Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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He decidido cerrar la casa y llevarte a las niñas. Nos sentimos cada vez más inseguras viviendo solas y tu segunda hija desea reunirse con el padre que todavía no conoce. Ya sabe decir «Papá» y va siendo hora de que te conozca.

Llegaré en unas pocas semanas. No hace falta que me prepares nada especial. Estoy segura de que el cuarto que ocupas me será suficiente. En cuanto a la casa de Hangzhou, nos la cuidará tu tío. Estoy vendiendo parte de los bienes de mi padre y no dudes de que la mayoría de nuestras posesiones más importantes las he dejado en buenas manos.

Tus hijas y yo estamos deseando reunimos contigo.

Tu esposa,

Junan

Se quedó sentado con la carta en la mano. Los caracteres de tinta negra desfilaban delante de sus ojos, arriba y abajo. Fue al cuarto de Yinan, que leía en su escritorio. La luz de la lámpara le caía de perfil, realzándole la frente, las cejas y la nariz. La imagen le resultaba tan familiar que no se atrevió a acercarse.

– ¿Por qué no entras? -le preguntó. Alzó la mirada-. ¿Qué te pasa?

– Hay carta de Junan.

Ella dejó el libro y lo miró. Li Ang se dio cuenta de que, de algún modo, estaba preparada para aquello, más que él.

No había escapatoria. Al ir a hablar, se le quebró la voz y se vio obligado a parar.

– Hay que hacer algo.

– Tengo que irme.

– No puedes hacer eso, Yinan.

– Ya no puedo vivir con ella. No estoy dispuesta. Todavía no sabe nada.

– No quiero ver tu vida arruinada por culpa de lo que hemos hecho.

– No lo entiendes. Eso es lo de menos. Yo te amo.

Ella le miró a los ojos, en silencio, y lo atravesó con la mirada. Li Ang tenía la sensación de estar precipitándose al vacío. Se aclaró la voz y repitió:

– Hay que hacer algo.

La última noche que pasaron juntos cenaron como de costumbre en la cocina. Sus comidas se habían vuelto de lo más irregulares por culpa de las sirenas antiaéreas. Como Li Ang no quería que Yinan fuese sola al mercado, de camino a casa solía comprar algo. Cuando había fruta en el mercado, comían fruta. A veces se daban un festín de boniatos asados que había comprado por la calle. Aunque Li Ang echaba de menos sus propios guisos sabrosos y a menudo cocinaba para los dos, Yinan se comía lo que la pusieran. Esa noche tocaba ciruelas. Li Ang la observó pelar fácilmente las mondas y comerse las pulpas reblandecidas, casi podridas de tan maduras como estaban. No se había molestado ni en encender los quinqués. Pronto anochecería. El rostro de Yinan, pálido, estrecho y con los labios manchados de zumo, flotaba ante sus ojos como un espectro.

Pensaba que cada mañana traería un cambio. Todas las noches cerraba los ojos convencido de que, cuando los abriese, lo que habían hecho se habría anulado. Así de fácil había sido vivir con Junan. Su esposa le había organizado la vida de tal forma que lo único que tenía que hacer era introducirse en ese orden como quien se enfunda una ropa recién lavada y planchada. Cuando hacía algo para enojarla, ella enseguida recomponía el gesto. Era tan poderosa que conseguía tragarse el enfado; así abordaba también todos los problemas de su vida en común y los hacía desaparecer. Pero su hermana pequeña, por lo visto, carecía de ese don. O tal vez lo que pasaba, más bien, era que ellos dos, Yinan y él, no eran capaces de deshacer lo que habían hecho. No había una sola palabra, ni un solo acto, ni una sola bocanada de aire que hubiesen respirado mientras dormían juntos, de la que pudiesen retractarse jamás. Conociéndola, debería haberlo imaginado. Debería haberlo deducido del estado en que siempre tenía el cuarto, todo manga por hombro: los recortes de papel, los chafarrinones de tinta, las montañas de papeles desparramados. Debería haberlo deducido de los charcos pringosos y los platos sucios en aquella cocina desordenada. Ella era incapaz de olvidar, y ahora esa incapacidad se le había pegado a él.

Yinan se levantó y abrió el cajón para coger las cerillas.

– ¿Qué haces?

– ¿No estaríamos mejor con luz?

La llama temblaba en su mano. Él se acercó y la apagó de un soplo, la cogió de la mano y se la llevó a la cama.

Momentos después empezó a sonar la sirena. Él tiró de su brazo.

– Venga, vamos. Hay que irse.

– No -dijo ella-. Quiero quedarme aquí.

El bombardeo sería en aquella área; era una locura quedarse.

– De acuerdo -dijo él.

La rodeó con sus brazos y trató de perderse en el roce de su piel.

Posteriormente reparó en el siniestro tableteo de un motor. El ruido fue aumentando hasta hacerse insoportable. Mientras este sonido espantoso se cernía en el aire, se produjo una pausa; entonces un estampido sacudió la casa y todo lo que había dentro.

– ¡Oh! -gritó ella.

La agarró y salieron corriendo a trompicones. El terror que sentía Yinan insuflaba un feroz vigor en sus brazos delgados.

– ¡Bajad! -gritaba-. ¡Bajad!

Li Ang comprendió que se lo decía a las bombas. Sus gritos se vieron silenciados por un segundo bombazo que pareció golpearlos por todos los flancos, como rodeándolos. Le pitaban los oídos y no sabía si seguían cayendo bombas o sólo eran los ecos. El cuarto entero trepidó. De algún lugar cercano llegaban los quejidos espeluznantes de maderas que se rajaban, clavos que se doblaban, cristales que estallaban en mitad de un súbito viento entrecortado. Percibió el hedor de su propio pánico y hundió la cabeza en el cuello de Yinan en busca del consabido alivio. Allí estaba.

Se despertó horas después entre sábanas húmedas y descubrió que la casa seguía en pie de milagro. Quería salir a ver qué más cosas habían sobrevivido. Yinan dormía a su lado. Alzó la cabeza y la miró: la columna de la garganta, los delicados huesos y tendones de los brazos y los hombros. Dormía extenuada, con la cabeza vencida hacia atrás y la boca abierta. Mientras la observaba, le entró miedo. Se despegó de ella y la tumbó de espaldas. Le vio una marca en el hombro desnudo, la huella de su mano.

Más tarde, apostado en un alto sobre la bifurcación del río, vio cómo el avión de la compañía nacional china descendía hasta desaparecer del campo de visión, pasadas las chozas y las escaleras y las calles adoquinadas, y se hundía en la mortaja de niebla que ocultaba la estrecha pista de aterrizaje situada sobre las aguas. Entonces miró más abajo, entre la calima, esperando ver a los pasajeros salir del avión y subir a bordo del champán que los cruzaría a la orilla, donde recogerían el equipaje y remontarían en palanquín el empinado sendero que llevaba a la salida. Transcurrió un buen rato hasta ver emerger de la niebla la pequeña figura de Junan. La reconoció al instante. Iba muy erguida, a pesar del tambaleo del palanquín. No se recostó para divisar la ciudad encaramada en el borde del precipicio, ni pareció inmutarse cuando el andero de delante echó a trepar cuesta arriba a toda prisa, balanceándola; tampoco es que se desmayase al comprobar lo escarpado de la pendiente, aunque las niñas, sentadas en el palanquín de atrás, se encogieron del susto al contemplar el terrorífico abismo. Detrás de ellas, seis o siete culíes se derrengaban bajo el peso de sus arcones, baúles y petates. El eco quejumbroso de sus salomas llegaba flotando hasta sus oídos. Junan era como una mujer civilizada procedente de una tierra remota y llegada a estos confines bárbaros para salvarlo. Con ese propósito en mente, abriéndose camino -a sí misma y a las niñas- a base de sobornos, había salido de territorio ocupado, había dejado atrás el frente, había cruzado gargantas y atravesado cordilleras, antes de aterrizar en aquella isla angosta.

Según se acercaba la comitiva, Li Ang esperó a que Junan diese muestras de sospechar, o incluso saber, lo que él había estado haciendo. Pero sus facciones perfectas conservaban su antiguo aplomo. Serenos los ojos, erguido el mentón, se le acercaba tan pura como si llegase sentada en una carroza de novia. Su palanquín ganó la entrada. Hubo una pausa expectante antes de que Li Ang se lanzase a ayudarla a apearse de la silla. Una vez en tierra, los dos se quedaron frente a frente, manteniendo una distancia respetable. La luz del sol rompía contra su melena negra y su rostro ebúrneo. Una ola de pánico lo galvanizó y se fue hacia ella como si tuviese el viento en contra.

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