Lan Chang - Herencia
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En diciembre de 1941, cuando el enemigo atacó por fin a los Estados Unidos, la gente se echó a las calles a celebrarlo, creyendo que los americanos aplastarían a los japoneses y que la guerra concluiría en breve. Pero los Estados Unidos necesitaban prepararse, y a medida que iba pasando aquel largo invierno, se hizo evidente que Chongking era vulnerable desde el sur. El imperio británico se iba al traste. Singapur cayó en manos del enemigo. Luego, Japón atacó una zona de Birmania peligrosamente cercana a la carretera del mismo nombre, esto es, la principal ruta de abastecimiento. La división de mi padre era una de las muchas destacadas en Birmania a las órdenes del general estadounidense Joseph Stilwell. A comienzos de la primavera de 1942, su regimiento tenía tomada la ciudad de Toungoo y estaban casi rodeados por el avance nipón.
Todos estos años he intentado imaginármelo: una columna de soldados chinos extendida a través de los bosques y las colinas del centro del país, bajo el fuego cruzado de la artillería, en medio de aldeas en llamas. Aviones japoneses sobrevolaban sus posiciones. Mi padre no era más que una mota diminuta en ese mapa, más pequeño que una chinita en un tablero de go. Y puede que él mismo se viese como una ficha de un juego enorme, al pie de montañas que se inclinaban sobre ellos como gigantes encorvados.
Mi padre se dedicaba a marchar, dormir y combatir. Disparaba a las sombras, a los matorrales, a los animales y a los hombres. Mató a más de uno. Pero en cada escaramuza se veían obligados a retroceder y correr para ponerse a salvo de los aviones que los bombardeaban. Se despertaban con el fragor de los cañonazos, meándose en los pantalones; vomitaban de agotamiento y terror. El enemigo tenía mejores tanques y fusiles. Con el paso de las semanas fueron perdiendo uno, treinta, sesenta kilómetros. ¿Dónde estaban los refuerzos? Le llegó el rumor de que otras tres divisiones, incluida la trigésimo octava de Sun Li-jen, venían tras ellos, pero su viejo comandante estaba a ciento cincuenta kilómetros, esperando la confirmación de las órdenes del Generalísimo. Para el caso era como si estuviesen en la Luna. Chiang Kai-chek no estaba dispuesto a sacrificar más tropas de élite. El regimiento de mi padre ya lo habían dado por perdido y los pocos que quedaban no tardarían en huir en desbandada hacia las colinas.
Los birmanos, furiosos tras largos años de dominación británica, no lamentaron su marcha. Algunos guiaban a los convoyes japoneses por pistas de tierra y carreteras secretas, y atacaban al regimiento por la retaguardia. Así perdieron Toungoo. Por esa época les llegó la noticia de que los británicos habían pasado Prone de largo y perdido Pyinmana. A primeros de abril, Mandalay era pasto de las llamas. Sólo quedaba en pie el palacio real, fulgurante por el resplandor de los incendios. A mediados de abril, los británicos se batieron en retirada, arrasando valiosos yacimientos petrolíferos a su paso. El cielo estaba cubierto de humo y llamas, y crepitaba con el parloteo de los aterrorizados monos. Li Ang tenía el pelo impregnado del hedor de la gasolina y los cadáveres.
Un día se despertó espantado al oír un rugir de motores en lo alto. Salió disparado de la tienda, descalzo, y se refugió entre los árboles. Entonces vio al general Chou Gaoyao que se acercaba corriendo hacia él. A menos de siete metros, Chou se paró en seco con una violenta sacudida y cayó al suelo como un saco de patatas. Esa noche incineraron el cadáver de Chou y le dieron las cenizas a su primo, Chou Tuyao, para que se las llevase a la familia. El lugar de Chou pasó a ocuparlo el coronel Kwang, ascendido a tal efecto. Kwang era el oficial intachable que se había casado con Hsiao Meiyu, que ya le había dado una hija. Dio muestras de singular arrojo al dirigir lo que quedaba de su brigada contra una unidad japonesa que los doblaba en número. Pero el final estaba cerca. Al este, los japoneses rompieron el cerco aliado. Las tropas enemigas cortaron la retirada de los soldados aliados, y el regimiento de Li Ang se dispersó a los cuatro vientos.
Los que quedaban con vida emprendieron el largo regreso a China, cargando cuanto pudieron en los pocos jeeps abandonados por los británicos. Llevaban consigo armas y agua. A sus espaldas, los japoneses proseguían su avance.
Una mañana cálida y radiante a comienzos de la primavera, llegaron a un puente. Atrás había quedado el enemigo; delante y alrededor de ellos, los refugiados en huida: campesinos, labriegos, tenderos. Tantos, que oscurecían los dos carriles del puente.
Al frente de la retirada iba el general Mao. Li Ang lo acompañó a reconocer la situación y, durante un buen rato, se quedaron sin habla. Vieron dos coches abandonados en mitad del puente que entorpecían la circulación fluida de la muchedumbre. Los refugiados avanzaban lentamente hacia lugar seguro cargados con sus preciados enseres: un viejo baúl de hojalata; un pato de madera; un fardo enorme de muselina roñosa. El aire era caliente y pegajoso, no se movía ni una hoja y apestaba a humanidad. Li Ang se giró en dirección a Birmania. Zarandeado por aquella multitud en movimiento, chocándose con un hombro tras otro, cruzándose con una cara tras otra, sollozantes la unas, concentradas las demás, algunas sencillamente inexpresivas, Li Ang empezó a sentir una inquietud rayana en la claustrofobia. Era por la densidad del gentío y su silencio. Nadie tenía fuerzas para hablar. La ausencia de conversación era antinatural; sólo se oían órdenes: «Más deprisa», «Por aquí», o gritos y consignas repentinas.
Se volvió hacia el puente. El muslo se le trabó en una soga tensa y se trastabilló. De no ser por los refugiados que lo rodeaban, se habría caído al suelo.
Se percató de que había tropezado con la cuerda que enlazaba a una madre y su hijo que avanzaban en dirección contraria, hacia Birmania.
– ¡Cuidado! -dijo el niño. Su voz resonó en el aire; una vibrante nota de ferocidad en mitad de aquel silencio fantasmal.
Li Ang le miró a los ojos. Era un niño enjuto y pequeño para los diez años que debía de tener, con una cara huesuda y triangular y unos ojos perspicaces. Llevaba el pelo corto y se le veía el cuero cabelludo, de color verdoso. Su fatigada madre tenía un pañuelo rosa en la cabeza. Li Ang reparó en sus bolsas vacías y cayó en la cuenta de que debían de cruzar el río todos los días, para venderles mercancías a las hordas de refugiados que ya habían llegado a la otra orilla, tras lo cual regresarían a este lado sólo para cruzar nuevamente con más productos, siempre atados por la cintura para no extraviarse entre la multitud.
– ¿Qué pasa? -dijo Mao a su espalda-. No se detenga.
Li Ang se hizo a un lado para dejar pasar a la madre y al hijo.
– Por aquí -gritó Mao, señalando a la derecha, donde la multitud había formado un remolino.
Li Ang se abrió paso a empujones hacia el pequeño espacio vacío.
– Tenemos que volarlo -gritó Mao. Escupió y aguardó a que Li Ang respondiese-. Hay que esperar a que llegue el enemigo, tal vez incluso mientras lo cruzan, y dinamitarlo; que salte por los aires.
– Pero seguirá abarrotado de civiles -dijo Li Ang.
– ¿Qué se cree, que podemos invitarlos a que crucen ellos primero? Que llamen a Chang.
Chang era muy poquita cosa -Li Ang apenas lo veía acercarse entre la muchedumbre- pero muy espabilado y se le daban bien las armas y los explosivos. Mandó a sus hombres que colocasen cargas de dinamita en el puente y que instalasen el detonador en el puesto de control del lado chino.
Fue pasando el tiempo. La multitud avanzaba premiosamente, callada y ansiosa. Vio cómo los hombres de Chang colgaban la dinamita de los pilones desde la orilla birmana. Una vez terminada la faena, treparon hasta el puente. Ellos dos -Li Ang y Mao- fueron los últimos de su grupo en cruzar el río.
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