Félix Palma - La hormiga que quiso ser astronauta

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La hormiga que quiso ser astronauta: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando las preocupaciones podían extirparse con anguilas modificadas con Quimicefa, y tus amantes incluían a una pintora que era, literalmente, tu alma gemela, y a un ángel (bueno, un serafín) exiliado del Cielo. Cuando los repartidores de pizzas conspiraban para escribir tu biografía no autorizada, y una vieja grabadora trucada podía servir para recuperar y extraer sentido de las palabras dichas en una ruptura. Cuando La Muerte recorría la ciudad con una lista de víctimas que, si eras lo suficientemente rápido, podías alterar. Cuando las hormigas aspiraban a alcanzar las estrellas. ¿Lo recuerdas? ¿Sí? Ahora, ¡despierta!

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– Deja que te invite a una cerveza por el estropicio -probé.

– Ya te he dicho que no es ningún estropicio -aseguró, mostrándome qué clase de sonrisa podían formar sus labios-. Me has salvado el cuadro.

– Pues invítame tú a mí, porque yo no trabajo gratis. Así podremos hablar del talento innato de mis pies.

Ella estudió la oferta. La tarde declinaba, pronto cerrarían el parque, y en casa sólo la esperaba su libro de Boris Vian. La ayudé a recoger los cuadros y, dado que adentrarse con toda aquella carga en un café resultaría de lo más engorroso, sugirió que la acompañara a su estudio. Creía que aún le quedaban cervezas en la nevera.

Le quedaban. Me entregó una y me castigó a disfrutar de los cuadros que atestaban el estudio mientras ella se daba una ducha. Pasé entre ellos sin saber dónde apoyar los ojos para no mancharme. Durante el camino, Blanca me había comentado que a veces lograba engatusar a algún amigo para que se dejara retratar el alma. O bien sus amistades consistían exclusivamente en delincuentes y maniacos depresivos o su arte se me escapaba. Había algún que otro cuadro cuya conjunción de colores resultaba agradable, de la misma manera que puede resultarlo el estampado de una sombrilla, pero la mayoría de ellos me lanzaba a los ojos una paletada de delirio que me dejaba indiferente.

– Son preciosos -dije cuando salió de la ducha, secándose el pelo con una toalla. Se había puesto unos vaqueros y una camiseta lila al menos tres tallas más pequeña, y toda ella olía a jabón y sugería lances tiernos.

– Mentiroso. No los entiendes.

– Es cierto. Para qué negarlo -concedí, encogiéndome de hombros.

Agotado el tema de los cuadros, nos limitamos a mirarnos con cierta gravedad en la mirada, supongo que preguntándonos cada uno por su lado a santo de qué habíamos favorecido aquella situación. En momentos así siempre me ha resultado trabajoso especular sobre el carácter de los pensamientos que se están formando en la cabeza rival, pero con Blanca tenía el presentimiento de que estaba pensando lo mismo que yo. Y lo que yo pensaba era que a raíz del descubrimiento del fuego el hombre no había dejado de complicarse la vida. De manera que tras la rueda, la escritura, la relatividad y demás, habíamos ido a parar a situaciones tan ridículas como aquélla: dos personas acaban de conocerse y se sienten atraídos el uno por el otro, la tarde es fresca y agradable y apetece enormemente encontrarse con la cálida suavidad de otro cuerpo y dejarse llevar sin preguntar hacia dónde; y sin embargo, era necesario seguir conversando un rato más para diferenciarnos un poco de los animales y justificar el polvo venidero. Ya no estaba permitido entregarse a la sabiduría de los sentidos y resolver aquello de una forma natural.

Blanca se acercó a uno de los ventanales, dándome la espalda, y comenzó a nombrar según la guía de los Pantone los majestuosos colores que la tarde había escogido para morir, que se desplegaban ante ella como la cola de un pavo real. Era aquél un ejercicio que la relajaba. Su voz sonaba tenue, líquida, y parecía adquirir por momentos la cadencia de un poema recitado. La observé abrazarse a sí misma y acariciarse levemente los hombros, una postura que las mujeres deberían tener prohibida, pues las vuelve extremadamente vulnerables y despierta en el hombre sus instintos protectores. ¿Era aquella postura un ofrecimiento? ¿Qué clase de chica era Blanca? Desde que mi pie rectificó su cuadro, todo se había desarrollado con una facilidad pasmosa. La conversación con que amenizamos el camino a casa resultó sorprendentemente fluida, ambos hicimos gala de una complicidad propia de amigos de la infancia. No hubo risas hipócritas ni aristas ni silencios. Habíamos conectado, y rara vez me sucedía aquello con las chicas, pero, ¿qué validez tendrían todos aquellos pensamientos fuera de mi cabeza?

La examiné de arriba abajo, corroborando que su ingravidez no era consecuencia del vestido. Seguía teniendo ese porte frágil y conmovedor de los caballetes sin lienzo. Entre la camiseta y los vaqueros relumbraba una franja de carne blanca y tentadora que me hizo morderme los labios, presa de un dulce estremecimiento.

Bien, confesémoslo: los contados polvos que sazonaban mi existencia habían sido obtenidos utilizando el más estricto protocolo, un par de cines, varios cafés, algún que otro paseo, charlas de apariencia inocua donde dejar claro la catadura ética… Por una vez en la vida quise ahorrarme todo eso, quise demostrarme que no necesitaba palabras, que podía ampararme en mi porte de galgo, en la seducción que el espejo creía ver en mis miradas, en el desangelado rictus que me pasaba por sonrisa. Por una vez en la vida quise apartar a un lado mi habitual cobardía y actuar, ingresar con elegancia en la espiral de sexo rápido y despreocupado de la capital.

Me deshice de la cerveza. Quería las manos libres. Di un paso, luego otro, y otro más, y me fui acercando a ella como un ninja hasta detenerme a su espalda. El corazón me batía el pecho a conciencia. Ella se había callado y se limitaba a supervisar el faenar del ocaso sobre el trocito de río que los espigados edificios permitían ver desde su ventana. Se mecía lentamente, como un sauce sobre mi tumba. Nos vi entonces reflejados sobre una de las hojas de la ventana: su rostro de geisha relajado, los labios entreabiertos, y el mío a su espalda, crispado, los labios arrugados en una mueca nerviosa. Me tomé aquello como una provocación del destino. Aquí estás otra vez, Álex, parecía decirme, ante un muro alto. Vamos, chico, empieza ya a rodearlo. Tragué saliva. Aún podía dar marcha atrás, aún no había pasado la raya. Podía acogerme a la carta de la confianza, desarticular aquella situación con un comentario cualquiera, tratar de ganármela con algún chiste, y posponer el numerito del amante insaciable para más tarde, cuando fuese algo acordado. Pero el orgullo me conminó a acercarme un poco más, situándome al borde de ese feudo de blanduras y aromas en el que sólo penetran los amantes. Y fue también el orgullo el que me obligó a arrastrar los ojos por el señuelo de su cuello, por aquel declive pálido y exquisito espolvoreado de pecas que se hacía hombro sin que se advirtiera frontera alguna. Ella esperaba, tal vez se ofrecía. A la mierda con todo. Iba a saltar el muro aunque me rompiera todos los huesos.

Cerré los ojos, crucé los dedos y entreabrí los labios, y me fui inclinando sobre su cuello lentamente, durante horas, como un filatélico sobre un sello desconocido, hasta que al fin mis labios se toparon con su piel. Y todo se redujo a aquella seda tibia latiendo entre mis labios, una tregua dulce en la cruzada tediosa y frívola de la vida. Me recreé entonces en aquel contacto mórbido, esbocé un mordisco suave, me abandoné a un tartamudeo de besos cortos, olvidando que aquella piel pertenecía a alguien y que todo eso dependía de un convenio mutuo, y sólo entonces fui consciente de que ya había pasado el plazo para el rechazo. Apenas tuve tiempo de celebrarlo. Con un jadeo subterráneo. Blanca arqueó su cabeza hacia atrás, sacudiéndome el rostro con el plumero húmedo y fragante de su cabello. Sentí su cuerpo, alabeado y eléctrico, aflojarse contra el mío, produciendo en mi interior un corrimiento de vísceras. El peso de mis manos solidificó el movimiento líquido de sus caderas y mis dientes se apresuraron a abocetar otra dentellada sobre la aguanieve de su cuello, en ese canibalismo amatorio que tan fielmente representa lo ficticio de toda posesión. Blanca disparó al aire las salvas de nuevos gemidos y mis manos reptaron como tarántulas ebrias por sus costillas hasta pinzar la redondez elástica de sus senos, lo suficientemente enardecidos ya como para que mis dedos pudieran leer en braille a través de la camiseta. Sentir todo su deseo punzando contra mis yemas me obligó a exclamar su nombre entre dientes y Blanca se giró hacia mí como una peonza, dejando que nuestros cuerpos encajasen con una precisión caliente y mareante. Me desabotonó la camisa con habilidad y sentí las locas correrías de su boca por mi pecho, por el cuello y las mejillas, hasta que al fin tropezaron con mis labios en un polen de besos. Su lengua buscó la mía y ambas se enzarzaron en una gresca con sabor a hierbabuena que me soltó una perdigonada de éxtasis entre los muslos. Luego, con la gracia liviana de los gorriones, Blanca se desentendió del suelo pasando sus piernas alrededor de mi cintura. Con ese gesto se ponía en mis manos, literalmente. Busqué la cama -por fuerza debía haber una cama allí-, pero no logré ver nada a través de la selva de lienzos. A mi derecha había una mesa rectangular, atiborrada de materiales de pintura, pero con el ancho requerido, y hacia ella nos condujo la lujuria.

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