Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Teníamos al enemigo encima.

– ¡Ayi! -grité-. ¡Ayi!

Pero Yinan no me oía.

Desde entonces he aprendido a detectar cierta expresión en la cara de la gente: el gesto típico de las personas que viven temerosas de una experiencia concreta, de un lago tenebroso que se les abre en la memoria y las engulle. Hay momentos del pasado que no podemos olvidar por más que ansiemos extraviarlos en el sueño, el amor o la sabiduría. Así, pasados todos estos años, cuando la memoria me engulle y me devuelve a aquella época, no consigo recordar el final de los bombardeos. No pienso en la subida a la superficie, tras pasar varios días bajo tierra, ni en la salida a la luz grisácea y aplastante. En cambio, lo único que veo es oscuridad, nada más que oscuridad y el temblor de los muros. Y recuerdo, en lo más hondo, en el mismísimo corazón de aquella fuerza detonante, la determinación de mi madre. Nada de alivios ni consuelos; nada de claudicar ni de perdonar.

Durante una pausa, alguien dijo:

– Es niño.

Shanghai 1946-49

Mi madre creía que el temperamento violento de Hwa le venía de Chun, su ama de cría. Según contaba, se había precipitado al escogerla. Había tenido que buscar una nodriza en mitad del caos en el que se había convertido Hangzhou durante la ocupación, pues no era cuestión de criar al bebé con gachas de arroz, y las mujeres de clase alta no daban el pecho a sus hijos. Pese a la prisa que le corría, había escogido con esmero -consciente de que los niños, cuando crecen, salen a las mujeres que los amamantan-, pero por querer seleccionar en función de la inteligencia, pasó por alto los feroces ojos de la chica. Al principio, Chun, que era de un pueblo perdido de Hunan, parecía una mosquita muerta. Pero con el tiempo, sin el ardor de las especias, comenzó a languidecer y a quejarse, y mi madre, distraída, la dejó prepararse su propia comida, permitiendo así que la pequeña Hwa mamase su leche salvaje. Cuando el carácter de Chun se hizo patente, Hwa ya crecía sana y saludable alimentándose con esa leche tan fuerte, y no había forma de que aceptase otra. Se convirtió en una niña despierta y perfectamente obediente siempre que no se enfadase, porque entonces se ponía a llorar y a berrear hasta que nos plegábamos a sus caprichos. Los berrinches de Hwa ponían a prueba incluso a mi madre, que se lamentaba de haber desatendido la armonía del hogar por culpa del tumulto de la guerra. Era uno de los contados errores que admitía.

Pero Hu Mudan había visto la verdad. No hacía falta irse tan lejos para dar con la causa de la ferocidad de Hwa: su genio era una réplica del de mi madre. Al igual que ella, Hwa esgrimía su cólera para proteger un corazón sensible. De niña no soportaba que se mofasen o la dejasen de lado. Era como si intuyese que no había sido deseada. No sé cómo lo sabía, porque mi madre jamás mencionó que habría querido que Hwa fuese niño. Se había tragado su deseo y la había aceptado desde el momento en que nació, reivindicando a su nueva hija con su visceral sentido de la lealtad.

De modo que esa actitud defensiva Hwa la llevaba en la sangre, así como el ansia de respuestas, la pose distante y su indecisión a la hora de confiar en los demás. Con el tiempo aprendió a desenvolverse. No perdía el control ni le abría el corazón a nadie. A mi padre apenas si lo conocía, pero tenía una fe absoluta en el amor de nuestra madre. Años después, ya afincadas en los Estados Unidos, bien lejos del tumulto de nuestra niñez, Hwa seguía teniendo devoción por ella y siempre le proponía que se fuese a vivir con ella a California. Creía a pies juntillas en lo que mi madre quiso contarle. Y se mostraba incondicionalmente a favor de la actitud que adoptaba nuestra madre con respecto a nuestro pasado. Hwa no se molestaba en ponderar la historia de la familia ni secundaba mis esfuerzos a ese respecto.

– Tú te crees -me dijo una vez por teléfono- que por rumiar lo bastante todo este asunto, al final le hallarás un sentido. Pero es que aunque así fuese, ¿qué más daría? Al fin y al cabo, todo te ha ido bien. Tu vida no es peor que la de cualquiera.

– Eso es verdad -dije-. Y puesto que es verdad, ¿qué hay de malo en que vuelva a China de visita?

– Pues que sería como tratar de rescatar el pasado -me contestó-. Y eso es imposible.

– Pero llega un momento en que debemos reflexionar sobre nuestras vidas. Tenemos que pensar en aquellos a quienes hemos querido, y en cómo nos ha cambiado ese amor.

– Hablas con Hu Mudan más de la cuenta.

– Pienso en quiénes eran esos seres queridos y en cómo eso influyó en las decisiones que tomaron. Pienso en la época que les tocó vivir… a ellos y a nosotras. La idea comunista de derrocar el poder. Mamá siempre fue la mayor y ejercía el poder. Por eso no veía a Yinan con claridad, no pudo predecir lo que hacía o sentía.

– O igual es que Yinan no quería mostrarse -dijo Hwa-. Igual tenía sus propios planes, desde un principio. Me dijiste que había estado prometida y que al final eso quedó en nada. Se estaba haciendo vieja. ¿Qué otra opción le quedaba?

Meneé la cabeza.

– No era de esa clase de personas.

– ¿Y tú qué sabes?

– Conocí a Yinan. La recuerdo. De todas maneras, la cuestión es que estaban sorprendidos.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Estaban sorprendidos de sus propias emociones. Los tres, pero sobre todo mamá. Ya sabes la rabia que le da eso. De no haberse llevado semejante sorpresa, ¿cómo te crees que podrían haber acabado como acabaron?

Se hizo un silencio.

– Lo que de verdad quieres decir -dijo finalmente Hwa- es que tú no habrías acabado como acabaste.

Mi madre me advirtió una vez que no me enorgulleciese demasiado de lo mucho que era capaz de ver. No creo que fuese orgullo sino genuina curiosidad lo que me impulsaba a esforzarme por percibir cosas. Curiosidad mezclada con la necesidad de descubrir lo que fluía bajo la calma de nuestro hogar, una corriente de dolor oculta que nadie mencionaba. La había visto en mi abuelo, con aquella mata de pelo cano y aquel mirar sesgado, como si el resol le hiriese los ojos. La había visto en mi solitaria tía. Ahora, en los días posteriores al nacimiento de Yao, la veía en mi madre. Era como vivir con otra presencia. Una presencia que no era humana, pero que tampoco era un fantasma. Mi madre se esforzaba en ocultarla, pero no desaparecía. Nada la derrotaba: ni la devoción de Hwa ni las notas tan buenas que yo sacaba en el colegio; ni siquiera el alijo de oro y joyas -cada día más nutrido- de mi madre.

Había planeado utilizar a Yinan para mantener ocupado a su marido. Pero ocurrió algo que no entraba dentro de sus planes. ¿Cómo iba a imaginarse algo así? Ella, que se había negado a ver la fuerza de su propia pasión; ella, que llevaba tantos años amándolo sin jamás mencionárselo ni saber nada de los deseos de él. Mi madre, movida por el afán de saber exactamente cómo había escapado aquel plan a su control, debió de repasar todos y cada uno de los telegramas y de reconstruir todos y cada uno de los acontecimientos. Aun así, el misterio fundamental de aquellos meses en Chongking nunca llegó a desvelarse. Había un elemento huidizo y pertinaz que no podía haber previsto. Era algo embarullado, algo que le rompía los esquemas. Se le había acercado sigilosamente, como una de esas raíces ocultas que pueden destruir los cimientos de una casa. Ahora, poco a poco, fue dándose cuenta de lo que había tratado de decirle Yinan y que ella se había negado a ver. Había perdido a Li Ang. Yinan ya no era la hermana que conocía. Yinan la había traicionado.

Lo que de verdad la había traicionado, más que ninguna otra cosa, más aún que el hijo que tuvieron, era el amor que sentían el uno por el otro. Ese amor era lo verdaderamente imperdonable.

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