Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Años después, al recordar aquella noche y analizarla como si le hubiese ocurrido a otro, le parecía que, durante un breve instante, él había estado presente, separado de ella. Pero entonces, cuando trataba de evocar lo que sucedió a continuación, sentía como si lo hubiesen arrastrado al silencioso interior de un sueño, tan profundo, plácido y envolvente como el agua.

Ningún sonido, nada que comprender, sólo agua.

A la mañana siguiente, Li Ang se lavó a conciencia y salió del apartamento con grandes esperanzas de que por la noche, cuando regresase a casa, las aguas hubiesen vuelto a su cauce y él y Yinan volviesen a ser como hermanos. Seguro que ella no se lo contaría a nadie. Pronto la casarían y sería como si no hubiese pasado nada.

Pero a medida que pasaban las horas notó que perdía la concentración. A mediodía, durante el almuerzo con Pu Sijian, se rió y asintió atentamente con la cabeza, pero no por ello dejó de advertir, en todo momento, cómo se ausentaba de la escena, cómo su mente, poco a poco, se escabullía de allí. Por la tarde revisó un montón de cartas. Era incapaz de concentrarse en más de dos o tres palabras de una misma frase sin que lo asaltase una visión fugaz de la puerta de Yinan. Al cabo de unos minutos le ocurría lo mismo. Era como si el sol le disipase la neblina que le ofuscaba la mente, revelándole así el verdadero objeto de sus pensamientos. Se veía a sí mismo, una y otra vez, yendo hacia esa puerta. Sabía que la encontraría allí, leyendo, mordisqueándose la punta de la trenza. Cuando pusiese la mano en el pomo de la puerta sentiría la tersura del metal en los dedos. El interior del cuarto estaría fresco y oscuro. Hallaría solaz. A última hora de la tarde no aguantaba más. En cuanto pudo excusar su salida, se marchó y se fue corriendo a casa, impaciente por subir las escaleras y abrir la puerta y aliviarse contra la piel de ella.

Unas semanas después recibió otro telegrama.

Esposo. Confírmame que estáis bien tras los últimos ataques. Junan.

No respondió.

Enseguida mandó a Mary de vuelta con Hsiao Taitai.

– Ya no la necesito -dijo-. Mi cuñada buscará alguna otra chica que conozca.

Hsiao Taitai arqueó las cejas, finas como trazos de tinta, y dijo que, indudablemente, eso era mejor para su cuñada. Esa noche lo sentaron en la misma mesa de Baoyu. Ella lo saludó; por un momento, Li Ang no logró recordar quién era. De repente la reconoció. Asintió con la cabeza y sonrió mostrando los dientes. Ella hizo lo propio, pero sin la menor expresividad. Ya nunca volvieron a sentarla a su lado. A las pocas semanas se enteró de que estaba prometida a un coronel nuevo que no era de la ciudad.

Esposo. No tengo noticias vuestras. Contesta, por favor. Junan.

Se sentía como si se hubiese caído a un pozo. Por encima, alrededor de él, oía las voces de otras personas. Había vivido muchos años entre ellas, pero ahora eran inalcanzables. Más tarde evocaría las noches que pasaron juntos como un revoltijo de imágenes. La gruesa trenza de Yinan estirada en la almohada. Su rostro brillante a la débil luz de la ventana, solemne y desguarnecido. Por las noches, cuando entraba en su cuarto, a veces ella se volvía hacia él y le tendía los brazos. ¿Cuándo había sentido él algo así antes? ¿Qué era aquello tan preciado que ella le recordaba? A veces, tumbado a su lado, le sobrevenía una necesidad súbita y terrible de apartarse de ella, de levantarse de esa cama arrugada, de abandonar ese cuarto desordenado y salir al mundo. Pero cuando pensaba en la calle, le venían a la mente los escalones cubiertos de escombros, el fragor de los aviones, los gritos de los mercaderes y los gemidos de los pordioseros. Sólo se sentía seguro dentro de casa, con Yinan.

Le hacía partícipe de los tediosos pormenores de su trabajo. Hablaban de Hangzhou, de la ocupación y de antes de la ocupación. Nunca se había parado a pensar en lo que Yinan había experimentado durante esos años. Ahora ella le contó lo de su compromiso, le habló del miedo que le daba casarse con Mao Gao y de cómo la muerte de éste le había dado más miedo todavía. No es que hubiese querido casarse, pero ahora, sin esa finalidad, sin ese destino en perspectiva, el futuro que tenía por delante le parecía una carretera desierta.

– Eso no es cierto, claro que no -dijo él-. Se puede llevar una vida muy apacible sin estar casado.

Ella lo entendió al instante.

– Pero, ¿qué otra cosa voy a hacer? Ya soy muy mayor para ir a la universidad. No soy una intelectual.

– Pero lees. Siempre estás leyendo.

– Por pura pereza.

– ¿Te gustaría ser poeta? -le preguntó.

– Por supuesto. Pero la poesía nunca le ha arreglado la vida a nadie. Y a veces creo que todos los grandes poemas ya se han escrito. Aunque también pienso en esta época que nos ha tocado vivir… y sé que, algún día, alguien intentará reflejarla. Habrá que transformarla en belleza… y en fealdad, y en terror. Hará falta una persona valiente, y yo no soy tan fuerte.

– ¿Qué andas escribiendo ahora?

– Relatos, poesías, cuentos de hadas. Soy especialista en embarcarme en proyectos inútiles.

Li Ang no pudo evitar la risa. Al instante, Yinan se le unió con una suave carcajada que reverberó en las paredes.

Una noche se negó a dejarlo entrar en su cuarto.

– No puedes -le dijo, sujetando la puerta con las dos manos.

– ¿Qué pasa?

Ella desvió la mirada.

– Me ha venido la regla.

– Pero si sólo quiero charlar. Las mujeres, por si no lo sabes, podéis hablar cualquier día del mes.

– Ahora no debes desearme.

– Pues te deseo.

Finalmente lo dejó tumbarse en la cama con ella, pero nada más. Él se encendió un cigarrillo. Se quedaron viendo navegar la luna por el cielo como un farol ardiente. Yinan empezó a hablar, lenta y titubeante al principio. Puntuaba cada frase con una pausa, como si los pensamientos le llegasen desde una caverna muy honda.

– Una vez soñé contigo -dijo-. Fue cuando vivíamos en Hangzhou, antes de que se casase Junan. Soñé que un soldado trataba de colarse en el jardín.

Lo asaltó un recuerdo borroso: aquel paseo por un patio en tinieblas la noche de su boda, el rayito de luz que se escapaba de una ventana solitaria. Fijó la mirada en aquella luna llena que los enfocaba como un ojo gigantesco.

– ¿Querías que entrase? -preguntó él.

– No.

Se giró para mirarla. Estaba tumbada de espaldas, con la colcha de verano doblada a causa del calor y los pequeños pechos al aire, con desenfado, como si fuesen dos hermanitos compartiendo dormitorio en una noche de verano. No se la había imaginado tan espontánea con respecto a la desnudez; su hermana, desde luego, era mucho más remilgada. Él se sonrió.

– ¿Y se puede saber por qué no querías que entrase?

Yinan forzó la vista en dirección a alguna presencia imperceptible en las oscuras inmediaciones del techo.

– En mi sueño -dijo ella- aparecías bañado por la luz de la luna, como si fueses un héroe, pero tu sombra en el suelo estaba torcida, como si estuvieses roto.

Li Ang cogió un cigarrillo. La había visto por la ventana, con la cara entre las manos. Era la postura de una persona aterrorizada.

– ¿Pero aun así querías a aquel pobre hombre roto? -preguntó con dulzura.

– Sí.

No había nada que responder. Con la mano que tenía libre le tiró suavemente de la trenza, que estaba toda enredada y atravesada sobre la almohada. Ella sonrió, y, acto seguido, soltó un gemidito.

– Se ha roto. Y ya no tiene arreglo.

– Tu hermana te quiere mucho.

– Ahora ya no me querrá más.

18 de julio de 1940

Querido esposo:

Te ruego que me disculpes por haber tomado esta decisión sin consultártelo, pero nuestras vías de comunicación parecen haberse roto. No he recibido ninguna respuesta a varios telegramas.

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