sajar el cordón con porcelana recién rota para que el corte sea limpio. -Volvió a tomarle el pulso-. Cortad un trozo de tela en tiras.
Me metí detrás de una maleta, donde nadie podía verme. Debí de quedarme un rato dormida porque cuando volví a mirar, el corrillo de mujeres se había desplazado, despejándome la perspectiva de la escena. Mi madre y otra mujer estaban de pie junto al paciente. Entre sus piernas alcancé a ver un semblante humano, un rostro de mujer transido de dolor, con los ojos desorbitados, en blanco.
– Jiejie, por favor, lo siento.
Era mi tía. Yinan, la dulce Yinan. Ahí estaba, presa del dolor, tal vez agonizando. Quería ayudarla pero me quedé quieta, por el miedo. Y la cara de mi madre seguía tan blanca y delicada como el polvo.
– Por favor, ¿me perdonas?
– Empuja -dijo Cho Puopuo.
– Por favor -dijo Yinan, casi murmurando-. Si lo has perdonado a él, ¿no podrías perdonarme a mí también?
En las profundidades del silencio, la voz de mi madre resonó fría como el hierro.
– Tú eres mi hermana -dijo-. Él sólo es un hombre.
– Empuja.
Le sobrevino una tiritona espantosa y prolongada, y de nuevo comenzaron los gritos. Esta vez, sin embargo, logré distinguir las palabras. «¡ Jiejie ! ¡ Jiejie ! ¡ Jiejie ! ¡ Jiejie …!» Era el sonido de alguien que había perdido toda esperanza. Chistaron desde todos los rincones: la oscuridad bullía de siseos. «¡Que se calle! ¡Haced que se calle!» Entonces, un estallido enorme ahogó todo sonido. Fue como si estuviésemos metidos en un tambor gigantesco.
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