Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Hu Ran bajaba con soltura las escaleras de la ciudad. Yo le seguía más despacio, cuidando de no mancharme de polvo los zapatos nuevos, con la vista fija en los codos cuadrados y morenos que le salían de las mangas de la camisa. El bajo de los pantalones se le subía hasta la mitad de las robustas pantorrillas. Me explicó que no tenía ropa nueva porque su madre le estaba pagando el colegio. Era mucho más alto que los demás niños, pero no le importaba. Quería aprender a leer. Todos los días, al salir de clase, alquilaba una bicicleta para sacarse un dinero haciendo recados. Los dos peniques de la bici llegaban a rendirle hasta siete peniques de beneficio. Con eso se compraba su propia tinta y material escolar, y estaba ahorrando para comprarse su propia bici.

Sus modales eran de lo más naturales y amistosos, pero mientras me hablaba de esas cosas -de su colegio, de sus peniques, de la bicicleta- yo me retraje. Me sentía excluida de su nueva vida. Y estaba claro que sabía más de Yinan que yo. ¿Cómo podía él tener derecho a saber cosas de mi tía cuando a mí, que era su favorita, me habían dejado de lado?

Luego estaba el tema de los cambios físicos. Antes Hu Ran olía simplemente a salado, como todos los chicos, pero ahora desprendía un olor tan desconcertante que tuve que desviar la mirada. Ahí estaba de nuevo -el misterio de aquella tarde detrás del sauce-, sólo que esta vez yo ya era lo bastante mayorcita como para saber que no había lugar decente al que dirigir mi curiosidad.

– Has cambiado -le solté.

Hu Ran asintió con la cabeza.

– Son las raciones extra de los americanos. Crecí quince centímetros en un solo año. -Miró hacia el río-. Todos te echamos de menos. Sobre todo tu ayi.

– Parece diferente.

Quise decir más pero algo me cerró la garganta.

Hu Ran se quedó mirando un junco vacío que parecía navegar por encima del agua.

– Se encuentra bien -dijo él-. Tiene un trabajo. Y por las noches sigue escribiendo poesías.

Los ojos me escocían de las lágrimas.

– ¿Qué más cosas sabes? -le pregunté.

– ¿Qué es lo que no te han contado?

– No sé nada.

– Va a tener un hijo.

Me quedé parada y lo miré fijamente.

– ¿Cómo es posible?

– ¡No te lo puedo decir! -exclamó Hu Ran, ruborizado.

– Volvamos a casa -dije yo, presa de un pánico que no era capaz de expresar.

Subimos las escaleras en silencio. Hu Ran llegó a casa unos cuantos pasos por delante de mí y se detuvo en el umbral. Pegó la oreja y entonces me indicó por señas que me alejase. Pero yo ya no aguantaba que me siguiesen protegiendo ni un minuto más. Atravesé el barro y llegué hasta la ventana abierta.

Yinan y mi madre estaban sentadas una enfrente de la otra. Mi madre había sacado la tetera buena y sonreía gentilmente a mi tía como si fuese una invitada de honor. Al observarlas, sin embargo, me dio la impresión de que estaban enzarzadas en un curioso combate. Mi madre se parapetaba tras un muro de simpatía y desenvoltura. Yinan, sentada enfrente, agarraba con fuerza los brazos de la silla y, frunciendo el entrecejo en un gesto entre afligido y resuelto, se inclinaba hacia mi madre. Hu Mudan se mantenía al margen, con los ojos apretados, como si tuviese jaqueca, escuchando y meciéndose en la silla.

– No puedo quedarme -se disculpó Yinan-. Rodale Taitai me necesita. Pero debo hablar contigo y contarte lo que pasó. Cuando me haya confesado, tendrás que decidir si todavía puedes perdonarme.

– Pues claro que te perdono. Son cosas que pasan a diario, meimei.

– No, no son cosas que pasan a diario.

– Que sí, mujer, no te preocupes. Igual te crees que estoy enfadada, pero no has de preocuparte. ¿Qué te crees, que no he visto u oído algo así antes? No podías evitar que ocurriese; fue cosa de la cercanía.

– No.

– Es normal que te sientas confundida; ya se te pasará -dijo mi madre-. Es como un catarro fuerte.

– Por favor, jiejie.

– Puedes quedarte aquí hasta que des a luz. Luego te buscaremos un buen hombre. En los tiempos tan descabalados que corren, nadie te reprochará nada. Puedes olvidar este incidente, hacer borrón y cuenta nueva.

– No puedo vivir aquí.

Mi madre encogió sus gráciles hombros.

– Ya te lo he repetido cien veces: que estás perdonada.

– Déjame que te cuente lo que pasó, por favor.

– Me lo imagino.

– No es lo que tú te piensas. Las cosas… cambiaron mientras estaba allí.

– No, meimei. Eres demasiado cándida para entenderlo -dijo mi madre, echando la cabeza hacia atrás, más hermosa que nunca, y escudriñando a mi tía a través de las pestañas-. ¿Te preocupa que él esté en casa? Pero si no está ni en el país…

– No -dijo Yinan entre sollozos-. No estoy pensando en él. Ése fue mi destino y ahora mi vida está destrozada. Pero eso no me importa, no como tú piensas. Eres tú quien me importa, jiejie. Por favor, escucha qué es lo que te pido que me perdones. Cuando me pediste que lo mantuviese ocupado yo no te entendí. Pero cuando llegué a su casa y lo vi, entonces sí que lo supe. Supe qué era lo que esperabas. Y las cosas cambiaron. Él cambió. Yo cambié.

– Ya te he dicho que eso ahora no importa.

– Me convertí en una persona.

– Qué tontería.

– Ya no soy más tu meimei.

– Eso es ridículo. Somos familia -dijo mi madre.

– Y Li Ang es tu marido -replicó Yinan con voz apenas audible.

Cuando mi madre oyó ese nombre, se le demudó el semblante en una extraña expresión. No dijo nada, pero alzó la cabeza ligeramente, como si estuviese pendiente de escuchar la manifestación de una fuerza que siempre hubiese temido pero se negase a nombrar.

Sus miradas se cruzaron. También Yinan estaba esperando. Respiró hondo.

Jiejie -dijo-, ¿por qué crees que decidió marcharse de Chongking e ir a Birmania?

El rostro de mi madre se cerró como la superficie de un lago. Permaneció uno, dos segundos con los ojos cerrados. Cuando habló, la voz le salió atonal, áspera.

– Recibió órdenes. Del general.

Yinan, extenuada, se dejó caer sobre el respaldo.

Por un momento no hubo la menor evidencia de la herida: ni sorpresa ni arrugas de angustia, sino un semblante completamente terso y hermético. Era como si a mi madre se le hubiese congelado la cara. Habló en un tono desabrido.

– No necesito que me digas cuáles fueron sus motivos -dijo-. Ve a «convertirte en persona» con otro hombre. Yo te consigo otro soldado, si eso es lo que te gusta.

– No , jiejie. Adiós , jiejie.

Casi no escuché lo que se dijeron. Yinan se levantó con ciega dignidad y fue hacia la puerta. Oí cómo se cerraba y el eco de sus pasos, lentos y aturdidos, por el sendero. Entonces me acordé de mis zapatos: demasiado tarde. Los barrizales bajo las frondas me los habían echado a perder.

Dentro de casa, Hu Mudan recogía su cesta.

– Vete de aquí -dijo mi madre-. Deja de entrometerte en mis asuntos, y llévate a ese mocoso.

Hu Mudan obedeció. Cuando llegó a la puerta, se volvió tranquilamente hacia mi madre.

– Te conozco desde que llevabas calzones abiertos -dijo. Su voz seca quebró el exhausto aire de la sala-. Tienes miedo de que el bebé sea un niño.

Y ya no hubo más visitas ni más menciones a mi tía. Nuestra única compañía era la de las mujeres del mahjong. Hwa observaba las partidas. Mi madre me mandó fabricarme un par de zapatos de repuesto y me puse manos a la obra, sentada en el dormitorio, acompañada por el repiqueteo incesante de las fichas. A mis siete años, trataba de repasar mentalmente los fragmentos de conversación que había oído. Me pediste que lo mantuviese ocupado. Clic. Es como tener un catarro fuerte. Clic-clic. Me convertí en una persona. Clic. Recibió órdenes. Del general. Ahora mi madre tenía miedo de Yinan. ¿Cómo era posible?

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