Lan Chang - Herencia
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El Café GG resultó ser un gran salón cuadrangular, cargado de humo y con lámparas de pantalla, ventiladores en el techo y láminas francesas enmarcadas en las paredes. La clientela era más bien joven, cosmopolita y algo bohemia, y se podía pagar en yuanes, francos, libras y dólares. Esperé un cuarto de hora, observando las formas borrosas y relucientes que se movían tras el cristal: una vieja tocada con un pañuelo amarillo y acuclillada detrás de una docena de birriosas muñecas hechas de farfolla; dos peatones enfundados en lujosos chaquetones de suave lana, abrigados e impasibles. El más alto de los dos sacó una mano para tirar el cigarrillo, y, cuando la colilla incandescente cayó al suelo, la vieja estiró el brazo y la cogió.
Un chico bien parecido se acercaba por la calle con una basta chaqueta de faena y unos zapatos de suela gruesa. Tenía un remolino en el flequillo y llevaba el pelo bien corto, lo que dejaba ver unos huesos fuertes, unas cejas espesas y una nariz con caballete. Un chico del montón, sí, pero que desbordaba seguridad en todos y cada uno de sus movimientos. Caminaba con la cabeza alta, leyendo los letreros de las tiendas y de los toldos, y su rostro despierto irradiaba inteligencia. Cuando vio lo que iba buscando, llegó hasta el café y echó la mano al picaporte.
La puerta se abrió. Era Hu Ran.
– Señorita -dijo en el dialecto de Hangzhou, el dialecto de nuestra niñez. Tenía la voz ronca, de tenor. No podía dejar de mirarlo. Era como si, al salir de la calle, Hu Ran hubiese devuelto el mundo a la realidad.
– Hu Ran -dije. Le tendí la mano y dejé que me la cogiese-. ¿Cómo estás? ¿Qué andas haciendo ahora?
– Vivo con mi madre, en Hangzhou.
– No bebo café -le dije.
Su sonrisa dejó al descubierto una hilera de dientes parejos.
– Yo tampoco. Nunca había estado aquí. Pero quería que nos viésemos donde nadie nos conociese.
Mientras nos bebíamos el té, traté de dominar el miedo. Lo observaba con cautela, intentando taparlo con el vaso: la boca generosa, la mirada atenta y enérgica. Estaba nervioso. Se puso a hablarme de la guerra, para lucirse. Yo escuchaba su voz, la voz de la niñez, renovada y ahondada con las cadencias de un extraño conocido, teñida con el leve acento cantarín de Chongking. Me habló de sus propias andanzas en Chongking, de cómo una vez hubo de llevar un mensaje durante el apagón antiaéreo, en plena noche. Había visto a la policía del Kuomintang matar a un hombre por fumarse un cigarrillo durante el apagón. Mientras el hombre chillaba y se retorcía de dolor, la minúscula brasa de luz roja seguía incandescente en el suelo. Otra noche vio cómo los del Kuomintang ejecutaban a todos los hombres que hicieron bajar de un camión, acusados de cometer pequeñas fechorías.
Por detrás de mis asentimientos y mis respuestas, mi mente maquinaba una estrategia. Sin dejar de mirarle a los ojos, hice un círculo con los labios y soplé sobre la superficie reluciente. El vapor que se elevó de mi taza le difuminó el rostro.
– Cuando nos mudamos a Hangzhou -dijo- mi madre me hizo escribirle una carta a la tuya en la que le explicaba que estaba cuidando de Yinan y de Yao. Esperaba que a tu madre le sirviese de consuelo.
Mi madre no me había mencionado nada.
– Tiene una casa enorme -dije para defenderla-. No necesita que la consuelen.
– No es eso lo que piensa mi madre.
Cogí la taza con ambas manos buscando confortarme con su calidez.
– ¿Y qué es lo que piensa tu madre?
Levantó la barbilla sin dejar de mirarme.
– Que lo que de verdad vale en la vida es tener conciencia de haber sido generoso con los demás. Que los bienes materiales no significan nada cuando te apartas de los demás.
– ¿Es eso lo que tú piensas?
– No lo sé. Sólo sé que no tengo ningún interés en hacerme rico.
¿Qué clase de combate era aquél? En un momento dado de nuestra charla, el aire se había espesado entre nosotros y había comenzado a centellear. Recordé el brillo del sol otoñal a través de las hojas del sauce, los destellos entrevistos del radiante cielo de otoño. Lo niños que éramos entonces.
– ¿Cómo está Yao? -pregunté.
– Creciendo. Le está cambiando la cara; se parece a tu madre. A veces se parece un poco a tu hermana.
El comentario me pilló de sorpresa.
– ¿Pero te acuerdas de Hwa?
– La he visto aquí, en Shanghai. -Hu Ran miró la taza-. La vi una vez con Weiwei, creo que iba a casa de una amiga. Así es como se me ocurrió buscar a Weiwei y darle un mensaje para ti.
– ¿Ya habías venido a Shanghai?
– Muchas veces.
– ¿Y me habías visto antes?
Miró a otra parte.
– Bueno… -Hizo una pausa-. Después de ver a Hwa y a Weiwei pasé por delante de tu casa. Un día vi tu lámpara. O al menos eso creo, que era la tuya, en la ventana del piso de arriba, la de la izquierda. Todos los demás se habían acostado. Me figuré que estarías leyendo, como Yinan, o haciendo los deberes. Algo tienes que me recuerda a ella. Y no es la cara.
Absorta ante semejante posibilidad, no acerté a responder nada. Un escalofrío me recorrió la columna: el terror latente que acechaba en mi sangre.
Me entraron ganas de echar a correr. Pero mantuve la compostura. Charlamos un poco más, sin el menor entusiasmo, hasta que dije que tenía que irme.
Hu Ran respiró hondo.
– ¿Quieres que quedemos la semana que viene?
– Vale.
– ¿Qué vas a decirle a tu madre?
La pregunta me pilló de sorpresa. Me quedé mirando aquellos ojos oscuros de color indefinido.
– Que me voy a dar una vuelta con Pu Li -dije-. Pu Li le gusta.
Supe que había ganado.
Hu Ran insistió en pagar la cuenta. Debido a la profunda inflación, llevaba el dinero en un bolso muy pesado colgado a en bandolera. Salimos juntos del café. Era esa hora de la tarde en que el sol parece detenerse en su periplo por el cielo, antes de dar un último acelerón y rematar el día. Ese momento nunca parece tan terriblemente inerte como en esa época del año, cuando los últimos rescoldos del cielo invernal desaparecen diluidos en el crepúsculo. Caminamos durante un rato. Se me quedaron helados los dedos y pensé que más me valdría coger un autobús. Vi acercarse uno, pero me fui hacia él de mala gana. No quería irme a casa. No quería encontrarme con el rostro hambriento y la mirada glacial de mi madre cuando yo me sentía tan fuerte y tan llena de vida.
Esa noche, mientras me cepillaba el pelo, Hwa llamó a mi puerta. Antes de vivir en Shanghai siempre habíamos compartido habitación, pero ahora mi madre decía que teníamos que acostumbrarnos a vivir como habríamos de hacerlo en el futuro. Así que teníamos cuartos separados, lo que obligaba a cierta formalidad en las visitas. Era una situación curiosa. Hwa se quedó en el umbral, esbelta e insistente. La invité a entrar; cerró la puerta: otra situación curiosa. Le dije que iba a volver a verme con Hu Ran la semana siguiente. Se sentó con firmeza en la cama.
– ¿Estás enamorada? -preguntó-. ¿Lo amas?
No me esperaba esa pregunta y no podía responder en el acto.
– Creo que no.
Hwa descruzó las piernas y volvió a cruzarlas.
– ¿Cómo se sabe?
– ¿Cómo se sabe qué?
– Si amas a alguien.
Podría haberle dicho la verdad: que no lo sabía. Podría haberme dado la vuelta y esperar a que se fuese. Pero había cierta tensión en su voz, como en una cuerda estirada, y eso me animó a consolarla.
– Claro que lo sabes -dije-. Ya has visto lo que siente mamá por papá.
Hwa no dijo nada.
– O lo que sientes tú por Willy Chang -añadí, en una segunda tentativa.
Apretó los labios.
– No hables de Willy.
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