Lan Chang - Herencia
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A mitad de pasillo miró el objeto que llevaba en la mano. Era un triángulo doblado y surcado de cortes y rasgaduras que formaban intricados dibujos. Lo desplegó torpemente. Estaba cortado en un centenar de líneas diminutas, casi tan finas como pestañas. Aquel copo blanco y hexagonal se le posó en la palma de la mano, con un aspecto tan frágil que parecía que fuese a derretirse: cuánto esfuerzo invertido en semejante nadería. Li Ang se quedó mirándolo fijamente y le hizo pensar en el frío; un frío del que había oído hablar a hombres criados en el norte, un frío más intenso que mil inviernos en el Yang-Tsé.
Al día siguiente envió un telegrama.
Junan. ¿Puedo mandar a Yinan de vuelta? Li Ang
Fue cada hora a ver si le había llegado respuesta, aunque ni siquiera tenía claro que Charlie Kong conservarse aún su servicio de telégrafo. Esperó toda la tarde; el silencio era insoportable. Se imaginó dejando a Yinan, sin más ni más, en un avión de carga vacío, pero sería arriesgado, por no decir descortés, despedirla de esa manera. Esa tarde, al llegar a casa, vio un sobre y lo agarró ansioso, esperando encontrarse con la fluida y cuidadosa caligrafía de Junan. Pero la carta no era de Junan. La letra era más familiar todavía, visceralmente familiar. Tuvo que entornar los ojos para distinguir algunos de los caracteres, como si la tinta se hubiese mojado por el camino. Tenía marcas de agua y los ideogramas bailaban por el papel.
Día del festival de las barcas de dragones 1940
Gege:
Ya llevo dos meses viviendo en la aldea. Tenía previsto escribirte en cuanto me instalase. Disculpa que haya tardado tanto en hacerlo, pero créeme si te digo que escribir estas líneas es la primera actividad personal a la que me entrego desde que me recuperé del viaje. Si tengo tiempo de escribirte es sólo porque hoy es fiesta. Pero aquí no hay barcas ni dragones; los aldeanos desfilan y se empujan al agua los unos a los otros. Es como si pensasen que, en caso de ahogarse alguno, los dioses quedarían apaciguados y nos aliviarían la pertinaz escasez que padecemos.
Tras penurias sin cuento, aquí hemos llegado. Algunos de nosotros, yo incluido, esperábamos poder descansar, pero jamás he experimentado una miseria semejante a la de aquí. En consecuencia, me he convertido en una persona diferente.
Cuando de verdad tienes hambre, cuando has trabajado tanto que al terminar la jornada no te quedan fuerzas ni para mear, ya no tienes la cabeza para poemas ni literatura ni ninguna de las que consideramos cuestiones elevadas de la vida. Después de haber vivido aquí no me extraña que el campo sea un lugar tan atrasado. Yo solía creer que estaba poblado por gentes ignorantes, prácticamente animales, y bien podría afirmar que así es, pero la verdadera historia tiene más significados. Sigo compadeciéndome de esta gente, por subsistir durante siglos, por vivir su vida sin la menor esperanza, pero ahora sé que los han enseñado a verse a sí mismos así. A pesar de la pobreza y de lo que cuesta arrancarle a esta tierra siquiera el más mísero sustento, esos despiadados del Kuomintang les gravan los alimentos a los campesinos, quitándoles el pan de la boca y privándolos así de las fuerzas necesarias para producir más. Por eso he empezado a pensar en la revolución comunista como una batalla contra el fatalismo que los gobernantes han inculcado al pueblo a lo largo de milenios. Ahora nos levantaremos, nos uniremos y tomaremos nuestras vidas en nuestras manos.
Ya está ocurriendo. Aquí hay varias mujeres a quienes se trata igual que a los demás y también se les llama «camaradas», como a todos nosotros; las condiciones imperantes nos obligan a todos a arrimar el hombro y el mérito de las mujeres es evidente. Créeme, se están produciendo cambios en este país, cambios que ni te imaginas. Espero que algún día, cuando nos hayamos quitado de encima la terrible opresión de los «Enanos Marrones», tengas la oportunidad de entender el significado de lo que te describo.
Trabajo en unas condiciones tan precarias como ellos, si bien, gracias a saber leer y escribir, y a mi experiencia como contable, mis quehaceres son distintos: la faena que cumplo no es tan afanosa y, aunque nuestras raciones son las mismas, es esa ausencia de esfuerzo físico la que me permite conservar la suficiente energía como para dedicarme a algunas otras actividades, como escribir esta carta, y colaborar en la trascripción de los textos del Camarada Mao Tsé-tung. A veces duermo menos que los demás, pero hago mi trabajo de buena gana. Sólo ahora, creo yo, estoy tomando conciencia de lo necesitado que está este país de los cambios y las ideas que propugnan mis camaradas.
Te deseo lo mejor.
Li Bing
Li Ang sopesó en su mano la frágil carta. La pared desnuda de su morada provisional se alzaba muy distante. Tuvo la sensación de no conocer a nadie en el mundo.
Esa noche no conseguía dar con una postura cómoda para dormir. Estaba rígido y sudoroso; un dolor de garganta lo dejó al borde de la desesperación. Pensó con nostalgia en la papelería de su tío, donde Li Bing y él se pasaban las horas muertas discutiendo y jugando al go. ¿Cómo había podido dejar marchar a su hermano? Por lo menos debería haberle obligado a aceptar algo antes de irse de la ciudad: dinero, quizás, o un buen abrigo. Se preguntaba cuándo regresaría, y si volverían a verse.
Por la mañana, se paseó por los puestos del mercado. El calor apenas había remitido durante la noche, y ahora el sol se elevaba enorme, del color de una naranja ensangrentada. No sabía que hubiera tan pocos productos a la venta. Las judías eran escasas; las verduras, contadas. Se paró delante de una tinaja de arroz que estaba más vacía que llena, y la vieja sentada junto a ella se lo quedó mirando con un recelo que lo incomodó, haciéndole sentir vergüenza de su ancho pecho y de la ligera barriga que le llenaba el uniforme.
– Hola, tiita -le dijo a guisa de saludo.
La tendera avinagró el rostro. Era un mohín de mujer joven y Li Ang se dio cuenta de que no era un vejestorio, como había supuesto, sino que aparentaba muchos más años de los que tenía. Se fue de allí a toda prisa. A la entrada del mercado había hombres revendiendo los muebles de aquellos recién llegados que habían trocado sus posesiones por arroz: inútiles galas, valiosas reliquias, arcones de palisandro tallado y tapices magníficamente bordados, con sus borlas de seda arrastradas por el polvo.
Cuando salió del mercado el sol ya se había convertido en un delirante fulgor amarillo.
Después, por la tarde, el cielo se cubrió de nubarrones; el sol emergía periódicamente, dorado y extraño. A mitad de camino empezó a llover; las primeras gotas siseaban al contacto con las losas candentes de las escaleras, pero cuando llegó a su casa los adoquines ya estaban oscuros y resbaladizos. Iba pensando en su hermano, solo allá en el norte, y le sorprendió el telegrama que halló encima de la mesa.
La lluvia había empañado la ventana; apenas lograba leer el texto. Abrió la puerta con gesto ausente para que entrase luz.
Esposo. Ya se las arreglará sola. Junan.
Por el rabillo del ojo vislumbró la presencia de alguien y, al levantar la vista del papel, vio a Yinan en el patio. Llevaba años de luto por la muerte de su padre; bajo aquel cielo oscuro, el lazo blanco que tenía en la cabeza parecía una polilla. La visión lo llenó de inquietud. Acaso fue la muerte de su madre cuando era niña lo que había hecho de Yinan un ser tan melancólico. Él mismo, el día en que murió su propia madre, había oído cuchichear a unos vecinos que algunos niños no superaban una pérdida semejante.
Cuando al cabo de unos minutos salió en dirección al club de oficiales, Yinan seguía plantada allí, al pie del mísero alcanfor. Al bajar las escaleras sintió que los goterones le salpicaban la frente.
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