Sin pensárselo dos veces, Blanca despejó la mesa de un brazazo y allí nos tendimos, rabiosos de deseo, deshaciéndonos de los últimos restos de ropa sobre pinceles y acuarelas, entre tarros que se volcaban y tubos de óleo que nos lanzaban serpentinas. Todo se impregnó de un aire de verbena. Mis dedos dejaban estelas azules y granas en la piel acariciada, advirtiéndome de la reiteración, obligándome a improvisar caricias cada vez mas temerarias en zonas cada vez más recónditas, y Blanca gemía con las mejillas saturadas de púrpura y los senos realzados de verde y se expandía entre convulsiones azules y olor a aguarrás. El orgasmo nos sobrecogió con su llegada, haciéndonos reparar en que nos estábamos amando. Esa noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin estribos.
Al acabar, Blanca, que ahora era verde, rojo, naranja y añil, tiró de mí hacia el baño y nos abrazamos en un vals lento y delicuescente bajo la ducha. Debido a que habíamos empezado a amarnos en los últimos tramos de la tarde, el estudio se encontraba a merced de las tinieblas, sin luz alguna que pudiera hacerles frente; sólo la luna con su suspiro plata se empeñaba vanamente en esculpir muebles en la oscuridad. Luego, sin deshacer el abrazo, nos tendimos sobre la cama, porque a pesar de todo allí había una cama, y si sabías hacia dónde mirar y lo hacías con atención, también podías descubrir una mesita con un televisor, un frigorífico y alguna que otra muestra más de civilización camuflada entre las manchas.
Blanca se incorporó ligeramente y me dedicó una mirada sobrecargada de dulzura mientras jugueteaba con mi pelo. Contemplé con calma el fascinante brillo que rielaba en sus pupilas, un relumbre que sugería algún tipo de combustión interior de la que me quise creer causante. No dijo nada. Parecía satisfecha, feliz, amansada por la ducha y el desmañado polvo que habíamos protagonizado sobre una mesa que ya no veía pero que debía de andar por ahí, desconcertada, bendecida. Yo también me encontraba adormecido por una deliciosa felicidad. La cama parecía mecerse como la cesta de Moisés. Sentía el alma desanudada y el cuerpo como relleno de plumas, sin embargo mi mente ya se afanaba en buscarle un sentido a todo aquello. ¿Tendría aquel polvo visos de continuidad? ¿Pertenecía Blanca a esa cofradía de chicas que disfrutaban de su sexualidad cada noche, sin que el corazón se comprometiera nunca? Me odié por ser tan racional. Nada de preguntas, me dije, limítate a estar aquí, a tenerla en tus brazos. Y eso hice. Me limité a posar para aquellos ojos celestes que parecían obra de los serafines y para aquella sonrisa que parecía haber sido encargada al mismísimo Satanás. Blanca apoyó la cabeza sobre mi pecho y mis latidos la acunaron hasta que la batuta del sueño le orquestó la respiración. Cerré los ojos. Al otro lado de la ventana, sólo había mierda. Pero ahora yo me encontraba a este lado de la ventana.
Recé para que no amaneciera, pero amaneció.
Desperté en un colchón derrengado, sin nadie a mi lado. Me alarmé.
– ¿Blanca? -pregunté a los cuadros.
Una voz me dio los buenos días desde algún punto de la habitación. Agucé la mirada y descubrí a Blanca avanzando hacia mí, con un vestido de flores y una enorme carpeta bajo el brazo. Se acercó suave y suavísima, puro espíritu volátil, cascabel de luz. ¿Era yo quien-había retozado con aquella criatura celestial? ¿Había sido mi virilidad la que la había profanado, mi lengua la que la había ensalivado? Me preparé para decirle adiós y salir por la puerta de servicio, discretamente.
– He de llevar unas ilustraciones a una editorial -me dijo, sorprendiendo a mis labios con un beso que sabía a pasta de dientes-. ¿Estarás aquí cuando vuelva?
Aleluya. Estaría allí siempre, aguardando en la cama el clavel temprano de sus labios, revolcándome en tan dulce boca que a gustar convida, juzgando sus dentífricos.
– Sí. Aún tengo muchos cuadros que mejorarte, ¿recuerdas? Será un trabajo que me ocupará mucho tiempo. Puede que toda la vida.
Enseguida me arrepentí de haber añadido aquella última frase. No porque no lo sintiera, sino porque se me antojó demasiado adelantada a su tiempo. Yo y mis malditas ansias de enamorarme de toda mujer con la que follaba. En realidad, no hay tal necesidad, pero me costaba enormemente mantener el corazón distraído de los asuntos que protagonizaban los órganos menos espirituales.
Ella me dio un beso en la mejilla por ser tan buen chico y se marchó. A pesar de que mis palabras parecieron agradarla, creí vislumbrar una sombra de desconfianza en su mirada, una especie de recelo automático, e imaginé largas hileras de amantes huyendo de su casa en su ausencia, sabandijas de la noche que le habían ido encalleciendo el corazón a mentiras. Pero yo no mentía en absoluto. Yo la esperaría, la abrazaría, la besaría, le haría ver que también hay hombres con alma en el mundo, y Blanca ya no tendría que jugar cada noche a la ruleta rusa del amor. Ni yo tampoco.
Miré la hora. Aún no eran las diez. Se imponía un desayuno revitalizador. Me levanté y vagué entre los cuadros en busca del frigorífico que había visto la noche anterior, pero no logré dar con él. Me topé sin embargo, en uno de los recodos de aquel desfiladero de pinturas, con un lienzo en blanco dispuesto sobre un caballete. No pude resistirme. Escribí en una de sus esquinas: Mi alma hoy, 3 de mayo , y embadurné su virginidad de pintura amarilla, sin manchas amenazantes de ningún tipo, pues en aquel momento me encontraba tan dichoso que no hubiera dudado en apostar el alma por la existencia de la felicidad completa, toda amarilla.
Cuando, tres o cuatro horas después, Blanca regresó, cansada y sudorosa, molida como grano por los autobuses, me encontró allí. Y cuando regresó al día siguiente, me encontró también allí, y no sólo porque mi presencia no era requerida con urgencia en ningún otro sitio. Y cuando regresó al día siguiente del día siguiente, volvió a encontrarme allí, hasta que llegó un día en que la abandonó la incertidumbre y por las mañanas, al dejar en mis labios el sabor a menta de su pasta de dientes, ya no incluía ninguna sombra de desconfianza en su mirada.
No nos quedó mas alternativa que enamorarnos sin remisión. El amor se nos echó encima como un perro rabioso, harto de alojarse en corazones angostos e inseguros, cansado de quedar resumido en rosas rojas y bombones de lujo.
Me pareció imposible amar así, de golpe y porrazo, gratuitamente. Ya he referido con anterioridad que desde nuestro encuentro, desde el primer cruce de miradas, desde el primer peloteo de palabras, percibí entre nosotros una conexión especial. Y no me equivocaba. Las semanas siguientes lo certificaron. Fueron días tan maravillosos que creí que no eran míos. Cualquier labor que emprendíamos era un ejercicio untado de vaselina (entiéndase esto como metáfora, no como confesión). Paseábamos por el río, íbamos al cine a las películas mas raras, fingiendo una erudición que luego desmentíamos atiborrándonos de palomitas, visitamos algunas exposiciones, nos emborrachamos juntos, como compinches, y todo ello lo hacíamos sumergidos hasta las cejas en el formol de un amor cómplice y secreto, en una compenetración increíble que llegaba a alcanzar cotas disparatadas cuando yo acababa sus frases y ella empezaba las mías. Pero era sobre todo Blanca, Blanca de día y de noche, Blanca comiéndome a besos sin importarle el sitio, Blanca fustigándose la garganta con cada cucharada de helado, sin el trámite de la boca, como a mí me gustaba hacer, Blanca contándome sus episodios favoritos de Doctor en Alaska, Blanca despistando a los guardias en la penumbrosa pelambre de los jardines, corriendo entre árboles y sollozos de luna, Blanca alegre y maravillosa, Blanca y su lengua persiguiendo el hielo de los Martinis, Blanca y su risa, sonora, argentina, fresca, funambulesca, Blanca mía, Blanca, Blanca…
Читать дальше