Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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– Debería estar con sus hermanas.

– Bien, resulta que soy un hombre casado, y los Hsiao quieren un hombre que pueda cuidar de su hija… -se le entrecortó la voz- pero…

– Pero ahí hay algo raro.

Li Ang frunció el ceño. ¿Por qué no debería Baoyu hablar con él? Sin embargo, al pensar en ello, se dio cuenta de que Pu Sijian tenía razón. Recordó el escepticismo de Li Bing. Se moría por tener un cigarrillo entre los dedos, pero Pu no fumaba.

– ¿Te parece que me estoy metiendo en un lío?

– No lo sé. Con tal de que los dos os limitéis a conversar a la vista de todos, no habrás hecho nada malo.

– Suena sensato -dijo Li Ang. Se levantó y agarró a Pu del hombro-. Ya me voy. Hsiao me ha pedido que salga con él esta noche a tomar unas copas. Gracias por el consejo.

Pu asintió. Se quedó sentado, mirándose las regordetas manos.

– Oye, Li Ang -dijo-. Quería pedirte un favor.

– Faltaría más.

– Siempre he tenido la sensación de que moriría lejos de mi tierra. Ahora que me han vuelto a destinar a Changsha, me pregunto si mi destino será morir allí.

– Qué tontería -dijo Li Ang-. No te va a pasar nada.

– Puede ser. Los designios del Señor son inescrutables. He recibido mucho. Espero que cuando me llegue la hora, sepa aceptar mi final con elegancia. Pero quería pedirte una cosa: si me ocurre algo, ¿cuidarás de Neibu y de mi hijo? Mi Neibu no es tan lista como tu Junan. Necesitará ayuda.

Los ojos de Pu, bajo aquella luz, parecían desteñidos. Li Ang volvió a agarrarlo del hombro; lo tenía rígido, encorvado.

– Por supuesto -le dijo-. Por supuesto que sí.

– Gracias.

– No te preocupes, Pu Sijian. Enseguida volveremos a encontrarnos y seguiremos quejándonos del mal tiempo.

Pu asintió con aire ausente. Li Ang se despidió y se fue a tomar copas con Hsiao.

Entre trago y trago de baijiu, el general Hsiao comentó jocosamente que Baoyu no le salía rentable. Estaba hasta arriba de trabajo; la lesión de la espalda le hacía sentirse viejo; no podía con Baoyu. Le gustaría casarla con un hombre dispuesto a aceptarla. Li Ang no supo cómo tomárselo. Casi todas las últimas cenas las había pasado sentado al lado de ella. No cabía duda de que el general se estaba planteando ofrecerle a su hija.

Una vez que se le hubo metido la idea en la cabeza, le costaba quitársela del pensamiento. Los oficiales sabían que tenía una esposa, pero también que había sido un matrimonio concertado. ¿Tan terrible era que un hombre que llevaba tantos meses lejos de su hogar, en época de guerra, buscase apoyo y consuelo en un segundo matrimonio con una mujer respetable? El Generalísimo había hecho lo mismo, y también muchos otros. Como decían todos, era mejor que estar solo. Y a Junan desde luego que no podría importarle; su situación tampoco iba a cambiar mucho. Siempre había sido muy independiente. Junan y él habían llevado una pacífica vida en común, una vida a la que podría no regresar jamás. Ahora la fortuna le brindaba otra opción que satisfaría más que de sobra sus necesidades, tanto las del presente como las de los años de guerra que le esperaban. Era toda una suerte que la familia Hsiao hubiese siquiera pensado en él, teniendo en cuenta su condición de casado. El emparejamiento era de lo más ventajoso y lo llevaría lejos.

Reprimió un súbito recuerdo del rostro plácido y hermoso de Junan, de su grácil figura cuando lo recibía en la puerta. No tenía sentido ponerse sentimental a más de mil kilómetros de distancia. Junan era una mujer hermosa, honorable y -estaba dispuesto a reconocerlo- admirable, pero él, en puridad, nunca la había elegido. Cuando se casó, le pareció estar haciendo lo correcto y más conveniente; fue una especie de oportunidad, pero no fue decisión suya. Por entonces era muy joven, un niño, en realidad. No sabía en quién iba a convertirse ni qué clase de vida terminaría llevando. ¿Cómo habría podido siquiera imaginar que prosperaría trabajando para la Policía Fiscal? ¿Que lo ascenderían dos veces y, más adelante, con un poco de suerte, tal vez una tercera? ¿Cómo iba él a saber entonces que los japoneses penetrarían tanto en el país que haría falta trasladar la capital? ¿Quién sabía lo que depararía el futuro?

Tenía otro problema, tan inútil y desconcertante como el del sentimentalismo amoroso. Había ocasiones -no acertaba a explicárselas, ni se las podría haber mencionado a Junan- en las que tenía la impresión de que los dos llevaban camino de caer en una trampa. En los momentos más placenteros que pasaron juntos, cuando la sacaba a pasear para exhibirla ante el mundo, a veces tenía la sensación de que el suelo se abriría bajo sus pies en el instante menos pensado. De que se precipitarían y se encontrarían perdidos en un mundo desconocido. Ahora, mientras dirigía su atención a Hsiao Baoyu, conjuró ese presentimiento. Era tan absurdo como la aprensión de Pu Sijian. Era una cobardía; era innecesario; no tenía que ver con Baoyu más de lo que había tenido que ver con su esposa.

Un día, al salir del despacho para almorzar, se llevó la sorpresa de encontrarse a su hermano esperándolo en la calle.

– Eh, gege. Tengo que hablar contigo.

– ¿Cómo?

Li Ang se llevó un susto.

– Chsss. Vamos a algún lugar más discreto.

Fueron a casa de Li Ang, que de repente se avergonzó del tamaño de su apartamento.

– ¿Quieres comer algo? -le ofreció.

Li Bing dijo que no con la cabeza. Era evidente que estaba preocupado.

– Me gustaría beber algo caliente -dijo-. Esta lluvia me está deprimiendo.

Li Ang cogió uno de los paquetes de Lucky Strike del general.

– ¿Un cigarrillo?

Li Bing sacudió la cabeza.

Li Ang habló con Mary, la joven criada que Hsiao Taitai le había buscado para que le llevase la casa. Mary no estaba interna pero se pasaba por allí todos los días para ver si Li Ang necesitaba algo. Era una huérfana que habían bautizado y criado los misioneros de la iglesia de Hsiao Taitai. Bajita y regordeta, tenía un lunar cerca de los carnosos labios y otro en mitad de la frente que le daba un aspecto exótico y, a la vez, perversamente religioso.

– Mi té me lo preparo yo, gracias.

– No seas ridículo.

Mary volvió con dos tazas de té. Li Bing torció el gesto pero luego le dio las gracias y se bebió la suya agradecido. Li Ang, en cambio, sólo lograba dar sorbitos, manteniéndose a la espera. Su hermano ya lo había sorprendido una vez y desde entonces Li Ang lo miraba con recelo. Algo tenía ahora en la cara -cierta lividez alrededor de la boca- que puso a Li Ang en guardia.

Finalmente Li Bing habló.

– Tu joven dama fue objeto de un buen escándalo.

– ¿De qué estás hablando?

– He estado haciendo averiguaciones. Dicen que la benjamina de los Hsiao, antes de que aprendiese a hacerse las trenzas, ya estaba liada con hombres. Pero eso no es nada. La verdadera historia, que no todo el mundo conoce, es que hace unos años se quedó embarazada de un soldado raso y tuvo un hijo. Todo eso con la abuela agonizando en su lecho de muerte. Por eso la familia guardó un luto tan prolongado, para poder esconder el embarazo de la chica. Al niño lo están criando en el campo.

– No había oído nunca esa historia.

– ¿Y por qué habría de tener nadie el más remoto interés en contártela, a ti, un extranjero? Además, ya se ocupa la madre de acallar los rumores. Porque otra cosa no será, pero competente, sin duda alguna. Si los generales fuesen la mitad de competentes que ésa, ya tendrían la carretera de Birmania asfaltada y custodiada veinticuatro horas al día.

Li Ang abrió la boca y la cerró.

– Eso es ridículo -dijo finalmente-. ¿Por qué iba a molestarse?

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