Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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El torbellino cesó al oír ese nombre.

– Yinan -dijo él.

– Es importante.

– No puedo -dijo-. Hicimos un pacto.

Por fin se marchó la mujer. No volvió más, y Li Ang lamentó haber deseado que se fuera.

Los pies le dolían y le picaban. La fiebre le subía y le bajaba, dejándolo mareado y con los ojos vidriosos por la extenuación. Mil ecos resonaban en su mente. Todas las noches soñaba. Estaba con Li Bing en el puente. Alrededor de ellos, el mundo se hacía pedazos. Entonces el puente se resquebrajaba entre ambos y Li Bing desaparecía sin dejar rastro.

Junan fue a verlo al hospital. Le puso una fotografía enmarcada de sus hijas junto al cabecero. Se negaba a llevarle el periódico, pero le leía poesía y novelas de kungfu. Siempre que le volvía la fiebre, se la encontraba sentada a su lado, fuerte y serena, enjugándole la frente con un paño húmedo.

Una tarde trató de explicárselo.

– Es como si me faltase algo.

– El pie se te curará enseguida. Te pondrán una almohadilla en el zapato y podrás caminar con toda normalidad.

No volvió a mencionarlo.

El viento de la historia le pasó por encima. El general estadounidense Joseph Stilwell asumió el mando de los regimientos que habían logrado escapar a la India. Allí, él y el general Sun planeaban una nueva ofensiva para romper el cerco japonés desde el oeste y coger al enemigo por sorpresa. A todo esto, el ejército nipón se acercaba por el este. Una vez más, contaban con tanques, artillería y bastimentos. La infantería china no tenía vehículos, sólo un batiburrillo de armas de antigüedad y procedencia indefinidas. Cada soldado marchaba con una ración de arroz colgada del cuello. Los trenes iban llenos hasta los topes de refugiados que viajaban agarrados hasta del quitapiedras y dormían encima de los vagones. Cuando Guilin cayó en poder del enemigo, las puertas de los edificios vacíos, tabicadas con tablones, aparecieron empapeladas con carteles rojos y negros que llamaban a la resistencia.

Li Ang se encontraba entrenando tropas en Kunming cuando los estadounidenses bombardearon Hiroshima y Nagasaki. Tras la rendición japonesa, lo ascendieron a general y lo recompensaron por su extraordinario valor. Pero no tuvo mucho tiempo para celebrarlo. La derrota de los japoneses dio paso a una nueva guerra. A Li Bing y a sus camaradas les había ido bien en el campo y el país estaba a punto de caer en manos de los comunistas. Li Ang recibió órdenes de entrenar a soldados del ejército nacionalista. Procurarían mantener el control del país el máximo tiempo posible. Pero la probabilidad de la derrota, de la huida, se hizo inevitable. En la primavera de 1948, Li Ang fue trasladado «temporalmente» a Taiwán. Hasta allí le llegaron con regularidad mensajes de Junan y a veces de sus hijas. De Yinan o de su hermano, ni una palabra.

Fue durante su estancia en Shanghai cuando cobró plena conciencia de que le faltaba algo. Esta evidencia no se debió a ninguna crisis. Se trató más bien de un período de calma durante el cual el mundo se volvió diáfano y ligero, y sus percepciones paulatinamente más lúcidas. Se percató, una vez más, de su singular dilema. No echaba de menos su antigua convicción de que saldría ileso de este mundo. Ésa la había perdido junto con su paso firme y su vigor irreflexivo. Eran dones que nunca le habían pertenecido. Lo que le habían hurtado era otra cosa, algo más esencial.

Siempre que evocaba Chongking, con su calor y sus escaleras empinadas y atiborradas de gente, con sus calles y sus casas, destruidas con la misma rapidez con que habían sido levantadas, esos recuerdos se le hacían más vívidos y precisos que el mundo exterior. En esa época había estado presente, vivo, en posesión de un entendimiento que ahora se le ocultaba. Se pasaba el día y la noche acordándose de Chongking; sus recuerdos eran como una enfermedad que sumía en un mundo de ensueño cuanto le rodeaba.

Ella le había dicho que lo amaba. Supo que lo decía de corazón, pero aquella actitud alerta, aquel candor lo habían desconcertado. Una vez hecha semejante declaración, ya no había forma de ignorar lo ocurrido.

«No podemos volver a vernos», le dijo, y él no fue tras ella; su alma, en cambio, sí que la siguió, en cierto modo por lealtad a un vínculo que él no había identificado. No sabía a ciencia cierta cuándo había empezado a obsesionarse por ella. Lo que ocurría, sencillamente, era que, con el paso de los años, había terminado por contemplar el período posterior a su aventura con Wang Yinan -la época en que se marchó de Chongking rumbo al frente y todo lo que aconteció después- como una especie de secuela. Nada de lo sucedido aquellos años le merecía el menor interés, ni siquiera el ascenso a general. Sólo le importaba un período concreto: los meses que Yinan y él habían pasado juntos en Chongking.

Escribió a Junan preguntándole si había tenido noticias de su hermana. Era lo más que se atrevía a hacer. Recibía respuestas desenfadadas y repletas de noticias -de la casa, de sus dos hijas, de la viuda de Pu- pero ni la menor mención de Yinan. No había habido reconciliación.

Lo más probable era que Yinan hubiese encontrado a otro. Esperaba que así fuese. Con todo, tenía sus dudas, que eran como un dolor fantasma. Volvía a ser de nuevo un niño, con la marca orgullosa de sus leves cicatrices y las miras puestas en sacarse un dinero fácil en una timba de paigao en casa de un mercader del barrio. Era un joven en su noche de bodas, con una confianza a prueba de balas y grandes ilusiones, que atisbaba por las ventanas con el corazón desbocado. En la habitación contigua lo esperaba su destino ataviado con un rutilante traje de novia. En cambio, se quedó mirando por la ventana a una niña vestida con un pijama del color de las polillas.

Ella le había arrebatado algo. Tenía en sus manos un trozo de su deseo. Y sin eso, era un inválido.

Junan escribió avisándole de que pronto se reunirían con él en Taiwán. De tan flemática misiva dedujo que la situación en Shanghai se había agravado. La ciudad no tardaría en caer en poder del enemigo. Por fin estarían juntos, decía Junan.

Bebió más de la cuenta para celebrar el Año Nuevo Lunar. Se quedó tumbado en su cuarto, desorientado, escuchando la algarabía de la calle, unos jóvenes de parranda. Puede que fuesen sus propios soldados, que quizá no se imaginaban que los habían arrancado de sus hogares para siempre y que ya habían emprendido una vida de emigrantes.

– ¡Li Ang! ¡Li Ang!

El rostro de Hu Mudan volvía, una vez más, a flotar ante sus ojos.

– ¿Qué pasa?

– Vamos, borracho idiota, debes darte prisa. Todavía tienes oportunidad de encontrarla.

– Yinan está en el continente. Muy lejos.

– Sabes que los tuyos perderán el país. Como no vayas a verla ahora, los comunistas te cerrarán el paso.

Hu Mudan había envejecido en los últimos años. Sus pequeños ojos almendrados se le habían hundido y tenía arrugas más profundas en las comisuras. El tiempo la había desgastado, como habría de desgastarlos a todos.

La semana siguiente cogió un avión a Shanghai. Un estadounidense que había conocido en Kunming, piloto de las viejas líneas aéreas nacionales, iba a sacar del país a unos amigos. Li Ang lo arregló todo para volar con él. No se lo contaría a Junan. Tenía previsto enviar un telegrama a la iglesia metodista de Hangzhou. Luego, cogería el tren a Hangzhou y, una vez allí, iría a la iglesia y preguntaría por la americana. Ella conocería el paradero de Yinan. No ensayó lo que iba a decirle cuando la viese. Ni siquiera tenía claro el propósito de la visita. Quería verla, eso era todo, y esta necesidad reemplazaba cualquier cosa que pudiera decir.

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