Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Me giré hacia el espejo. Vi a una chica esbelta con una cara como un óvalo de oro, vestida con un pijama blanco y holgado que relucía igual que un par de alas iluminadas al trasluz. Yo no era hermosa al estilo de mi madre, cuyo rostro, incluso en la madurez, poseía la simetría inmóvil y delicada de los intrincados pliegues del papel de arroz. Pero era expresiva y vital. Detrás de mí estaba Hwa, toda repipi y con la boca fruncida en un mohín amargo. Era atractiva, flexible, despierta; pronto ella también sería guapa.

– No -dijo de pronto-. No quiero estar en poder de nadie.

Le ardían los ojos.

A mí tampoco me pasaría eso. Yo no iba a ser como mi abuela, ni como mi madre, ni como mi tía. Yo podría huir de ello, como hacía Hwa, o controlarlo. Si conservaba mi propio poder, nadie podría lastimarme jamás.

Hu Ran se alojaba en el Y, en un chiscón minúsculo con un ventanuco y las paredes sin pintar. El único lugar donde sentarse era el jergón. Me senté. Él se quedó de pie con aire incómodo. Lo cogí de la muñeca y tiré de él hasta que se sentó a mi lado.

A raíz de mi experiencia en el refugio antiaéreo venía mostrándome reacia a que me tocasen. No lograba perdonar la furia silenciosa de mi madre, ni la falta de piedad y el sufrimiento subyacentes en su actitud. Ahora Hu Ran y yo estábamos tan cerca que nos olíamos mutuamente el aliento. Su cercanía me afectó como una enfermedad. Allí, en aquel cuartito sin ventilación, una emoción física me embargaba los sentidos como una niebla envolvente. De repente sentí la necesidad de ponerle la mano en la desnuda garganta. Alargué el brazo a través de la niebla y noté el sólido palpitar de su pulso a través de las yemas.

– Hazme el amor.

– No -dijo-. No debo causarte problemas.

Me encogí de hombros.

– Quiero hacerlo.

– Me siento responsable.

– Eso es por el xingyi -le dije-. La lealtad de los criados.

Él puso cara de vergüenza; yo sonreí.

– Señorita…

– Que no me llames «señorita».

– Hong -dijo, enfadado. Y luego, más bajito-: Hong.

Una vez más atravesé la niebla y le puse la mano en la cara.

– Bésame.

– Hong, esto no está bien.

– ¿Es que no quieres?

Apartó la mirada.

– Pues claro que quiero.

Sentí un hormigueo en las manos.

– Hazlo -le dije-, o le digo a mi madre que lo has hecho de todas formas.

Se fue a por mí con rabia. Tenía los labios muy suaves.

Deslicé la mano entre los botones de su camisa y sentí los furiosos latidos de su corazón. Nos agarrábamos fuerte pero no lográbamos acercarnos lo bastante; forcejeábamos con alguna presencia invisible que llevábamos dentro, que nos separaba. Me apreté contra él, cada vez con más fuerza. Quería olvidarme del terror que llevaba en la sangre; quería viajar rumbo a lo oscuro. Pero mientras nos embarcábamos en ese viaje que nos esperaba desde que éramos niños, tuve la sensación de volverme más radiante y poderosa que ninguna otra mujer antes de mí. Mis yemas percibían los matices más sutiles del tacto; mis ojos veían a través de su piel, y no sé qué otro sentido, más potente que la vista, resonaba en mi interior. Tuve la intuición de que, alrededor de nuestro cuarto, la ciudad era pasto de las llamas. Las calles saltaban por los aires. China entera ardía. Caían derrocados los gobernantes y las torres se desmoronaban. Remolinos de agua azotaban las costas. Y, en medio de todo ese caos, corrí detrás de los que me habían tomado la delantera: de mi abuela, de mi madre, de mi padre y de Yinan. Los seguí con la esperanza de encajar en el mundo que ellos habían creado.

Había estado viajando por el delirio durante un período indeterminado y salió de él a duras penas, con las piernas temblorosas y los ojos deslumbrados. Tenía conciencia de haber escapado de algo, de haber sobrevivido.

En cuanto llegó Junan, supo que tenía que marcharse de Chongking. Pidió un destino con la esperanza de poder alejarse lo suficiente como para que todos olvidasen lo que había hecho. No sabía cómo podría terminar aquello. Lo único que sabía es que quería acción, entrar en combate de una vez por todas y poner fin a aquella bochornosa sensación de inutilidad.

Pero mientras se disponía a abandonar la ciudad no lograba sacudirse la sospecha de estar olvidándose de algo. Pronto sobrevolaría las montañas sin llevar encima algún artículo esencial, algo que podría salvarlo, algo que echaría en falta. Le pidió a Junan que repasase su lista. Ella le revisó el equipaje, incluyendo las vitaminas y las píldoras de quinina, y le garantizó que no le faltaba nada. A medida que se aproximaba la fecha de su partida, cayó en la cuenta de lo que había dejado sin terminar. El último día que pasó en Chongking acudió a casa de la americana.

Era esa época del invierno en que el frío es más intenso pero los días se van haciendo más largos. Un olor a carbón quemado sazonaba el aire. Yinan abrió la puerta vestida con un grueso jersey de lana gris que le ocultaba el cuerpo. Por lo menos tenía la piel clara y llevaba el pelo limpio. Su aspecto era bueno, parecía incluso rolliza, pero, a juzgar por aquella mirada retraída, no parecía alegrarse de verlo. Sin decir palabra, lo llevó hasta el salón. Había sillones de mullidos cojines, muebles de nogal, anaqueles pandeados bajo el peso de un sinfín de volúmenes en inglés y en chino, apuntalados con sujetalibros con forma de elefante. La estancia olía a libros, a cera para muebles y a un indefinible olor a raza blanca.

Yinan se sentó con los pies juntos, austera y remilgada, como una niña de colegio de monjas. Él se había olvidado de lo silenciosa que era. No quería quedarse mirándola, de modo que apartó los ojos, pero tuvo la sensación de que el vistazo fugaz que le había echado lo había devuelto a las tinieblas. Era como si estuviesen en una habitación sin luz donde lo único que percibía era el cuerpo de ella en la silla, y sólo mediante el tacto podría identificar su cara estrecha, con aquella cicatriz apenas visible en la frente. Casi sentía entre los dedos los espesos mechones de cabello que le caían por el cuello.

– Me marcho -dijo finalmente-. Me voy a la guerra. Quería despedirme.

Ella asintió con la cabeza.

– Todo lo que pasó… fue culpa mía. Me sentía solo, llevaba mucho tiempo solo. Nadie va a echarte la culpa.

Yinan estaba completamente inmóvil, como alguien que esperase una respuesta de Guan Yin.

– Si volvieses con tu familia, no habría ningún problema… Tu hermana lo comprendería. Estoy seguro de que te perdonaría.

– Por favor, Li Ang -dijo ella-, ten en cuenta tus sentimientos.

También ella estaba buscando a ciegas, tanteándole el corazón con sus delicados dedos. Él no soportaría enterarse de lo que ella podría encontrar.

– Por el momento -dijo-, tu sitio está entre ellas. Después todavía tendrías tiempo de casarte.

Al oír eso, ella lo miró con tristeza, como si de veras fuese su hermana y lo conociese tan cabalmente como una hermana conoce a sus hermanos. Vio a través de su nube de planes y ajetreos. Por la cara que puso, él se dio cuenta de que Yinan sabía, sin asomo de censura pero tampoco de duda, que estaba perdido.

– No puedo volver -dijo ella-. Te amo.

– Para -dijo Li Ang, levantando la mano.

– No debemos vernos nunca más -dijo ella.

Salió de Chongking y se abandonó al viento silencioso y racheado de la fortuna. Los años siguientes han sido expurgados de su historia. Sólo sé que le duró la suerte mientras luchaba por adaptarse. Pu Sijian le echó una mano. Se arrepintió muchas veces de haber tomado la decisión de ir al frente, pero muy pronto sus cuitas personales se vieron sepultadas por una batalla mucho más grande y desesperada.

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