Lan Chang - Herencia
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El avión se aproximó al Yang-Tsé, siguiendo el ancho delta que se adentra en el continente. Li Ang divisó las huestes del Octavo Ejército Comunista. Había miles de soldados concentrados en la orilla norte, a la espera. Eran tantos que ennegrecían la tierra. En el propio río había reunidas unas pocas docenas de juncos y gabarras. Al sur del río no vio nada.
Mientras veía congregarse al ejército que habría de tomar la ciudad, le vino a la memoria la historia, oída años atrás, de Wu Shao, el niño que le había robado el almuerzo a Wang Baoding en el colegio. Recordó la imagen de Baoding inclinado hacia él, con aquella cara de amargado veteada de manchas vinosas, los ojos alargados y astutos, y los labios descoloridos. «Era un niño sin una familia como Dios manda, sin educación, sin ninguna posesión, sin dinero…» Ahora Li Ang cayó en la cuenta de que Baoding se estaba refiriendo a él. Qué pensaría Baoding si lo viese ahora, se preguntó. Pero Baoding llevaba mucho tiempo desaparecido, muerto o desterrado por los mismos japoneses cuya importancia había minimizado.
Sintió un dolor punzante en el pie. Había sufrido lesiones en los vasos sanguíneos y cuando llevaba un rato sentado sin moverse, le dolía. Sentía un hormigueo en los dedos amputados y tenía ganas de restregárselos, de rascárselos. El aire estaba enrarecido; le temblaban los párpados; se quedó dormido. Volvió a ver, esta vez desde lo alto, la mesa del banquete. Vio a su hermano, que observaba atentamente. «¿Sabes, jovencito, lo que más me llama la atención de las componendas que se trae tu ejército con el Partido Comunista? Que no parecéis daros cuenta de que en cuanto cese la amenaza japonesa, los comunistas no dudarán en apuñalaros por la espalda.»
Y entonces se alejaba de la boda. O igual es que sus pensamientos sencillamente lo abandonaban y se internaban por una senda vagarosa que la malaria había desbrozado. Hacia el norte, la infantería comunista seguía formando en grupos bien disciplinados y los juncos y gabarras se congregaban en el río. Más cerca de Shanghai, el terreno, abancalado a conciencia, albergaba verdes y exuberantes arrozales. Vio filas de campesinos vestidos con harapos azules y pardos que cavaban trincheras y levantaban empalizadas de bambú en torno a la ciudad. Dentro de la ciudad, vio almacenes y embajadas, islotes sitiados en medio del caos. Vio el humo de las pequeñas lumbres de carbón con que la gente se calentaba las manos y bancos asediados por muchedumbres que pedían oro a gritos.
El peligro de todo eso radicaba en que a uno le hacía pensar. Mientras miraba desde las alturas, Li Ang se asombró del derrotero que había seguido su vida. Si se hubiese quedado en la comarca donde nació, ¿se habría unido a los nacionalistas? ¿O estaría en el otro lado, apiñado al norte del río, esperando a irrumpir en la ciudad como una exhalación y tomarla para entregársela a las gentes del campo que la alimentaban? Recordó a su hermano apretujado contra el muro de la residencia de estudiantes, la curva de su oreja, la forma de la cabeza apenas visible en la luz del amanecer.
Horas después, ya en tierra, Shanghai desfilaba ante sus ojos como una sucesión de vívidos fogonazos, trágicos y absurdos, mitad conocidos, mitad extraños. Vio una joven esbelta, vestida con unos pantalones viejos y una blusa suelta, que le resultó familiar. Se fue hacia ella corriendo pero cuando la chica se dio la vuelta, vio la cara de una desconocida.
– ¿Tiene algo para vender? -le ladró.
Li Ang le cambió una moneda de oro por un buen fajo de dólares suaves como el jabón. Los habían lavado y planchado para que valiesen más al cambio. Pasó por delante de una pequeña papelería y entró. El consabido olor a papel y tinta hizo que le temblasen las manos.
– ¿Dónde puedo mandar un telegrama?
El tendero se limitó a fruncir el ceño; tal vez hablase otro dialecto.
Salió de la tienda y de nuevo se echó a deambular por las calles. La ciudad rezumaba malestar: gente destrozada, caras destrozadas. Se planteó qué hacer a continuación.
Fue entonces cuando le pareció oír que alguien lo llamaba por su nombre.
– ¡Li Ang! ¡Li Ang!
Sintió un escalofrío y apretó el paso.
– ¡Li Ang!
Más cerca. Li Ang se dio la vuelta muy despacio.
Un hombre menudo y de mediana edad llegó corriendo hacia él, haciendo caso omiso de semáforos y de los demás peatones. No era un militar: el gesto ansioso y la actitud abierta lo delataban. Cogió a Li Ang de la mano.
– Chen Da-Huan -dijo-. Soy yo, Chen Da-Huan, de Hangzhou, hace mucho, antes de la ocupación. No me extraña que no te acuerdes de mí. Han pasado más de diez años.
Poco a poco, el nombre ascendió a través de los estratos de los años transcurridos. Los Chen habían sido vecinos de la familia de Junan en Hangzhou. El padre, el viejo Chen, había estado presente en aquella partida de paigao y fue el testigo de su boda. Ahora que tenía a Chen Da-Huan delante, visualizó al viejo, un hombre bajito enfundado en un traje cruzado inglés perfectamente planchado, que exhibía los palillos al llevarse un huevo de paloma a la boca.
– Chen Da-Huan -dijo Li Ang.
– Han pasado muchas cosas. Oí que te habían herido. Tienes aspecto de haber sufrido lo tuyo. Pero sigues sano, con vida.
– Me manejo bastante bien.
– Pues teniendo en cuenta lo que oído, eso significa que eres un tipo con suerte.
Li Ang asintió con la vista fija en Chen. Él también había sufrido: no había más que ver aquellos ojos avejentados prematuramente, parecidos a los de los soldados, aunque sin el hastío vital que aflige a quien ha presenciado, cuando no causado, una muerte violenta.
Chen seguía hablando en el dialecto de Hangzhou que le resultaba tan familiar…
– … hermano y yo fuimos a la universidad de Lianda. Después, durante la guerra, pude finalmente mandar a buscar a Yang Qingwei y casarme con ella en Kunming.
Sí, Li Ang lo recordaba: Chen Da-Huan se había enamorado de una amiga de Junan llamada Yang Qingwei, de la cual había tenido que separarse a raíz de la ocupación.
– Celebro oírlo -dijo-. ¿Qué estás haciendo en Shanghai?
– Hemos venido a ver a un especialista. -Hizo una pausa-. Está embarazada. Pero ha sufrido una recaída de la tuberculosis. Me temo que se va a morir.
Li Ang meneó la cabeza. Apenas recordaba a Yang Qingwei, una niña dulce de sonrisa nostálgica. Nunca habría imaginado que pudiese sobrevivir a la ocupación, al viaje hasta Kunming y a la guerra.
– Me sorprende verte aquí. Me habían dicho que estabas en Taiwán -dijo Chen Da-Huan.
– He vuelto… por poco tiempo.
– Vaya momento más extraño para volver, amigo mío.
– Es por trabajo -dijo Li Ang.
Chen Da-Huan asintió con la cabeza. Parecía extenuado, con aquella cara gris y la mirada atormentada.
– ¿Cuánto llevas viajando? -preguntó Li Ang-. Deberías descansar.
Chen Da-Huan sacudió la cabeza.
– Tengo una cita. Voy a visitar a una persona… a ver si saco un dinero para ayudar a Qingwei.
– ¿Quién es?
– Un hombre influyente. Estoy tratando de comprar oro al precio oficial para venderlo en el mercado negro. Estos años, con tantos problemas, terminamos perdiendo la casa de Hangzhou y la que teníamos en el campo. La de Shanghai la vendimos al terminar la guerra. La habían saqueado y ya no podíamos mantenerla. Además, los precios estaban bajos… y no paraban de caer. Teníamos unas fincas al norte, en el campo. Pero los campesinos… -Paró de hablar-. Se avecinan tinieblas, unas tinieblas que jamás me habría imaginado. Ya no somos nadie, no tenemos nada. Pronto estaremos perdidos. Y Qingwei… Ha empezado a toser sangre… Algún médico hay -a uno lo he conocido aquí- que todavía podría servirnos de ayuda. Pero con esta inflación… Cuando salimos hacia aquí tenía cuatro millones de yuanes. Pensaba que con eso nos llegaría hasta Hong Kong. Pero durante el viaje los precios no han hecho más que subir… -Se calló y miró a otro lado-. No tengo bastante -dijo-. Hemos llegado hasta Shanghai. La he llevado al especialista y me ha dicho que sólo pueden salvarla en Hong Kong.
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