Lan Chang - Herencia
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– La Policía Fiscal es una división lucrativa en la que se trabaja poco. Eres un protegido del general Sun, eso lo sabe todo el mundo. Y esta guerra podría prolongarse indefinidamente, hasta que a los Estados Unidos les dé por fin la gana de venir en nuestra ayuda.
– Soy un hombre casado.
Li Ang era consciente, incluso mientras las pronunciaba, de lo engoladas que sonaban sus palabras.
– Para esta gente las bodas no cristianas no cuentan. Mira a Chang Kai-chek.
Li Ang no respondió.
Li Bing cogió el paquete de Lucky Strike. Le quitó el mechero a su hermano y encendió la llama, que relumbró anaranjada entre sus largos dedos.
– Tengo más noticias -dijo-. Zhou En-lai me ha destinado a una aldea del norte. Voy a ayudar a desarrollar el potencial revolucionario de las áreas rurales.
– ¿Qué quieres decir?
– Que me voy de la ciudad -dijo Li Bing-. Lo he pensado bastante y no tengo motivos para no hacerlo. Las cosas están cambiando en este país. La gente está empezando a darse cuenta de que no tiene por qué sufrir acosos ni intimidaciones.
– Así que te vas.
– Sí. Por lo menos hasta el año que viene.
Más tarde, esa misma noche, al volver andando a su apartamento tras la cena en casa del general Hsiao, Li Ang repasó mentalmente la charla con su hermano y se preguntó si podría haberle dicho algo para disuadirlo de su propósito. No lo sabía.
A su alrededor se oían los ruidos humildes y desasosegados de una ciudad nocturna que rebosaba gente a causa de los varios cientos de miles de personas de más que albergaba. El repique de un martillo clavando una estaca en el suelo. El crepitar de miles de pequeños fuegos que escupían miles de pequeñas chispas y calentaban miles de teteras o latas llenas de agua para el té. Un millar de conversaciones silenciosas. Li Bing se marchaba de la ciudad. Li Ang recordó las palabras de su hermano. Había dicho que Hsiao era un matón, otro Sun Chuan-fang. «Tú siempre fuiste más fuerte… nunca tuviste que quedarte mirando… ¿Te acuerdas de aquel chico del barrio, en Hangzhou, al poco de mudarnos, que se llamaba Chang?»
Volvió a recordar aquella cara cuadrada y paliducha, aquellos ojos despiadados. La pelea había tenido lugar tal vez un año después de la muerte de sus padres. Acababan de mandarlos a Hangzhou, a vivir a casa de su tío. Hangzhou estaba a la sazón bajo control del caudillo Sun Chuan-fang, y los matones del barrio lo imitaban.
La tarde de la pelea Chang se presentó con otros dos muchachos. Li Ang se acordaba de la voz asustada de su hermano gritando desde el desván de su tío. «¡Corre, Gege !» Pero Li Ang se enfrentó a los tres. Li Bing bajó a echarle una mano. Naturalmente, no sirvió de nada: mientras chillaba como un condenado, uno de los grandullones lo tenía sujeto de los raquíticos bracitos.
– ¡Ríndete! -lo conminaron con sus voces ásperas-. Ríndete.
Pero Li Ang no se rindió. Sabía que si aguantaba, se ganaría su respeto. Recordó la sensación extraña y distante cuando se magulló la mano, cuando la costilla se le partió en el pecho. Vio cómo su puño bueno se estrellaba contra la dura narizota de Chang. La brillante y triunfal efusión de sangre. El ruido de Chang resollando por la boca. Por último, la honorable liberación de su hermano. Li Bing tenía los ojos como dos puñaladas en un tomate y la cara churretosa de lágrimas y mocos.
– ¡Idiota! ¡Tenías que haber parado! -gritó-. ¡Podían haberte matado!
Li Ang no había pensado en cómo sería visto desde fuera. Ahora, el recuerdo de la voz chillona de Li Bing le vibró en los oídos.
Dobló por su calle, oscura y desierta. La luna proyectaba en la calzada la sombra lóbrega de su edificio. Se había pasado los últimos días elucubrando un futuro como miembro de la familia Hsiao. El poderoso general, su jefe, habría sido su suegro, y Hsiao Taitai su suegra; habría sido como tener una familia completamente nueva. El hecho de que le estuviesen dando gato por liebre, de que, en esencia, todo el mundo lo tomaría por un primo y un idiota, lo cambiaba todo. Pero ya se había acostumbrado a su fantasía. Sin ella, el mundo parecía menos flexible, menos grandioso, y su vida menos segura.
En la penumbra del recibidor, encima de la mesa, había un sobre.
12 de febrero de 1938
Mi querido esposo:
En los últimos meses he estado pensado en cómo debes de estar buscando comida y compañía en las casas de los demás. No querría que pasases sin esas cosas, pero tampoco quiero contrariar tu deseo de que me quede con las niñas en Hangzhou, así que voy a mandar a mi hermana a Chongking para que te lleve la casa. Le he preguntado si tendría la amabilidad de hacerlo en mi ausencia. Siempre me ha obedecido en todo y está más que dispuesta a complacerme; además, creo que, tal y como están las cosas, este lugar es perjudicial para su salud. Creo que lo que siempre ha necesitado es una vida tranquila, doméstica y provinciana. A fin de resolver tus dificultades cuanto antes, te la he mandado para allá en avión. Llegará poco después de que recibas estas líneas.
Tu obediente esposa,
Junan
Un par de días después, al entrar en el piso, Li Ang notó inmediatamente que había llegado Yinan. El nuevo olor que percibió cuando Mary le abrió la puerta lo aterrorizó.
Estaba sentada en el salón, esperando junto a su baúl como si fuese un paquete que hubiesen entregado y dejado cerca de la entrada para su inspección.
A Li Ang se le cayó el alma a los pies.
– Bienvenida, meimei -dijo-. Gracias por venir. Espero que el viaje no haya sido muy duro.
– Gege. -No se atrevía a mirarlo a los ojos. Se sorprendió preguntándose, igual que había hecho siempre, cómo una mujer tan refinada y segura de sí misma como Junan podía tener una hermana tan ñoña y retraída.
– Ha llegado esta mañana -dijo Mary con un soniquete de hastío-. Le he enseñado la habitación, pero ha dicho que esperaría a que usted le dijese lo que tenía que hacer.
Saltaba a la vista que Mary estaba decepcionada con la visita, pues aquella mujer no impresionaba, ni por su estilo, ni por su autoridad o su conversación.
– ¿Quieres comer algo?
Yinan negó con la cabeza.
– No ha probado bocado en todo el día -dijo Mary-. Se ha dado un baño pero ha dicho que no quería comer nada hasta que llegase usted.
– Está bien -le dijo Li Ang a la criada-. Puedes retirarte.
La chica se esfumó en dirección a la cocina. Li Ang compuso una expresión cortés y se aproximó a su huésped.
Según se acercaba, le llegó un fresco olor a jabón y reparó en los surcos que el cepillo le había dejado en el pelo, peinado hacia atrás muy tirante.
– Me ha escrito Junan diciéndome que aquí estarías mejor -dijo-. No sabía que fueses a llegar tan pronto. Siento no haber estado aquí para recibirte.
– No pasa nada. Gracias por recibirme.
– He pensado que podías instalarte en el cuarto que tengo libre. ¿Quieres verlo?
Yinan asintió con la cabeza. Li Ang cogió el baúl metálico, que por desgracia pesaba lo suyo. Ella lo siguió en silencio; él abrió la puerta del cuarto y la invitó a entrar. Ya no se acordaba de lo pequeño que era. Se tranquilizó al ver el fragmento desflecado de alcanforero que se atisbaba por la angosta ventana. Sonrió, asintió con la cabeza y reculó hacia el pasillo.
Pocos días después, al volver a casa, percibió un intenso olor a quemado. Se encontró a Yinan en la cocina, trajinando entre los platos, el wok y la olla de barro.
– ¿Dónde está Mary?
– Una amiga suya se ha puesto mala. Le he dicho que ya me ocupaba yo de la comida.
– No te molestes -dijo él-. Casi todas las noches las paso fuera por trabajo. Cuando venga a cenar a casa, se lo avisaré a Mary. No deberías ponerte a cocinar nada.
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