Sergio Pitol - Cuentos

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Sergio Pitol, la realidad de escenarios y la influencia de las literaturas no le han impedido a Sergio Pitol la creación de un mundo auténtico. El incendio que amenaza a cada uno de los personajes y el cerco de palabras que no ofrece resquicios pertenecen a un escritor profundamente singular. Al renunciar a escribir en la bitácora del extranjero, Sergio Pitol se ha vuelto nativo de su propio mundo, un mundo tan intenso y rico en cambios y matices como el más vigoroso de los elementos, el fuego.

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Fue su primer gran éxito. Después de la exposición dejó pasar un periodo de largos meses, casi un año, sin hacer nada, salvo una que otra ilustración sin importancia. Parecía necesitar desquitarse de la ardua temporada de monacal encierro. Frecuentó amigos, salió mucho por las noches, conoció y se enamoró de Irena, viajó con ella a Hungría, pasó allí dos semanas por cuya repetición daría la vida entera. Sucumbió a las intrigas tejidas por una escultora italiana, y cuando la relación se volvió imposible regresó a México, donde incautamente se dejó enganchar para dirigir un taller de artes plásticas en la Universidad de su ciudad natal, pensando que el cambio le sería propicio: la tan cacareada vuelta a las raíces, el enfrentamiento con alumnos jóvenes que seguramente poseerían otra visión, serían dueños de otras soluciones pictóricas. Aunque lo que más influyó para decidirlo a aceptar el puesto fue la necesidad de crear una distancia a la pesadilla en que lo sumergieron la ruptura con Irka y las otras circunstancias perturbadoras de sus últimas semanas en Londres (que hacía apenas un rato Mina Germi, ahora en México, había tenido la perversidad de revivir), para llegar a esa tarde en que pareció que todo el horror alguna vez intuido o vislumbrado se revelaba de golpe y era superado por la presencia de aquella anciana grotesca, el desorden en el cuarto, la participación de la niña fea y hasta el coro formado por su tío, por Flor, por él mismo, de pie al lado de la cama, contemplando a la anciana que hablaba y se movía incesante, nerviosa, irritadamente. Le vienen a la mente sólo fragmentos de conversación, tan aturdido estaba frente a la bestia dolorosa. Recuerda, sí, que al intentar acercarse a la cama la anciana lo detuvo en seco con el comentario de que ella y la niña podían ser sus modelos perfectas y luego añadir:

– Por favor no se te ocurra abrazarme, mucho menos vayas a empezar por darme el pésame y decirme que es necesario resignarse. Estoy harta de sandeces. ¿Te acuerdas de tu primo Mario? Mario Ibarra, el que se hizo cura. Hace poco me lo trajeron para que me endilgara un sermón y me bajara el orgullo. Se fue, el pobre, como vino; le corté el aliento antes de que pudiera entrar en materia. No estoy para resignarme; es lo único que no voy a hacer. Eso está bien para Federico; míralo, tiene el temperamento ideal: es dócil, bueno, paciente, nació ya resignado. ¿Pero dar yo gracias por haber perdido a mis nietas? ¿Agradecerle al Cielo que me haya reducido a este estado? Never! Moriré sólo arrepentida de haber caído en todas las trampas que me han tendido durante muchos años. Porque la vida, tal como me tocó padecerla, no ha sido sino una interminable, idiota cadena de entierros que por fortuna va a terminar pronto con el mío. ¿Debo estar agradecida también por ello?

Sonó un despertador. La niña se bajó inmediatamente de la cama, corrió hacia una mesita, silenció el aparato. Llenó un vaso con agua, sacó dos pastillas de un frasco y se las llevó a la anciana. Luego le pasó el despertador a Flor para que marcara otra hora. Concluidas estas operaciones, volvió a tenderse en el lecho.

Su tía habló durante largo rato. Le resulta imposible acordarse de las palabras. En cambio le parece ver aún los gestos, las risas malignas, los ademanes suntuosamente ridículos, el brillo animal de aquellos ojos, y la atención concentrada de la niña que, acostada todo el tiempo al lado de la anciana, le acariciaba pausadamente un brazo; la cara socarrona, teatralmente afligida de Flor, la amedrentada de su tío. Al final, la anciana, postrada, se dejó caer sobre los almohadones, hizo una señal a la niña para que se bajara de la cama y dijo, dando por concluida la visita:

– Ven a verme cualquier día en que tengas un rato libre. La próxima semana si te parece bien. A lo mejor me encuentras de otro h u m o r. Tienes que contarme todo lo que has hecho en estos años que has pasado fuera.

La vio muchas veces. Al principio las visitas eran muy breves, colmadas, en ocasiones, de asperezas y exabruptos. Le atraía enormemente la riqueza de efectos escénicos, plásticos, que desplegaba la anciana, así como la atmósfera creada a su derredor. No salía de la habitación más que para ir al baño contiguo. Se había hecho acarrear a su refugio todo lo que de interesante o atractivo para ella guardaba la casa. Una pared estaba cubierta enteramente por estanterías repletas de libros. Estos se apilaban, además, en el suelo, en una mesa, en el buró. Había cuadros por dondequiera, en las paredes, sobre los muebles, recostados en los libros; tenía a la mano todos los objetos que le interesaban, una cómoda poltrona forrada con una tafetán de flores color buganvilla, un par de destartaladas mecedoras vienesas, dos lámparas de pie, un servicio de plata, tazas, bibelots , cortes de tela, pañoletas, prendas de vestir, cajas de todos los tipos y tamaños, periódicos, revistas, fajos de cartas atados con ligas, papeles desparramados por todas partes, fotografías de lugares, muy pocas de personas. Ella, eternamente tendida en la cama, era el eje del desorden. La halló siempre cubierta con una inmensa bata de baño que le llegaba hasta los tobillos deformes. Algunas veces se cubría con un pañuelo de estridente color ladrillo la cabeza rapada.

A su lado siempre la niña; única compañía permanente. Las visitas fueron después más frecuentes y prolongadas, para convertirse finalmente en cotidianas. Descubrió que no sólo le interesaban las imágenes macabras y los misterios de aquella alcoba. Volvía a establecerse, cálida, abundante, la corriente de simpatía que ya antes de su viaje los había ligado. En aquel tiempo ella había sido la única persona de la familia a quien podía confiar sus problemas vocacionales. De un modo que no se arriesgaba a dejar de ser del todo convencional, pero con auténtico interés ella lo aconsejaba. Cuando volvió a frecuentarla ya no iba a quejarse de la incomprensión de sus padres, ni a pedirle que intercediera ante ellos para lograr tal o cual propósito. Ahora era el triunfador. A veces se preguntaba cuál sería la verdadera, profunda razón que lo llevaba a frecuentar aquel cuarto. Si iba, se decía, era seducido por el estado de purificación y desmistificación que yacía bajo las atrabiliarias e irritantes explosiones de su tía. Pero en su interior no podía ocultar que algo utilitario se escondía en su actitud, que estaba explotando a la anciana. Lo atormentaba el percibir que estaba preparándose para venderla.

– A mi edad, en estas condiciones, ya me lo puedo permitir todo. ¿Te parece bien, verdad? A mí no. Creo que ha sido una estupidez injustificable haber tenido que llegar a los ochenta y tantos años y convertirme en el ballenato que soy ahora, en esta gorgona rapada, para paladear lo que puede ser la libertad, ¡qué profundo saber!, para intuirla apenas y sentir la nostalgia de algo nunca disfrutado. No tienes idea de lo que cuesta y duele descubrir el despilfarro de una vida entera, años y años, más de ochenta, ¡hazme el favor!, que examinados parecen uno solo, enorme, larguísimo, tedioso y tonto, consumido en hacer y recibir visitas insulsas, desperdiciado en bagatelas. De vez en cuando me encerraba a leer, pero era sólo una manera de fuga, como hoy tanto se dice. Yo misma no advertía hasta qué punto me encorsetaba y asfixiaba el ambiente. Es muy triste descubrir todo esto cuando ya no hay cambio posible, cuando lo mejor que puede pasarme es que un buen día me estalle el corazón. Creo que si tuviera veinte años menos podría sobreponerme, pero a esta edad tener conciencia de haber vivido de balde produce una sensación fatal -bajaba entonces la voz y musitaba arrulladora, tristemente-: Lo que más me duele es saber que va a quedarse solo este pobre angelito mío.

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