Joanne Harris - Cinco cuartos de naranja

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Cuando tras décadas de ausencia Framboise Simon regresa a su pequeño pueblo en la campiña francesa, los habitantes no la reconocen como la hija de la mal afamada Mirabelle Dartigan,la mujer que aún consideran responsable de la tragedia sucedida en los años de la ocupación nazi. A la búsqueda de un nuevo comienzo en su vida, Framboise descubre rápidamente que el presente y el pasado se encuentran inextricablemente unidos, mientras recorre las páginas del cuaderno de recetas de cocina heredado de su madre.
Con la ayuda de esas recetas, Framboise recrea los platos de su madre, que sirve en un coqueto restaurante. Y a medida que analiza el cuaderno -a la búsqueda de pistas que le permitan comprender la contradicción entre el amor de su madre por la cocina y su conducta opresiva-, descubre poco a poco un significado oculto detrás de las crípticas anotaciones de Mirabelle. Entre las páginas del cuaderno, Framboise encontrará la clave para comprender lo que realmente sucedió aquel fatídico verano en el que tenía tan solo nueve años.
Exquisito y lleno de matices, Cinco cuartos de naranja es un libro sobre madres e hijas del pasado y del presente, sobre la resistencia y la derrota y, sin lugar a dudas, una extraordinaria muestra del talento de la autora de Chocolat.

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Pero la Gran Madre no venía. Los domingos, cuando Reine y Cassis no tenían que ir al colegio intentaba contagiarles mi pasión por la captura. Pero desde la admisión de Reine-Claude en el collège a principios de aquel año, los dos se habían convertido en una raza aparte. Cinco años me separaban de Cassis. Tres de Reine. Y, sin embargo, ellos parecían más próximos en edad, con pose de adultos, tan parecidos con sus rostros dorados y sus pómulos altos que podrían haber pasado por gemelos. A menudo hablaban en susurros y risas secretas, refiriéndose a amigos de los que yo jamás había oído hablar, riéndose de sus bromas privadas. Nombres extraños puntuaban sus conversaciones. Monsieur Toupet. Madame Froussine. Madeimoselle Culourd. Cassis le había puesto apodos a todos sus profesores y podía imitar sus gestos y sus voces para hacer reír a Reine. Otros nombres, susurrados al resguardo de la oscuridad mientras yo dormía, que al parecer pertenecían a sus amigos. Heinemann, Leibniz, Schwartz. Risas cuando esos nombres eran pronunciados, una risa extraña y maliciosa con un atisbo de culpabilidad e histeria. Eran nombres que yo no reconocía, nombres extranjeros y cuando preguntaba por ellos, Cassis y Reine-Claude se limitaban a lanzar una risa sofocada y marcharse corriendo hacia el huerto cogidos del brazo.

Aquella actitud esquiva me preocupaba mucho más de lo me había imaginado. Se habían convertido en conspiradores cuando antes eran mis iguales. De pronto, todas nuestras actividades compartidas resultaban infantiles para ellos. El puesto de vigilancia, las piedras alzadas, eran sólo míos. Reine-Claude afirmaba que tenía miedo de ir a pescar por temor a las serpientes. En vez de eso se quedaba en su habitación, cepillándose el pelo, recogiéndoselo en complicados peinados y suspirando con las fotografías de las actrices de cine. Cassis escuchaba mis planes entusiastas con una cortés falta de atención y se inventaba excusas para dejarme sola. Una lección que copiar. Verbos latinos que aprender para la clase de Monsieur Toubon. Ya lo entendería cuando fuera mayor. Hacían cualquier cosa con tal de mantenerme alejada. Me enviaban a cruzar Les Laveuses con recados imaginarios, prometiendo encontrarse conmigo después en el río y luego se iban solos al bosque. Mientras les esperaba, lágrimas de rabia me ardían en los ojos. Y cuando se lo echaba en cara, simulaban inocencia, llevándose las manos a la boca con disimulo -«¿Estás segura de que era en el gran olmo? Estábamos convencidos de que habíamos quedado en el segundo roble»- y lanzaban una risilla sofocada mientras yo me marchaba con paso airado.

Sólo iban al río de vez en cuando para nadar. Reine-Claude entraba en el agua con extrema cautela, sólo en los tramos más profundos y claros, donde las serpientes no solían aventurarse. Yo intentaba llamar su atención haciendo extravagantes chapuzones desde la orilla y buceando durante tanto rato que Reine-Claude siempre acababa gritando que me había ahogado. Aun así, sentía que poco a poco se iban alejando de mí y la soledad me abrumaba.

Sólo Paul permaneció leal durante aquel tiempo. Aunque era más mayor que Reine-Claude y tenía casi la misma edad que Cassis parecía más joven, menos remilgado. Era incapaz de articular palabra cuando ellos estaban allí, sonriendo con azoramiento agónico cuando ellos hablaban del colegio. Paul apenas sabía leer y su escritura era artificiosa, la caligrafía penosa de un niño mucho más pequeño. Le gustaban las historias y yo le leía las revistas de Cassis cuando iba al puesto de vigilancia. Solíamos sentarnos en la plataforma, él tallando un trozo de madera con su pequeño cuchillo mientras yo leía La tumba de la momia o La invasión de Marte , media barra de pan sobre una tabla entre los dos, de la que de cuando en cuando cortábamos una rebanada. A veces él traía un pedazo de rillettes envuelto en papel de estraza o medio camembert. Yo añadía a nuestro pequeño banquete un puñado de fresas o uno de los quesos de cabra rebozados en ceniza que mi madre solía llamar petits cendrés . Desde el puesto podía supervisar todas mis redes y trampas, que controlaba cada hora, volviéndolas a poner en caso de que fuera necesario y extrayendo a los pececillos.

– ¿Qué deseo pedirás cuando la atrapes? -Para entonces Paul ya creía implícitamente que yo conseguiría cazar al viejo lucio y me hablaba en un tono de remiso respeto. Medité un instante.

– No sé. -Comí un poco de pan y rillettes-. No tiene sentido hacer planes hasta que no la haya cogido. Puede llevar mucho tiempo.

Y era tiempo lo que estaba dispuesta a invertir. Tres semanas de junio habían pasado y mi entusiasmo no había menguado. Todo lo contrario. Hasta la indiferencia de Cassis y Reine-Claude sólo servía para alimentar mi tozudez. En mi mente, la Gran Madre era un talismán, un talismán seductor y azabache que, en el caso de que consiguiera atraparlo, volvería a poner en su sitio todo lo que se había torcido.

Iban a ver. El día que atrapara a la Gran Madre todos me mirarían con asombro. Cassis, Reine. Y ver esa mirada en los ojos de mi madre, hacer que me viera , que cerrara quizá los puños por la rabia… O que me sonriera con sorprendente dulzura y me abriera los brazos.

Pero mi fantasía se detenía ahí; no me atrevía a seguir imaginando.

– Además -dije con estudiada languidez-, no creo en los deseos. Ya te lo dije.

Paul me lanzó una mirada cínica.

– Si no crees en los deseos -remarcó-, ¿entonces por qué estás haciendo todo esto?

Meneé la cabeza.

– No lo sé -dije al fin-. Para pasar el rato, supongo.

Se echó a reír.

– Típico de ti, Boise -dijo entre carcajadas-. Muy típico de ti. ¡Pescar a la Gran Madre por pasar el rato! -Y estalló otra vez en carcajadas, agitándose alarmantemente cerca del borde de la plataforma en su inusitada hilaridad hasta que Malabar , amarrado con la cuerda a los pies de un árbol, empezó a ladrar bruscamente y volvimos a permanecer en silencio antes de que nuestro refugio fuese descubierto.

Capítulo 5

Poco después de aquello encontré la barra de labios debajo del colchón de Reine-Claude. Un lugar estúpido para ocultarla, cualquiera podía haberla encontrado, hasta madre, pero Reinette nunca fue muy imaginativa. Me tocaba a mí hacer las camas y el objeto debió rodar por la sábana de abajo pues fue ahí donde la hallé, entre el borde del colchón y el somier. Al principio no lo identifiqué. Madre nunca usaba maquillaje. Un cilindro pequeño y dorado como un bolígrafo achaparrado. Giré la tapa y hallé resistencia, la abrí. Estaba experimentando con mucho tiento sobre mi brazo cuando oí un grito sofocado detrás de mí y Reinette me dio una sacudida. Su rostro estaba pálido y crispado.

– Dame eso -silbó-. ¡Es mío! -Me arrebató de las manos la barra de labios, que fue a parar al suelo y rodó por debajo de la cama. Rápidamente se agachó para sacarla, con el rostro encendido.

– ¿De dónde la has sacado? -le pregunté con curiosidad-. ¿Sabe madre que la tienes?

– Eso no es asunto tuyo -jadeó Reinette, emergiendo de debajo de la cama-. No tienes ningún derecho a fisgonear en mis cosas. Y si te atreves a contárselo a alguien…

Sonreí.

– Podría decirlo o podría no decirlo. Eso depende -dije.

Dio un paso adelante, pero yo era casi tan alta como ella y aunque la rabia la había hecho temeraria, sabía bien que más le valía no pelearse conmigo.

– No lo digas -musitó con voz mimosa-. Iré a pescar contigo esta tarde si quieres. Podríamos ir al puesto de vigilancia y leer revistas.

Me encogí de hombros.

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