Lan Chang - Herencia
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Enmudecida por la repentina felicidad y vergüenza, no dije nada.
– Hola, Xiao Hong. ¡Cómo has crecido! Hu Ran está aquí, en Chongking. Seguro que le encantaría verte. -Hu Mudan me examinó-. Es igualita que tú -dijo, mirando a mi madre. El comentario era de lo más incorrecto, hasta yo me di cuenta. Todo el mundo decía que yo había salido a mi padre.
– Ésta es Hwa -acerté a decir.
– Hola, meimei.
Hwa frunció el ceño. Apartó la cara y se refugió entre las piernas de mi madre.
– Tú no puedes llamarme así -dijo.
– ¿Cómo debería llamarte?
– Tú no eres de mi familia y no tienes derecho a llamarme así.
Hu Mudan se rió.
– Ésta es más parecida a ti todavía -dijo.
Esa vez fue mi madre quien puso cara de pocos amigos.
– ¿Y dónde está tu meimei , Junan?
La pregunta cayó como una piedra. Mi madre se removió en la silla.
– Yinan ya no vive con nosotros.
– ¿Por qué no?
Mi madre suspiró y levantó una mano, larga, blanca, en un ademán indefinido.
– Pasó varios meses aquí, sola -dijo-, llevándole la casa al coronel. Dice que es por algo que hizo. Pobre Yinan. Es muy joven. Yo le dije que no se preocupase, que no importaba, pero ella insiste en tomárselo todo muy en serio.
Sonrió como si Hu Mudan fuese a entenderlo perfectamente.
Pero Hu Mudan no le devolvió la sonrisa.
– ¿Dónde está Yinan? -preguntó de nuevo.
– Dice que no quiere recibir visitas.
– Vergüenza debería darle -dijo Hu Mudan-. Todos estos años he estado pensando en ella. Está fatal eso de no querer ver a las viejas amistades. Es una verdadera vergüenza que viváis separadas. No es lo que habría querido tu madre.
– Ojalá te oyese Yinan. -Mi madre se inclinó hacia Hu Mudan como si fuese a hacerle una confidencia-. Se ha puesto como una loca, y por una tontería.
– Igual necesita que alguien escuche su versión de los hechos.
Mi madre volvió a sonreír.
– Gracias por venir -dijo-. Si necesitas cualquier cosa, ya sabes dónde estamos.
– Tal vez debería ir a verla.
– Gracias por pasarte a vernos.
El silencio se podía cortar con un cuchillo. Hu Mudan se agachó hacia mi hermana y le chasqueó la lengua; Hwa desvió la mirada. Mi madre se puso tensa, deseando con toda el alma que Hu Mudan se marchase. Yo quería que Hu Mudan resistiese. Necesitaba que se quedase y me ayudase a entender el desconcierto en que estábamos sumidas. Pero mi madre ya había tomado una decisión.
Hu Mudan echó a andar hacia el poniente. Iba tan tensa que no podía ni levantar la mano para protegerse los ojos.
No se relajó hasta llegar a las escaleras. Las bajó muy despacio; de repente, se sentía fatigada. La ciudad giraba alrededor de ella: bajo sus pies, la empinada escalera; más abajo, el Jialingjiang en sombras. Largos rayos rojos y anaranjados relumbraban en las tejas polvorientas y en las casas parcheadas y construidas sobre pilotes. Lo único que podía hacer Hu Mudan era concentrarse en sus propios pasos: decidida a cuidar de sí misma, miraba dónde pisaba. No reparó en las personas sentadas en las escaleras ni movió un dedo para sacudirse el mosquito que se le posó en el brazo.
Llevaría andado medio kilómetro en dirección al río cuando oyó que alguien corría tras ella. A nadie se le ocurriría llevar prisa con ese calor; y muchos tampoco se arriesgarían a sufrir un accidente bajando a la carrera esas escaleras atiborradas de gente. Hu Mudan se dio la vuelta. Allá en lo alto vio a Weiwei, asustada, con el rostro bañado en sudor.
– Hu Mudan… -Weiwei se esforzó en recobrar el fuelle-. Me ha mandado al mercado…
Hu Mudan se quedó a la espera.
– … y he pensado que igual bajabas por este camino.
Weiwei se quedó sin aliento. Tiró a Hu Mudan de la manga, sin pronunciar palabra, y a ésta la embargó la tristeza. Nunca le había tenido mucho aprecio pero ahora, asintiendo con la cabeza, clavó los ojos en el rostro envejecido de la mujer. Weiwei se arrimó a ella y le dijo:
– Sé dónde está. Vive con Rodale Taitai, una señora americana, en la vieja carretera de la Plaza del Pozo, cerca de la Puerta del Dragón Vigilante. Hazle una visita. Se sentiría mucho mejor si viese a alguien conocido.
La Puerta del Dragón Vigilante quedaba un poco más adelante, siguiendo el curso del río. Cuando Hu Mudan llegó a la plaza, preguntó por la americana, Rodale Taitai. Aunque nadie la conocía personalmente, todo el mundo sabía dónde vivía. Le explicaron que era una misionera que se había casado con un chino. Aunque nunca armaba escándalos, más allá de pasearse por la calle del brazo de su marido, era bien conocida en el vecindario, donde todavía se la llamaba «Rodale Taitai» por su nombre de soltera, Kate Rodale. Como no era china, no se mezclaba con las demás, y como se había casado con un chino, las esposas de sus compatriotas no terminaban de aceptarla del todo. Estaba apartada de todo el mundo, aunque empeñada en vivir entre ellos; una mujer grandota y sombría, algo envarada y siempre con aspecto asustado.
La verdad es que jamás habría podido integrarse en el ambiente. Tenía la piel blanca -pero blanca de verdad, no rubicunda, como aquellas caras británicas que Hu Mudan veía a veces en Hangzhou- y los ojos extraordinariamente grises, casi incoloros. A Hu Mudan no le entraba en la cabeza que un chino se hubiese casado con una mujer así. Tenía curiosidad por conocerlo y ver cómo era.
Rodale Taitai hablaba chino con parsimonia y claridad. Hu Mudan observaba cómo su boca fina y descolorida formaba las palabras en mandarín y escuchaba fascinada; era como ver hablar a una piedra. Por su forma y color se asemejaba a una piedra, y el idioma premioso y lógico en el que se expresaba bien podría ser el que hablasen las piedras. Le estaba diciendo que Yinan no estaba. Que había salido a hacer un recado, pero que podía esperarla dentro y charlar con ella cuando llegase.
Bajo el porte solemne de Rodale Taitai, Hu Mudan adivinó cierta garra. Debía de tener un temple aventurero para vivir tan lejos de su tierra. Además, se preocupaba por Yinan y parecía estar deseando hablar de ella.
– Lleva aquí menos de un mes. Le he preguntado mil cosas pero no le gusta hablar, y cuando habla, no siempre acierta a explicarse de forma que yo pueda entenderla.
Hu Mudan la miró de hito en hito y la instó a seguir hablando.
– Madame Hsiao me pidió que la acogiese. Yinan se negaba a quedarse a menos que la contratase como señorita de compañía, para que pudiese ganarse el sustento.
– Qué paciencia debe de tener usted.
– Ya sé a lo que se refiere. Le cuestan un poco las tareas del hogar. Pero es inteligente e interesante. Me viene bien estar acompañada. Últimamente mi esposo anda muy ocupado. Por mucha ayuda que yo quiera prestarle, por mucho que me niegue a convertirme en una de esas mujeres chinas que se queda sentada en casa -y ya sé que usted no es de ésas, salta a la vista-, es innegable que, en los tiempos que corren, el deber de una mujer es quitarse de en medio y no suponerle una carga al marido.
Hu Mudan hizo caso omiso de esas palabras. No le veía sentido a toda esa polémica interminable sobre las diferencias entre la concepción que occidentales y chinos daban al papel de la mujer. Todo ese asunto no era más que la cháchara ociosa de gente a quien le sobraba tiempo para pensar y le faltaba trabajo en que ocuparse. Demasiado ajetreada andaba ella intentando ganarse la vida como para tener que preocuparse de esos asuntos.
– ¿Qué es lo que ha pasado?
– Lo que sé me lo contó Madame Hsiao. Me explicó que Yinan es de muy buena familia y que ella no tiene la culpa de lo que les ha ocurrido. Parece ser que la hermana de Yinan -es su hermana mayor, ¿no?- es la mujer de Li Ang y la única familia que le queda a Yinan. Estaban muy unidas. Si le soy sincera, es un alivio que haya aparecido usted. Yinan necesita del consuelo de una amiga.
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