Joanne Harris - Chocolat
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Me saludó con bastante cortesía. La veo claramente en este momento, sus largos cabellos negros recogidos en un moño detrás de la cabeza, los ojos tan oscuros que parece que no tenga pupilas, esas cejas absolutamente rectas que le dan un aire severo desmentido por el humor que refleja la curva risueña de sus labios, las manos cuadradas y funcionales, las uñas muy cortas. No se pinta y, pese a esto, en su cara hay algo ligeramente indecente. Tal vez sea esa manera de mirar suya tan directa, la forma como sus ojos se entretienen observando y valorando lo que ven, ese pliegue permanente de ironía en sus labios. Y es alta, demasiado alta para ser mujer, tan alta como yo. Me mira a los ojos, con los hombros echados para atrás y la barbilla desafiante. Lleva una falda larga, ondulante, color de fuego, y un jersey negro y ceñido. Son colores que infunden sensación de peligro, como si fuera una serpiente o un insecto dispuesto a picar que quisiera advertir con ellos a los enemigos.
Es mi enemiga. Lo advertí inmediatamente. Percibo su hostilidad y su desconfianza aunque me hable con voz contenida y en tono amable. Noto que me ha atraído hasta aquí para burlarse de mí, que sabe algún secreto que yo ni siquiera… pero esto es una tontería. ¿Qué puede saber? ¿Qué puede hacer? Lo que ella ofende es mi sentido del orden, como un jardinero escrupuloso podría ofenderse al ver un sembrado de dientes de león. La semilla de la discordia está en todas partes, mon père, y se desparrama, se desparrama.
Lo sé. Pierdo la perspectiva. Pero debemos igualmente mantenernos vigilantes, usted y yo. Recuerde Les Marauds y los gitanos que desalojamos de las orillas del Tannes. Recuerde lo mucho que nos costó, cuántos meses estériles de protestas y de cartas hasta que tomamos el asunto en nuestras manos. ¡Recuerde los sermones que prediqué! Y que las puertas se me iban cerrando ante ellos una por una. Algunos comerciantes colaboraron al momento. Se acordaban de los gitanos que tuvimos aquella otra vez, las enfermedades, los robos y la prostitución que trajeron consigo. Se pusieron de nuestra parte. Recuerdo que tuvimos que presionar a Narcisse que, por curioso que parezca, les había ofrecido trabajo de verano en sus campos. Pero al final conseguimos echarlos a todos, a los hombres adustos y a las zarrapastrosas de sus mujeres, con su mirar descarado, y también a sus hijos descalzos y deslenguados y a sus perros famélicos. Se marcharon y por suerte dispusimos de voluntarios para limpiar toda la basura que nos dejaron. Bastaría una semilla de diente de león para que regresaran, mon père, usted lo sabe tan bien como yo. Y si ella es esa semilla…
Ayer hablé con Joline Drou. Anouk Rocher va a la escuela local. Es una niña graciosa, con los cabellos negros como su madre y con una sonrisa espontánea e insolente. Parece que Joline encontró a su hijo Jean y a otros niños jugando a no sé qué con esa niña en el patio de la escuela. Una influencia deleznable, por lo visto, adivinaciones y paparruchas parecidas, unos huesos y unos abalarios que arrojaba en el suelo… Ya le he dicho que las había calado. Joline ha prohibido a Jean que vuelva a jugar con esa niña, pero es muy tozudo y se ha puesto enfurruñado. A esa edad lo único que vale es la disciplina aplicada a rajatabla. Me he ofrecido a tener una conversación con el niño, pero la madre se ha opuesto. Esa gente es así, mon père, son débiles, débiles. Cuántos habrá que ya han roto las promesas que hicieron en cuaresma. Cuántos habrá que ni siquiera pensaban observarlas. En lo que a mí se refiere, sé que el ayuno me purifica. Sólo ver la tienda del carnicero me revuelve el estómago; los olores cobran una intensidad tal que la cabeza me da vueltas. De pronto el olor a pan que sale por la mañana de la tienda de Poitou me resulta insoportable, el tufo caliente de grasa que emana la rôtisserie de la Place des Beaux-Arts es como un pozo que subiera directamente del infierno. Hace más de una semana que no cato la carne, ni el pescado, ni los huevos, vivo de pan, sopas, ensaladas y tomo un solo vaso de vino los domingos y me siento purificado, père, purificado… Ojalá que pudiera hacer aún más. Porque esto no es sufrir, esto no es penar. A veces pienso que me gustaría darles ejemplo, estar yo en aquella cruz y mostrarles que sangro, que padezco… Esa mujer, la bruja Voizin, se mofa de mí cuando pasa por mi lado con su cesta de comida. Es la única de su familia de buenos feligreses que desprecia la Iglesia, me lanza una sonrisa burlona cuando se cruza conmigo y se aleja renqueando con el sombrero de paja sujeto a la cabeza con un pañuelo rojo y ese bastón con el que golpea las losas de la calle… Si aguanto ese tipo de cosas es sólo por respeto a su edad, mon père, y porque su familia se ha disculpado conmigo. Se ha empecinado en no ver al médico, no quiere ayuda de nadie, se figura que vivirá siempre. Pero un día acabará por capitular. Como todos. Y entonces yo le daré la absolución con toda humildad, lamentaré su muerte a pesar de todas sus aberraciones, de su orgullo y de sus provocaciones. Al final vendrá a mí, mon père. ¿No acaban por venir todos al final?
11
Jueves, 20 de febrero
La esperaba. Con su abrigo escocés, el cabello peinado para atrás sin pretensión personal alguna, las manos diestras y nerviosas como las de los pistoleros. Era Joséphine Muscat, la mujer que vi en día de carnaval. Ha esperado a que salieran de mi establecimiento mis clientes habituales -Guillaume, Georges y Narcisse- antes de decidirse a entrar, las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos.
– Un chocolate caliente, por favor.
Se ha sentado de forma inestable ante el mostrador y se ha puesto a hablar en voz baja, como si conversara con los vasos vacíos que todavía no me había dado tiempo a retirar.
– ¡No faltaba más!
No le he preguntado cómo lo quería, pero se lo he servido con virutas de chocolate y chantilly, adornado con dos cremas de café a un lado. Se ha quedado mirando el tazón con los ojos entrecerrados y después lo ha tocado con dedos inseguros.
– El otro día olvidé pagar una cosa -ha dicho con fingida naturalidad.
Tiene los dedos largos, curiosamente delicados pese a las durezas de las yemas. En estado de reposo su rostro parece perder algo del desaliento que habitualmente tiene su expresión y casi resulta atractivo. Tiene el cabello de un suave color castaño y los ojos dorados.
– Lo siento -añade.
Y arrojó una moneda de diez francos sobre el mostrador con un gesto desafiante.
– No tiene importancia -he procurado que mi voz sonara natural, indiferente-. Suele ocurrir.
Joséphine me miró un momento con desconfianza y después, tras comprobar que no había malevolencia en el tono, pareció más tranquila.
– Es bueno -dijo saboreando el chocolate-, bueno de verdad.
– Lo hago yo -le explico-. Con cacao y antes de añadirle la grasa para que se solidifique. Los aztecas lo tomaban exactamente de esa manera hace muchos, muchísimos siglos.
Me ha lanzado una mirada furtiva y cargada de desconfianza.
– Y gracias por el regalo -ha dicho por fin-. Almendras de chocolate. Son mis preferidas -y después, atropelladamente y con torpe prisa-: No me lo llevé a propósito. Sé que dicen muchas cosas de mí, pero yo no robo. Son ellas… -ahora había desdén en su voz y su boca se ha torcido en una mueca de indignación y de asco-… son esa zorra de Clairmont y sus compañeras. ¡Unas embusteras!
Me vuelve a mirar, ahora con aire casi de desafío.
– He oído decir que usted no va a la iglesia -lo afirma con voz quebrada, aunque excesivamente alta teniendo en cuenta las dimensiones de la habitación donde estamos y que en ella sólo nos encontramos nosotras dos.
Yo le he sonreí.
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