Félix Palma - La hormiga que quiso ser astronauta

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La hormiga que quiso ser astronauta: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando las preocupaciones podían extirparse con anguilas modificadas con Quimicefa, y tus amantes incluían a una pintora que era, literalmente, tu alma gemela, y a un ángel (bueno, un serafín) exiliado del Cielo. Cuando los repartidores de pizzas conspiraban para escribir tu biografía no autorizada, y una vieja grabadora trucada podía servir para recuperar y extraer sentido de las palabras dichas en una ruptura. Cuando La Muerte recorría la ciudad con una lista de víctimas que, si eras lo suficientemente rápido, podías alterar. Cuando las hormigas aspiraban a alcanzar las estrellas. ¿Lo recuerdas? ¿Sí? Ahora, ¡despierta!

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Me levanté y me acerqué a la ventana. Era media tarde. Una luz evangélica bendecía los juegos de la chiquillería. Sentí deseos de bajar a la calle y agregarme a ellos, de ayudar a esa anciana con las bolsas de la compra, de darle charla a aquella chica que se desesperaba en la parada del autobús, de decirle que tenía unos ojos preciosos para que, en caso de que nadie se lo hubiese dicho nunca, no muriese sin oírlo. Deseé correr de un lado a otro comprobando que todo marchaba bien, como un supervisor del mundo. Necesitaba emplear con acierto toda esa enérgica alegría que rezumaba mi alma: decidí ponerme ropa deportiva y bajar a dar un paseo, a mezclarme con los otros, a tomar mi parte del regalo de la vida, a recibir cada minuto como una sorpresa. Fue entonces cuando me volví y todo aquel júbilo se esfumó de golpe. Podía despedirme del paseo. El piso se encontraba en condiciones deplorables. Tocaba hacer de Cenicienta a principios de cuento.

11

Blanca era una máquina expendedora de frases trascendentes. Después de hacer el amor, solía encender un porro y su mente perdía de repente todo interés por las concreciones de la carne y se abría a las abstracciones del universo. Era entonces cuando, con la sensualidad de su voz aguada por los esfuerzos del polvo reciente y la marihuana, se descolgaba con cosas como ésta: ¿Sabes, Álex? Dios ha colocado al hombre entre las hormigas y las estrellas, para que cada cual mire hacia donde le parezca. Unos se divierten pisando y otros dedican su vida a construir cohetes con los que alcanzar la gloria que cuelga del cielo, como herederos ansiosos. A los pocos minutos de conocerla, ya se publicitó como una chica distinta diciéndome: Mis padres me pusieron Blanca porque nací con el corazón muy negro y no era cosa de entregarme al diablo sin luchar.

Blanca era pintora. Pero no pintaba cosas. Pintaba estados de ánimo. Radiografías del alma. Vivía en un pequeño estudio escaso de muebles y se ganaba la vida vendiendo sus cuadros por las calles, apostándose en parques y sitios así, donde podía embaucar a algún turista. Con eso no se sacaba mucho, la verdad, pero a veces alguna editorial local le encargaba ilustrar algún cuento infantil y se pasaba noches dibujando conejos de expresión bobalicona y ciempiés con mostachos de general que le producían náuseas. Había que pagar el alquiler y por eso lo hacía, pero no dejaba que nadie se los alabase. A ella lo que de verdad le gustaba era plasmar sobre el lienzo los mil recodos del alma humana, tanto de la suya como de cualquiera que ingenuamente se prestase como modelo para luego descubrir en un cuadro de inescrutables pegotones marrones que estaba lleno de mierda. Pero ella, se excusaba, te miraba a los ojos y no desvelaba nada que no llevases dentro.

Blanca era alegre y extrovertida, y como yo -aunque por motivos muy distintos- se daba a la menor oportunidad porque no concebía la vida sin riesgos. Enseguida te enseñaba el alma y hacía de guía. A las dos semanas de estar juntos me enumeró uno por uno los borrones de su pasado. Tenía de todo, como el de cualquiera, pero uno de ellos destacaba especialmente. El año pasado había expuesto sin demasiada fortuna en una galería. Un tipo con pelas se topó con ella en el parque y la invitó a comer. Alabó su arte sin dejar de mirarle las tetas y le dio a entender que si se dejaba hacer él podía mover los hilos necesarios para que su talento tuviese la oportunidad que merecía. Blanca se la jugó y perdió, pero ya lo había superado. Era más sabia, más feliz. Y creo que a Blanca le producía cierto morbo la indiferencia con que eran acogidas sus obras. Eso reafirmaba el estado superior en que se encontraba su mente, capaz de ver verdades que a los demás se nos escapaban.

Nos conocimos una tarde de lunes. Yo había decidido iniciar la mañana buscando trabajo con un cierto optimismo que se había ido empañando a lo largo de la jornada, tras sucesivos rechazos que parecían plagios unos de otros y entrevistas con tipos repeinados que con sus discursos de fábrica trataban de hacerte vender enciclopedias mientras aseguraban que el trabajo no consistía en vender enciclopedias. Acabé harto de la civilización y sus logros. Aquello de creced y multiplicaos resultaba cada vez más difícil.

Nadie me esperaba en casa, así que decidí regresar por el camino mas largo, y atravesar por el parque de María Luisa, en el que tal vez se me descongestionara un poco el espíritu ante el lado amable y despreocupado de la vida. Sevilla, a principios de mayo, se vuelve voluptuosa. El verde se reanima y las jóvenes se esfuerzan hasta los bordes del escándalo en mostrar al rubicundo sol la mayor cantidad de carne posible. Se deja uno acorralar agradecido por batallones de piernas esbeltas y ombligos esponjosos, por espaldas llenas de promesas y escotes de vértigo, y la tarde se sumerge en la noche entre suspiros, como un enfermo que pierde pulso. Cruzaba el parque distraído, arropado por la brisa sensual de aquellas horas mansas, mirando con melancolía las atracciones infantiles cargadas de niños vociferantes. La infancia es como un chiquero, recuerdo que pensé con cierta tirria por el símil taurino, el niño se agita ansioso por salir a recibir las estocadas pertinentes sin tener idea de lo protegido que está entre esos tablones. Sólo a posteriori, moribundo ya, la testa a punto de descansar en el albero, el niño dedica al toril una mirada amable, como de disculpa, y la cárcel se transmuta en paraíso perdido. ¿Quién no daría el alma por volver a los plácidos días de la infancia, exentos de responsabilidades y pródigos en sonrisas paternas y caramelos varios?

En esas reflexiones ocupaba la mente, y caminaba por el parque con la maquinaria de los sentidos puesta a bajo rendimiento, con los dispositivos imprescindibles para circular por la vida sin saltarme los semáforos. Era vagamente consciente de que a mi alrededor la gente seguía con sus vidas, poniendo fondo a la mía, de que a mi lado, en los bancos o la hierba, los enamorados exploraban con calma los límites del amor, bien a besos o caricias, bien al arrullo de profundas conversaciones; un mimo congregaba a varios transeúntes en torno a su mitin de gestos; los inevitables japoneses fotografiaban; jóvenes atléticos pasaban junto a mí en manada, con las respiraciones orquestadas y los resultados de tanto sudor rotundamente marcados bajo las mallas… Noté entonces que algo se me pegaba en la suela del zapato. Bajé la vista y me encontré con que mi pie derecho había irrumpido en la superficie de un lienzo de tonos amarillos puesto a secar sobre el albero. Al retirarlo, en la esquina del dibujo apareció un borrón color tierra que me culpaba. Una chica se apresuró a recogerlo, murmurando para sí. Observé entonces un gran número de cuadros como aquél desplegados sobre varios bancos.

– Lo siento. Iba distraído y no… -me disculpé embarulladamente mientras la pintora examinaba el cuadro desde distintos ángulos. No parecía demasiado contrariada. Miraba mi aportación con una gravedad divertida.

– Creo que está mucho mejor así. Resulta más auténtico -comentó para mi sorpresa, asintiendo ligeramente-. En este cuadro había tratado de representar la felicidad que hoy siento, ¿sabes? Y tu huella, entrando por esta esquina, advierte de lo imposible de un concepto como la felicidad completa. Es esa amenaza sin nombre que siempre nos acecha, la que nos corrompe los sueños. Ahora el cuadro está completo.

Yo me había acercado un poco a ella para asistir al prodigio, pero la proximidad me distrajo con la elocuente fragancia de su cabello y me descubrí asintiendo maquinalmente a sus explicaciones mientras la miraba de soslayo. Me llamó la atención la pálida palidez de su piel pálida, como de tomar el sol en la morgue, sin crema protectora alguna, y donde el rojo amanzanado de sus labios resaltaba con brío, un blancor que había decidido acentuar tiñéndose el cabello con ese negro antinatural, fangoriano, que brilla como el caviar. El vestido de tirantes negro que llevaba también formaba parte de la conspiración. Por suerte, las uñas no. Me la imaginé tronchada sobre un violín, arrancándole maullidos que se remontaban hacia un crepúsculo memorable, de ésos que uno nunca sabe qué cielos rondan. La imaginé así, y de ninguna otra forma. Cuando se volvió a mirarme pude comprobar que su atractivo perfil no quedaba, como ocurre con algunas personas, en disonancia con el resto, sino que sus rasgos se compenetraban armoniosamente sobre un rostro de huesos ligeramente puntiagudos que le otorgaba una fragilidad conmovedora. Sus ojos eran de un celeste indeciso que no se atrevía a adentrarse en el azul, y en ellos se recluía una mirada mansa, salvada de la ingenuidad por unos labios de sonrisa maliciosa e impertinente. Era en conjunto pequeña y delgada, de encantos económicos y manejables, una de esas chicas que prometen todo tipo de malabarismos entre las sábanas. ¿Y si…?

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