Lan Chang - Herencia
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Recuerdo la tarde aturdida de sol, en los caóticos albores de la posguerra, en que vi a mi hermano y primo Yao con ocasión de una inusitada visita.
El chiquillo tenía cinco años por aquel entonces. Se movía con atlético garbo, como mi padre, y, al igual que él, tenía un carácter alegre y abierto. Cautivaba a cuantos lo conocían, sobre todo a mi madre. Durante sus raras visitas, había llegado a formarse un vínculo entre ellos. Todas las fiestas mi madre le mandaba un regalo, siempre en un hermoso envoltorio y dirigido a su nombre. En plena guerra le hacía llegar ropa de gran calidad, hecha a máquina, y unos juguetes estupendos. Aquella tarde en particular le regaló un traje de «victoria» que llevaba una minúscula banderita nacionalista bordada en el bolsillo de la chaqueta, y lo engatusó para que se lo pusiese. Hacía mucho calor para semejante ropa, pero Yao se dignó a complacerla, pavoneándose de acá para allá antes de detenerse todo ufano junto a su madre.
– Es la viva imagen de la fuerza -dijo mi madre-. Fuerte como un guerrero y además afable. -Se volvió hacia Yinan-. Lo estás criando muy bien.
– Qué aduladora eres, jiejie -dijo mi tía. Pero cerró la mano de manera protectora en torno a la morena muñeca de Yao.
– Tiene cinco años. Seguro que dentro de poco, cuando esté listo para ir al colegio, vas a necesitar ayuda para darle una buena educación.
Yinan sacudió la cabeza.
– Los colegios de los misioneros son excelentes. Y teniendo en cuenta que trabajo para Rodale Taitai, no tenemos por qué preocuparnos.
Mi madre insistió.
– No querrás que reciba una educación extranjera. Hay que hacer de él un buen patriota.
Yinan no contestó.
– ¡Mira qué guapo y qué listo es! Un futuro héroe chino, radiante como una estrella. Hay que darle todas las oportunidades posibles -dijo mi madre, sentándose derecha en la silla-. Ni que decir tiene que le pagaré el colegio. A nuestro niño hay que darle lo mejor.
Mi madre le tendió los brazos y Yao se acurrucó entre ellos. Le acarició el suave pelo y el niño correspondió a sus atenciones con una sonrisa. Era el mismo encanto irreflexivo de mi padre. Mi madre no se daba cuenta. Respondió a la sonrisa de Yao con una expresión que yo nunca le había visto: orgullosa, llena de adoración y anhelo. Me dejó impresionada el ansia de aquella mirada. Traté de restarle importancia: no tiene nada que ver conmigo, me dije. Pero conforme los hoyuelos de las mejillas de Yao se le hacían más marcados, me puse furiosa. Si es posible odiar a un niño, yo lo odié por ser chico, por su desparpajo, por su forma de regodearse con las atenciones de mi madre sin tener ni idea de lo que eso la induciría a sentir o a creerse.
Yinan estaba lívida. Se levantó, dijo adiós con la voz entrecortada y se llevó a Yao hasta la puerta.
Poco después, mi madre envió a un hombre a casa de Yinan con el dinero para Yao. El mensajero llamó a la puerta pero no hubo respuesta. Miró por la ventana y vio que el apartamento estaba vacío. Yinan había escapado. Mi madre, discretamente, hizo averiguaciones y se enteró de que Yinan y Yao se habían marchado de Chongking. Habían vuelto a Hangzhou con Katherine Rodale, y Hu Mudan y Hu Ran también se habían ido con ellos.
Más tarde, en el cubo de la basura de la cocina, medio tapadas con mondas de ñame, encontré un montón de fotografías en blanco y negro. Algunas estaban enteras, otras eran recortes de fotos mayores. En todas salía mi tía. En una de ellas aparecía muy niña, con una coleta tiesa en lo alto de la cabeza. En otra ya era una jovencita y se veía el brazo de alguien -¿el de mi madre, tal vez?- colocado de manera protectora por encima de sus hombros. Otra fotografía, con el borde festonado, mostraba a mi tía con un vestido claro y holgado, y en la mano una rosa a medio abrir. Me miraba con aquellos ojos tan familiares, dulce y desdichada. Ésa me la guardé en el bolsillo. Fui al cuarto que compartía con Hwa y lo exploré en busca de un escondrijo, pero no hallé nada apropiado. Al final la escondí detrás de otra fotografía. La inserté en un marco, debajo de la foto de la boda de mis padres.
Una semana después de la huida de Yinan, mi madre anunció que nosotras también nos mudábamos al este, a Shanghai. Para entonces yo ya conocía a mi madre y adiviné los motivos de su decisión: Shanghai estaba cerca de Yinan, pero no demasiado. Las siguientes semanas fueron un puro trajín, con las amigas de mi madre trayéndonos viejos muebles y atavíos en pago por sus deudas de mahjong. Nos hicimos con un botín de pergaminos, un juego de mesas y hasta un violonchelo. Entonces, en la primavera de 1946, a mis trece años de edad, nos instalamos en una elegante casa de Shanghai, cerca del viejo barrio francés.
Los años siguientes crecí como las espigas, larga, esbelta y con el cuello vencido hacia delante. Mi madre me lo advirtió:
– Serás una mujer muy atractiva, no la típica belleza. Has sacado una mezcla muy variopinta de nuestros rasgos.
Tenía los ojos alargados de mi madre pero las cejas espesas de mi padre; la cara ovalada de ella y el cutis atezado de él. Mi padre, que aseguraba ser de ascendencia norteña, me había legado la estatura y la piel ocre de los bandidos mogoles.
– Pero no te olvides -dijo mi madre- de moverte con donaire. Tu padre es general y tu belleza deberá basarse en tener eso presente.
Lo de que mi padre era general me lo recordaba cada dos por tres. Si trataba mal a Hwa o levantaba la voz, me decía:
– Acuérdate de quién es tu padre.
Yo llevaba una vida muy limitada, de casa al colegio y del colegio a casa, pero mi madre, no sé cómo, siempre encontraba algún pretexto para recordármelo. Sus amonestaciones me dejaban perpleja. ¿Por qué insistía en que me sintiera orgullosísima de mi padre cuando su relación con él la causaba tanto dolor? Yo no soportaba su dolor. Y peor aún, no me fiaba de mis propios sentimientos hacia mi padre. Lo añoraba con tanta furia que me daba vergüenza.
En medio del caos que era el Shanghai de la posguerra, Hwa y yo llevábamos una vida de niñas ricas. Todos los días nos despertaba una doncella, que ya nos había dejado preparada la ropa que habíamos de vestir. Mi madre nos matriculó en un colegio privado donde recibíamos clases de inglés intensivo, así como de historia, literatura y matemáticas. Entre semana, Hwa y yo nos poníamos nuestros uniformes almidonados y cogíamos el autobús del colegio; los sábados y domingos íbamos al Bund a mirar escaparates. Hwa se adaptó al cambio con una facilidad digna de admiración. Era una cabeza más baja que yo, y con su blusa blanca, su faldita escocesa y sus mocasines pulidos, parecía de lo más casta y recatada. Enseguida hizo buenas migas con nuestras compañeras de colegio y sus hermanos, con todos menos con Willy Chang, un chiquillo delgado y vivaracho que tenía una hermosa caligrafía. Siempre que Willy andaba cerca, Hwa fruncía el ceño y se quedaba prácticamente inmóvil, como si batallase interiormente con algo.
Yo lo pasé peor. No me interesaba la vida social; me pasaba el día leyendo novelas, cuentos de hadas y los escandalosos folletines que me llevaba a escondidas a mi cuarto por las noches. Crecía tanto que mi madre tenía que encargarme los zapatos en una tienda especial y comprar tela adicional para alargarme el uniforme del colegio. Gracias a ella y a Hwa yo llevaba el peinado, el abrigo y los calcetines adecuados, pero lo que no me controlaban era la mente, que seguía bulléndome desenfrenada, dando rienda suelta a los pensamientos más peligrosos y atormentados. Rodeada de corrección y decoro, segura bajo la protección de mi madre, empecé a sentirme parte de un plan perturbador.
En el libro de cuentos de Yinan, un forastero salvaje y harapiento se transformaba en un joven apuesto. Los deshollinadores resultaban ser reyes. Y mendigos misteriosos poseían una iluminación digna de santos. En Blancanieves y Rosarroja, dos hermanitas acudían a ver quién llamaba a la puerta de su cabaña y, al abrirla, se encontraban con un oso negro y feroz, pero cuando se hacían amigas de él, el oso se convertía en un hermoso príncipe. Me di cuenta de que en la oscuridad había pasión. Y supe que, como mujer, terminaría cayendo en esa oscuridad.
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