Sergio Pitol - Cuentos

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Sergio Pitol, la realidad de escenarios y la influencia de las literaturas no le han impedido a Sergio Pitol la creación de un mundo auténtico. El incendio que amenaza a cada uno de los personajes y el cerco de palabras que no ofrece resquicios pertenecen a un escritor profundamente singular. Al renunciar a escribir en la bitácora del extranjero, Sergio Pitol se ha vuelto nativo de su propio mundo, un mundo tan intenso y rico en cambios y matices como el más vigoroso de los elementos, el fuego.

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El novelista piensa en los siguientes movimientos de su heroína, comienza a estilizar mentalmente el lenguaje, supone que terminará ese relato en unos cuantos días para volver a la trama abandonada en Madeira, a sus personajes, a la sastra (ya despojada de su amiga teósofa), a la explosión de dinamita, a los ejercicios del joven herido para recuperar los movimientos, a sus caídas, a las crueles disciplinas a que era sometido, sin poder imaginar que los triunfos y tribulaciones de Chiquitita durante su estancia en Córdoba no terminarían tan pronto, que la historia recién iniciada se iba a transformar en una novela con la que debería convivir durante varios años y donde acaso aparecerían un joven ganadero de Tierra Blanca, Veracruz, quien por hacer uso indebido de la dinamita quedó tuerto y paralítico, y una astuta costurera del lugar decidida a apoderarse de él y de sus bienes. Con el tiempo, el novelista llegará a olvidar que esa historia surgió de una cena en la embajada portuguesa de Praga. Y si alguna vez ese acto social lograra penetrar en su memoria sólo recordaría vagamente a una embajadora, pensaría que francesa por haberse desbocado en un monólogo interminable sobre la alta costura de París y sus más célebres nombres. En fin, consideraría aquel incidente como uno de tantos momentos de la rutina diplomática donde se tenían que oír descripciones exasperantemente minuciosas de lugares y situaciones para olvidarlas un instante después, y jamás lo relacionaría con la aparición de Chiquitita, sus percances en Córdoba y su denodada lucha para vencer, haciendo uso de recursos humanos, de tretas inauditas y de ayudas astrales, a sus parientes enemigos hasta recuperar la parte de la herencia que le pertenecía y también una porción de la que no le correspondía. Un novelista se sorprende ante la repentina aparición de un personaje no invitado, confunde a menudo las fuentes, la migración de los personajes, la transmutación de los karmas, para citar a Chiquitita y también a Thomas Mann que mucho entendía de esas sorpresas.

La última novela de José Donoso, Donde van a morir los elefantes, lleva un epígrafe de William Faulkner que ilumina la relación de un novelista con su obra en proceso: A novel is a writer's secret life, the dark twin of a man [Una novela es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre].

Un novelista es alguien que oye voces a través de las voces. Se mete en la cama y de pronto esas voces lo obligan a levantarse, a buscar una hoja de papel y escribir tres o cuatro líneas, o tan sólo un par de adjetivos o el nombre de una planta. Esas características, y unas cuantas más, hacen que su vida mantenga una notable semejanza con la de los dementes, lo que para nada lo angustia; agradece, por el contrario, a las Musas, el haberle trasmitido esas voces sin las cuales se sentiría perdido. Con ellas va trazando el mapa de su vida. Sabe que cuando ya no pueda hacerlo le llegará la muerte, no la definitiva sino la muerte en vida, el silencio, la hibernación, la parálisis, lo que es infinitamente peor.

Xalapa, julio de 1994

Para una exposición [2]

Desde que trazó las primeras líneas y manchó una tela, había sentido la necesidad de expresar una zona interna regida por el horror. Su obra se había encauzado, por ello, de manera natural, hacia el expresionismo. Nutrida, al comienzo, en sus años de aprendizaje, en ciertas formas de Orozco, ya entonces contaminadas de algo que intentaba expresarse como propio. Tema, color, estructuras, se le revelaban casi siempre en los momentos de mayor fatiga física, emocional, nerviosa. Su mundo se había poblado, sobre todo al principio, de seres esencialmente indefensos: niños, ancianos, pequeños animales acosados. Su primer cuadro expuesto en una colectiva, el que en buena parte le valió la obtención de la beca a París: un niño macilento de rasgos faciales perfectos, la mirada triste y perpleja, tiene en la mano un ratón muerto. En el cuello del ratón y en los labios del niño unas diminutas manchas de sangre; en la mirada un universo perdido, un laberinto caótico de caminos tendidos hacia ninguna parte. Jamás le había importado reproducir un modelo original. La creación, para él, consistía en la posibilidad de sustentar un universo autónomo: otra vida domeñada por otras leyes. No tenía el menor miedo a las influencias, las había aceptado como forma natural de enriquecimiento. Había forzado por medio del alcohol algunos estados alucinatorios. Aquella primera época, que al parecer había quedado tan lejana, volvía a hacérsele presente en la serie sobre la anciana y la niña, aunque ahora desprovista ya del tono vagamente plañidero del que no había logrado prescindir en el comienzo. En Francia, Orozco retrocedió ante la presión de otras influencias, Dubuffet, desde luego y casi inmediatamente. Pero el gran golpe se lo asestaron, en una incorporación más lenta y profunda, los impresionistas alemanes, Kirschner y, sobre todo, Beckmann. De esta época data uno de sus pocos cuadros que verdaderamente admira: un grupo de niños rodean una tlacuacha, una fogata, antorchas, piedras, el animal que pare riega entre las llamas a sus bestezuelas; la anécdota borroneada por el humo, todo desfigurado hasta no quedar sino una atmósfera de acoso y violencia, que reduce las figuras a un papel secundario, ancilar. Después, ya en Londres, no tuvo que defenderse demasiado para no caer postrado a los pies de Bacon. Se sentía más hecho. Allí trabajó en establecer otro horror capaz de avasallar y sumergir en la nada a sus criaturas, el de la máquina, el de la producción. El infierno del hombre perdido entre objetos manufacturados, cuya precisión y fría belleza sólo consiguen oprimirlo. Sus personajes son seres que han tratado desesperada, ciega o consciente, pero siempre infructuosamente, de encontrar la música misteriosa de la máquina a fin de rescatar un mínimo de coherencia, de sentido con que dotar sus vidas. Trabaja desesperadamente. Y en la serie de entonces, Homenaje a Peter Lorre , había logrado dar un paso a su juicio certero al crear la figura y no encadenarse a ella, circundándola por una realidad cuyo propósito era negar el mundo fetal, para así si no fundamentar, por lo menos aproximarse al universo plástico con la validez autónoma que pretendía. La cara de Peter Lorre sobrepuesta a pequeños cuerpos crispados, perturbados, que se mueven como sonámbulos en andenes de ferrocarril, supermercados, vagones del metro, alcobas, talleres, oficinas, recintos cuya nitidez procede del cristal, del cromo y el aluminio. Todo anhelo de infinito desaparecido en la expresión de ese ser viscoso, enfrentado a una realidad seca y metálica. No sabe cómo sobrevivió. Dormía y comía poco; apenas salía del estudio. Desesperaba, se lamentaba, renegaba, hundido día y noche en sus telas. En el Homenaje a Peter Lorre , según los críticos, había alcanzado una maestría formal extraordinaria. Antes que nada tuvo que encontrar, inventar o descubrir un eje invisible que hiciera que las superficies, no obstante respetar todas las reglas de la perspectiva, presentaran un aspecto de absoluta quietud, de estatismo mortal. La línea que trazaba los objetos metálicos y la que definía a la figura que entre ellos, ebria, temerosamente deambulaba, era casi clásica. El rostro de Peter Lorre debía dar la impresión de ser una fotografía. Luego, sobre esa superficie nítida, flotaba una especie de tenue y transparente niebla y, aquí y allá, superpuestos, signos, grafismos, cifras, jeroglíficos, borrones, acoso, agobio, prisión; algo cálido también, sí, una baba pegajosa que de alguna manera, intuimos, ha sido producida, destilada por aquellos metales, cristales, plástico, de una asepsia impecable. Todo esfuerzo del hombre por asumir la dignidad ha sido en vano. La figura sudorosa del viejo actor da por momentos la idea de una tarántula tropical con gotas de rocío entre la aterciopelada vellosidad de las patas y el vientre, encerrada, loca y semirresignada, en la caja de plástico en donde espera la muerte. Sabe que cualquier movimiento es inútil, que el esfuerzo tan sólo acelerará su fin, sin embargo, no puede permanecer quieta. Recorre con torpe fatiga los cuatro extremos de su cárcel en espera de una libertad imposible, de una redención inalcanzable.

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