Le señalé uno de los pasajes extraños.
Cassis los estudió por un momento y empezó a reír.
– No es italiano -dijo-. ¿No te acuerdas de lo que es? -Parecía que encontraba todo aquello muy divertido, sacudiéndose y resollando. Incluso sus orejas temblaban, unas orejas grandes de viejo como champiñones garzos-. Es el lenguaje que papá inventó. Bilinienverlini , solía llamarlo. ¿No te acuerdas? Solía hablarlo a menudo.
Intenté recordar. Tenía siete años cuando murió. Debía de quedar algo, pensé para mí. Pero había muy poco. Todo había sido engullido por una enorme garganta hambrienta de oscuridad. Puedo recordar a mi padre pero sólo en retazos. El olor a polillas y tabaco que desprendía su abrigo. Las aguaturmas que sólo a él le gustaban pero que todos teníamos que comer una vez a la semana. Cómo me había clavado accidentalmente un anzuelo en la parte membranosa de la mano, entre el dedo pulgar y el índice, y sus brazos rodeándome, su voz instándome a ser valiente… Recuerdo su rostro por las fotografías, todas en color sepia. En el fondo de mi mente, algo -algo remoto- arrojado por la oscuridad. Mi padre, sonriente, farfullándonos algo sin sentido. Cassis riendo, yo riendo sin entender realmente la broma y a salvo de madre, por una vez, fuera de nuestra vista, con uno de sus dolores de cabeza quizás, unas vacaciones inesperadas…
– Recuerdo algo -dije al final.
Entonces me lo explicó pacientemente. Un lenguaje de sílabas invertidas, de palabras al revés, prefijos y sufijos absurdos. « Roquieni carpliexni .» «Quiero explicar.» « Inoi yotsei roguseni iedi nia iquieni .» «No estoy seguro de a quién.»
Por extraño que resulte, Cassis no parecía estar en absoluto interesado en los escritos secretos de mi madre. Su mirada se detenía en las recetas. El resto estaba muerto. Las recetas eran algo que podía entender, tocar, probar. Podía sentir su incomodidad al estar tan cerca de mí, como si mi parecido con ella pudiese infectarlo.
– Si mi hijo pudiese ver estas recetas… -musitó.
– No se lo digas -dije con firmeza. Empezaba a conocer a Yannick. Cuanto menos supiese de nosotros mejor.
Cassis se encogió de hombros.
– Naturalmente que no. Te lo prometo.
Y lo creí. Eso demuestra que no me parezco tanto a mi madre como él pensaba. Confié en él, que Dios me ayude, y durante un tiempo pareció haber cumplido su promesa. Yannick y Laure mantuvieron las distancias, Mamie Framboise desapareció de la escena y el otoño sucedió al verano, arrastrando una suave cola de hojas muertas.
Yannick dice que vio a la Gran Madre hoy -escribe-. Vino corriendo desde el río, medio loco por la excitación y farfullando. Con las prisas había olvidado el pescado y yo le reñí por perder el tiempo. Me miró con ese triste desamparo en sus ojos y creí que iba a decir algo pero no lo hizo. Supongo que se siente avergonzado. Yo me siento dura por dentro, helada. Quiero decir algo pero no estoy segura del qué. Trae mala suerte ver a la Gran Madre, todo el mundo lo dice, pero de eso, ya hemos tenido bastante hasta ahora. Quizá por eso soy como soy.
Me tomé tiempo para leer el álbum de mi madre. En parte era por miedo. De lo que pudiera descubrir, quizá. O de lo que me vería obligada a recordar. En parte era porque la redacción era confusa, el orden de los acontecimientos estaba experta y deliberadamente mezclado, como un ingenioso juego de cartas. Apenas recordaba el día en que había hablado, aunque soñé con él más tarde. La letra, aunque clara, era obsesivamente pequeña y me causaba terribles dolores de cabeza si la estudiaba demasiado tiempo. En esto también soy como ella. Recuerdo con nitidez sus dolores de cabeza, precedidos por lo que Cassis solía llamar sus «ataques». Habían empeorado cuando yo nací, me dijo. Él era el único de nosotros con edad suficiente para acordarse de cómo era ella antes.
Me acuerdo de cómo era antes -escribe debajo de la receta para la sidra especiada-. Estar en la luz. Sentirme pletórica. Yo fui así durante un tiempo, antes de que C. naciera. Intento recordar cómo era ser tan joven. Ojalá nos hubiésemos mantenido alejados, me digo a mí misma. No regreses nunca más a Les Laveuses. Y, intenta ayudar. Pero ya no hay amor. Ahora me tiene miedo, miedo de lo que pueda hacer. A él. A los niños. No hay dulzura en el sufrimiento, piense lo que piense la gente. Al final acaba por corroerlo todo. Y se queda por los niños. Debería estarle agradecida. Podría abandonarme y nadie pensaría mal de él. Al fin y al cabo, él nació aquí.
Nunca se le dio bien quejarse, aguantaba el dolor hasta que no podía más antes de retirarse a su habitación en penumbra mientras nosotros salíamos afuera sin hacer ruido, como gatos cautelosos. Cada seis meses solía sufrir un ataque realmente serio que la dejaba postrada durante días. En una ocasión, cuando yo era muy pequeña, se desmayó de camino a casa desde el pozo, desplomándose hacia delante sobre el cubo, un chorro de líquido tiñó el camino reseco ante ella, su sombrero de paja caído de lado para dejar al descubierto la boca abierta, los ojos mirando fijamente. Yo me encontraba en el huerto que estaba junto a la cocina recogiendo hierbas, estaba sola. Lo primero que pensé fue que estaba muerta. Su silencio, el agujero negro de la boca en contraste con la piel tensa y ocre del rostro, los ojos como bolas. Dejé mi cesto muy lentamente y me dirigí hacia ella.
El sendero parecía deformarse extrañamente a mis pies, como si llevara puestas las gafas de otra persona y tropecé un poco. Mi madre yacía apoyada sobre el costado. Una pierna extendida, la falda negra un poco levantada dejando al descubierto la bota y la media. La boca abierta de par en par glotonamente. Yo estaba tranquila.
«Está muerta», me dije. El torrente de sentimientos que me inundó ante tal pensamiento fue tan intenso que por un instante me sentí incapaz de identificarlo. Una sensación como si fuese la brillante cola de un cometa, haciéndome cosquillas en las axilas y volteando mi estómago, como si se tratase de una crêpe . Terror, pena, confusión. Miré en mi interior pero no hallé nada de eso. En su lugar, una explosión de fuegos artificiales envenenados que me llenaban la cabeza de luz. Miré lacónica al cadáver de mi madre y sentí alivio, esperanza y una alegría fea y primitiva.
Esta dulzura…
Me siento dura por dentro, helada.
Lo sé, lo sé. No puedo esperar que entendáis cómo me sentí. También a mí me parece grotesco recordar cómo fue, me pregunto si no será éste otro falso recuerdo… Por supuesto, pudo ser el shock. La gente tiene experiencias extrañas bajo los efectos de un shock . Incluso los niños. Especialmente los niños, los salvajes gazmoños y reservados que éramos. Encerrados en nuestro mundo de locura, entre el Puesto de Vigilancia y el río, con las piedras alzadas para custodiar nuestros rituales secretos… En cualquier caso, fue alegría lo que sentí.
Estaba junto a ella. Los ojos muertos observándome sin pestañear. Me pregunté si no debía cerrárselos. Había algo inquietante en aquella mirada esférica y como de pez que me recordó a la de la Gran Madre el día en que por fin conseguí pescarla. Un hilo de saliva brillaba entre sus labios. Me acerqué un poco más…
Su mano salió disparada y se aferró a mi tobillo. No estaba muerta sino al acecho, los ojos brillándole con mezquina astucia. Su boca moviéndose penosamente, pronunciando cada palabra con precisión cristalina. Cerré los ojos para no gritar.
– Escucha. Tráeme mi bastón. -Su voz era áspera y metálica-. Tráelo. Cocina. Rápido.
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