Sergio Pitol - Cuentos
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Como movida por un resorte, Juanita se levantaba del tapete y corría a abrazarla.
Según comentaba, lo que quizás más la había sorprendido durante el periodo de reclusión era la debilidad, la casi total carencia de sentimientos maternales.
– Fue después del accidente, al quedarnos solos en casa, cuando descubrí que nuestro lenguaje no era sino una repetición cotidiana de algunas fórmulas muertas, que todo nos era ajeno. La tarde en que llegaron a avisarme del accidente, a decirme que estaban muy graves, ya sabes, son noticias que le van dando a uno gota a gota, salí inmediatamente rumbo a Veracruz. Allí no me pudieron ocultar la verdad: todos, menos él, que salió casi sin un rasguño, habían muerto. En ese instante advertí que era quien menos me importaba; a pesar de ser mi hijo quería más a su mujer, no digamos a las muchachas. Me escandalizaron mis sentimientos, mejor dicho, la ausencia de ellos. Luego, ya aquí, en esta soledad que me protege, descubrí que siempre, desde la adolescencia, desde que se quitó los pantalones cortos, hemos sido un par de extraños, gente como de diferente sangre. No puedo recordar ninguna conversación en que hayamos pasado de las frases rutinarias. Si él aceptara los hechos tal como son, nuestro trato sería más tolerable, pero se obstina en seguir desempeñando el papel de hijo devoto. Me horroriza pensar que con el resto de la familia las relaciones hayan sido igualmente vacías y que, obnubilada como estoy, me empeñe en recordarlas de otra manera. A veces creo que vivía un poco la vida de los demás. En eso, como en todo, también me engañaba. No se vive sino la propia vida; yo no lo hacía. ¿Pero tiene algún caso estarle dando siempre vueltas al pasado? Al fin de cuentas -levantaba la voz, la infantilizaba- ahora tengo a quien querer y quien me quiera. Juanita, ¿a quién es a quien yo adoro?
– A mí, a mí merita.
Ambas reían. Eran instantes para ellas de felicidad pura.
No era del todo cierto que frente a su hijo mantuviera una actitud pasiva o distante como quería hacer creer. Le vienen a la memoria encuentros feroces, obcecaciones pueriles de la anciana.
Algunos días la erisipela rebelde que le invadía el cuero cabelludo le producía inflamaciones y un escozor horrible. En esos días no recibía a nadie, sino a su fiel Juanita, que había desarrollado un sexto sentido para navegar impunemente entre tales borrascas. Cuando le sobrevenían las crisis tomaba vino con más frecuencia, injuriaba a su hijo, no permitía que Flor se acercara a su cuarto sino para lo estrictamente necesario. Al salir de las crisis quedaba malhumorada, irascible. El diálogo se volvía voluble, difícil, agresivo. Habría dejado de visitarla de no ser porque ya la casa, la anciana, la niña, el médico, el complicado malabarismo en que se sustentaban allí las relaciones personales ejercían sobre él una verdadera fascinación.
– Algo que te tengo que agradecer -le espetó un día- es que no me hayas mostrado tus cuadros, lo considero una muestra de respeto; estoy segura de que me repugnarían. Ya las reproducciones que vi fueron más que suficiente para formarme una opinión. Leí el artículo en el Siempre de la semana pasada. Al principio pensé que era la mala calidad de las fotografías lo que me disgustaba; pero no, sucede que no le veo sentido a que pintes un mundo poblado únicamente por seres abyectos, eso significa limitarlo, parcelarlo. No vayas, por favor, a comenzar a repetirme la cantaleta de que el artista no tiene por qué ser un fotógrafo total. El artista debe pretender reflejar el universo, aspirar a la totalidad, aunque sólo se detenga a registrar una pequeña planta; si no, lo que produce es arte a medias, u otra cosa que ni siquiera vale la pena discutir. Pero ustedes, los jóvenes, creen saberlo todo. ¡Amos de la verdad, dueños del mundo! Sigan haciendo lo que les venga en gana, llamen a eso arte, literatura, drama, as you like it , pero no pretendan que a quienes nos repugna la simulación les hagamos el juego.
En tales ocasiones había que reducirse humildemente a escucharla y esperar que pasara la racha de cólera o de simple mal h u m o r. Ese día la interrumpió la llegada del doctor a aplicarle su diaria inyección intravenosa. Una vez puesta el médico se dejó caer en una poltrona. Pálido, fatigado como siempre. Su madre lo observó con desprecio. Durante unos minutos nadie habló. El silencio sólo era interrumpido por la voz de Juanita, que en un rincón trazaba unas letras en un cuaderno, murmurando mientras escribía: “cama, casa, cana… cama, casa, cana…” Era un recurso que ya le había visto emplear en varias ocasiones para aislarse de los malos momentos provocados por la anciana. Esta parecía gozar en prolongar aquel silencio que ponía nervioso a su hijo. Por fin exclamó:
– El único pesar que tengo es que dejaré a Juanita en un medio que se me ha vuelto incomprensible. Espero que tú pertenezcas todavía a las generaciones del alcohol -lo miró acusadoramente-. Durante años hemos buscado por allí una salida. Parece ser que el hombre antes de saber asar la carne, conocía ya el modo de destilar raíces y cortezas para producir alcohol; como solución ha sido idiota, pero al fin de cuentas cómoda. Yo desde este rincón me entero de que el mundo está en plena llamarada, pero no logro entender ninguna de sus manifestaciones. Me ciega el humo, creo. He leído que los muchachos se chiflan ahora por la mariguana, sobre todo en mi país -siempre que se enfadaba, buscaba el modo de señalar su diferencia, su britanidad-. Si bien se mira no tendría uno por qué alarmarse. El mundo se ha convertido en una estupidez, en una tal zoncera, que tratar de escaparse de él, por cualquier vía, no es sino signo de salud. Me imagino lo que dirán tus padres, tus tíos, los amigos de tu casa, si se enteran de que fumas mariguana.
– No fumo mariguana, tía.
– ¿No? ¿Es decir que concibes a sangre fría lo que pintas? Estás entonces mucho más enfermo de lo que me imaginaba. Pero, por favor, no me interrumpas, ten un poco de imaginación, trata de comprender que es posible hablar en sentido figurado. En el caso de que fumaras mariguana o tomaras cualquiera de esas drogas que ahora se usan, te considerarían un réprobo, se horrorizarían; los conozco muy bien. Sé que cuando leen en la prensa los reportajes sobre los jóvenes y las drogas encuentran otra razón más para sentirse mejores. Ellos no se dejan el pelo largo, se bañan regularmente, no consumen estupefacientes, son dignos cristianos, ciudadanos ilustres. ¿Y a quién beneficia eso? ¿Qué virtud resulta del hecho de que María Elena y Concepción Rodríguez no mastiquen hongos alucinógenos, de que mis tres sobrinos Rodríguez Argüello se corten debidamente el pelo y vayan pulcramente vestidos de oscuro a su notaría? Mira a tu tío, no encontrarás en la vida más mustio y propio sepulcro blanqueado, ni siquiera escarbando entre todos los Rodríguez de la región y, dime, ¿qué cosa noble, buena o hermosa produce? ¿En qué es superior sino en cobardía, en tristeza, a cualquiera de esos preciosos mechudos de la nueva ola?
– Madre, serénese; ya es hora de que descanse, se encuentra demasiado excitada.
– He sido testigo de tanta mezquindad -prosiguió la anciana sin hacerle ningún caso-, desde que me casé con tu tío. Al principio me divertía, me parecía estar situada en el medio de una comedia de costumbres cuyos protagonistas eran cultas damas y caballeros nativos tan chistosos; después me volví insensible, me adapté, a momentos llegué a sentirme una de ellos, hasta que algún exceso, siempre grotesco, claro, me hacía tocar tierra, volver a la realidad. No se me olvida que en una época íbamos a pasar las vacaciones a la ganadería de tu tío Felipe, por el rumbo de Nautla. En las tardes les daba lecturas a los chicos. En una ocasión, me acuerdo muy bien, leía algo de Dickens, Copperfield , no, tal vez, Oliver Twist. Puede que las lecturas aburrieran a los niños, pero lo cierto es que se volvieron el deleite de mis cuñadas. Lloraban, suspiraban, gemían, conmovidas por las desgracias y tribulaciones del pequeño Oliver y las terribles calamidades que sobre él y sus compañeros de asilo recaían. Pero si en aquellos momentos el hijo de algún peón se dejaba ganar por la curiosidad y se acercaba a la sala a oír la lectura lo sacaban sin el menor escrúpulo, sin piedad alguna, no fuera a ensuciar la alfombra con los pies descalzos, o a perturbarnos con su olor a establo, y un instante después volvían a sumergirse en la congoja y a dejar que su corazón rebosara de buenos sentimientos ante las desgracias del huerfanito del cuento. Esa ha sido siempre su moral. Nada se las hará cambiar. A veces me arrepiento de no haber abandonado en la primera semana a mi marido y vuelto a Saint Kitts al lado de mi padre.
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