Recuerdo una de aquellas cenas conflictivas en particular. Teníamos paupiettes para cenar: esos pequeños rollos de carne de ternera rellenos de carne picada de tocino, liados con una cuerda y guisados con una espesa salsa de zanahorias, cebolletas y tomates en vino blanco. Miré al plato con una taciturna falta de interés. Reinette y Cassis no miraban nada en particular, cuidadosamente indiferentes. Mi madre apretó los puños, furiosa por mi silencio. Después de la muerte de mi padre no había nadie que atemperara su ira y siempre estaba a punto de estallar, hirviendo bajo la superficie. Casi nunca nos pegaba -algo muy raro en aquellos tiempos, casi anormal- aunque sospechaba que no se debía a su gran sentido del afecto, sino más bien al temor de que una vez hubiera empezado le fuera imposible detenerse.
– No arrastres los pies, por el amor de Dios. -Su voz era tan agria como una grosella verde-. ¿Es que no ves que si arrastras los pies acabarás por quedarte así?
Le dirigí una mirada rápida e insolente y apoyé los codos sobre la mesa.
– ¡Quita los codos de la mesa! -casi gimió-. Mira a tu hermana. Mírala. ¿Arrastra ella los pies? ¿Se comporta como una labriega resentida?
No se me ocurrió sentir resentimiento contra Reinette. Lo sentía contra mi madre y lo exteriorizaba con cada movimiento de mi avisado cuerpo adolescente. Le daba cualquier excusa para acosarme. Quería que tendiéramos la ropa por las costuras, pues yo lo hacía por el cuello. Los tarros de la despensa debían tener las etiquetas mirando hacia adelante, pues yo las ponía hacia atrás. Olvidaba lavarme las manos antes de las comidas. Cambiaba el orden de las sartenes que estaban colgadas de la pared de la cocina de mayor a menor. Dejaba la ventana de la cocina abierta de manera que cuando ella abría la puerta la corriente hacía que se cerrara de un portazo. Infringía miles de sus reglas personales y ella reaccionaba a cada transgresión con la misma rabia perpleja. Para ella, aquellas nimias reglas eran importantes pues eran las armas de las que se servía para controlar nuestro mundo. Si se las quitábamos se quedaba como el resto de nosotros, huérfana y perdida.
Naturalmente, yo no sabía aquello entonces.
– Eres una zorrilla dura de pelar, ¿no? -dijo finalmente, empujando su plato-. Dura como los clavos. -No había ni hostilidad ni afecto en su voz, simplemente una especie de fría falta de interés-. Yo solía ser así a tu edad -confesó. Era la primera vez que la oía hablar de su propia niñez. Su sonrisa se hizo más profunda y triste. Resultaba imposible imaginarla en su juventud.
Apuñalé mi paupiette , cuya salsa estaba pastosa y fría.
– También quería pelearme con todo el mundo -dijo mi madre-. Lo habría sacrificado todo, habría herido a cualquiera para demostrar que tenía razón. Para ganar. -Me miró intensamente, con curiosidad, sus ojos negros como alfileres en brea-. Rebelde. Eso es lo que eres. Desde el mismo instante en que naciste supe lo que ibas a ser. Has hecho que todo vuelva a empezar. Peor que nunca. Tu forma de gritar por las noches y de negarte a comer; y yo tumbada en la cama, despierta con las puertas cerradas y la cabeza martilleándome.
No respondí. Un momento después mi madre se echó a reír sarcástica y empezó a recoger la mesa. Fue la última vez que habló de la guerra que había entre nosotras, si bien la guerra estaba lejos de haber terminado.
El puesto de vigilancia era un olmo viejo que quedaba cerca de la ribera del Loira. Sobresaliendo del agua, un manojo de gruesas raíces pendían hacia abajo desde el suelo reseco de la ribera, haciendo que resultara fácil escalarlas incluso para mí. Y desde las ramas más altas se podía ver Les Laveuses. Cassis y Paul habían construido una cabaña primitiva -una plataforma y algunas ramas inclinadas que hacían las veces de tejado- pero era yo quien pasaba más tiempo en el refugio Reinette se mostraba poco dispuesta a subir a las ramas más altas, aunque habíamos facilitado el acceso gracias a una cuerda con nudos, y Cassis raramente iba por allí, así que a menudo disponía del lugar para mí sola. Iba allí para pensar y observar la carretera por la que a veces podía ver a los alemanes pasar con sus autos, o, con más frecuencia, con sus motocicletas.
Por supuesto, había poca cosa de interés para los alemanes en Les Laveuses. No había cuarteles, m escuelas ni edificios públicos que ocupar. Se establecieron en Angers y hacían algunas patrullas por los pueblos vecinos. Sólo los veía (sin contar los vehículos que pasaban por la carretera) cuando enviaban a grupos de soldados cada semana a requisar productos de la granja de Hourias. La nuestra era menos frecuentada no teníamos vacas, sólo algunos cerdos y cabras. Nuestra principal fuente de ingresos era la fruta y la temporada acababa de empezar. Un par de soldados venían a desgana una vez al mes, pero lo mejor de nuestros suministros estaba bien escondido, y madre siempre me enviaba al huerto cuando los soldados llegaban. Aun así, sentía curiosidad por los uniformes grises, y, a veces, sentada en el puesto de vigilancia lanzaba cohetes imaginarios a los coches que pasaban. No era verdaderamente hostil, ninguno de los niños lo éramos. Sencillamente sentíamos curiosidad y repetíamos los insultos que nuestros padres nos enseñaban (boche asqueroso, cerdo nazi) por puro instinto de imitación. No tenía ni idea de lo que sucedía en la Francia ocupada, ni de dónde estaba Berlín.
En una ocasión fueron a requisar el violín de Denis Gaudin, el abuelo de Jeannette. Ella me lo explicó al día siguiente. Estaba oscureciendo y las contraventanas estaban cerradas cuando oyeron que llamaban a la puerta. La abrieron y vieron a un oficial alemán. En un francés educado aunque dificultoso se dirigió a su abuelo.
– Monsieur , creo que tiene usted un violín. Yo lo necesito.
Algunos oficiales habían decidido formar una banda militar. Me imagino que hasta los alemanes necesitaban alguna forma de pasar el tiempo.
El viejo Gaudin se lo quedó mirando.
– Un violín es como una mujer, mein Herr -repitió cortésmente-. No es algo que se pueda prestar.
Y suavemente cerró la puerta. Hubo un silencio mientras el oficial digería estas palabras. Jeannette miró a su abuelo con los ojos abiertos de par en par. Luego, afuera sonó la risa del oficial alemán que repetía:
– … wie eine Frau! Wie eine Frau!
El oficial alemán no regresó más y Denis conservó el violín hasta mucho después, casi hasta el final de la guerra.
No obstante, por primera vez aquel verano, mi interés no iba dirigido hacia los alemanes. Pasaba la mayor parte de mis horas despierta (y también muchas dormida) urdiendo tretas para atrapar a la Gran Madre. Estudiaba diversas técnicas de pesca. Sedales para anguilas, trampas para cangrejos, barrederas, redes de arrastre, cebos vivos y boyas. Iba a ver a Hourias y lo mortificaba hasta que me contaba todo lo que sabía de cebos. Sacaba gusanos de la orilla del banco de arena y aprendía a mantenerlos en la boca para darles calor. Atrapaba moscardas y las ataba en cañas erizadas con anzuelos como extraños oropeles. Hacía trampas con jaulas, sauce y cuerdas, en las que ponía desperdicios de comida. El mero contacto con una de las hebras de la caja hacía que ésta se cerrara de golpe, entonces el artilugio salía bruscamente despedido del agua en cuanto la rama sobre la que se apoyaba quedaba liberada. Puse trozos de redes en los canales estrechos entre los bancos de arena. Dejé colgados sedales fijos con bolos de carne putrefacta en el último banco. De este modo conseguí pescar un montón de percas, pequeñas brecas, gobios, anguilas y muchos pececillos. Algunos los llevaba a casa para comer y observaba a mi madre mientras los guisaba. La cocina era el único lugar neutral de la casa, un lugar de breve respiro en nuestra guerra privada. Solía quedarme a su lado, escuchando el tono monocorde de su voz, y juntas preparábamos su boullabaisse angevine , caldo de pescado con cebollas rojas y tomillo, y la perca asada en papel de estaño con estragón y setas silvestres. Algunas de mis capturas las dejaba expuestas en las piedras alzadas en guirnaldas ostentosas y pestilentes: una advertencia y un desafío.
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