– ¿No le hiciste daño físico?
– No, no le hice daño físico. Pero creo que la asusté, porque huyó como alma que lleva el diablo. La oí bajar ruidosamente por las escaleras con esos horrendos zuecos que se pone y seguramente resbaló porque oí un golpe sordo cuando bajaba los últimos peldaños. La llamé para asegurarme de que estaba bien, pero justo en ese momento oí que echaba a correr y que salía dando un portazo, así que supuse que no le había pasado nada.
– ¿Crees que pudo hacerse daño con algo? ¿Que se magullara la cara al caer?
– Sí. Supongo que sí. Había una caja con objetos de porcelana al pie de la escalera. Puede que tropezara con ella… ¿Por qué me lo preguntas?
Se lo conté. Cuando terminé de explicarle cómo estaban las cosas en Boscarva, dejó escapar un prolongado silbido de incredulidad. Pero también estaba irritado.
– Será pendón. Esa niña es una ninfómana.
– A mí siempre me lo ha parecido.
– Se pasaba el tiempo hablando de un tal Danus y no se detenía ante las intimidades más escabrosas. ¡Y encima le dijo a todo el mundo que yo la había invitado al cine! Yo no la invitaría ni a vaciar el cubo de la basura conmigo… ¿Cómo se encuentra?
– Está acostada. Mollie llamó al médico.
– Si es un médico con experiencia, diagnosticará histeria autoprovocada, le recetará una buena paliza y la enviará de regreso a Londres. Así dejará de molestar a la gente.
– Pobre Andrea. Es muy desdichada.
Joss no podía tener las manos quietas y se puso a acariciarme el pelo. Volví la cabeza y le besé el dorso, los nudillos despellejados.
– No la habrás creído, ¿verdad?
– No.
– ¿La ha creído alguien?
– Mollie y Eliot. Eliot quería llamar a la policía, pero Grenville no le dejó.
– Qué interesante.
– ¿Por qué?
– ¿Quién llevó a Andrea a casa?
– Ya te lo he dicho. Morris Tatcombe… el joven que trabaja para Eliot…
– ¿Morris? Que me… -Se detuvo en mitad de la frase y repitió-: Morris Tatcombe.
– ¿Qué le ocurre?
– Vamos, Rebecca, vamos. Vuelve a la realidad. Usa la cabeza. ¿Quién crees que me ha dejado en este estado?
– ¿Morris? -No podía creerlo.
– Morris y otros tres. Fui a «El Ancla» a tomarme una cerveza y a comer un poco de pastel de carne y cuando volvía a casa me salieron al encuentro y me agredieron.
– ¿Cómo sabes que fue Morris?
– ¿Quién, si no? Está resentido por una discusión que tuvimos y en la que acabó con el trasero en la cuneta. Creía que lo de hoy había sido sólo la continuación de la disputa. Pero parece que no es así.
Abrí la boca sin pensármelo dos veces y dije:
– Eliot… -pero me detuve, aunque ya era demasiado tarde.
– ¿Qué pasa con Eliot? -preguntó con serenidad.
– Prefiero no hablar de Eliot.
– ¿Fue él quien dijo a Morris que me buscara?
– No lo sé.
– No hay que descartar la hipótesis. Me odia a muerte.
– Creo… creo que está celoso. No le gusta que hayas intimado con Grenville. No le gusta que Grenville te haya cogido tanto afecto. Y… -Miré mi vaso y lo hice girar entre los dedos. De pronto me puse muy nerviosa-. Hay algo más.
– A juzgar por tu expresión, se diría que has matado a alguien. ¿Qué sucede?
– El buró y la silla Chippendale. Son de Boscarva.
– Sí, ya lo sé.
Su tranquilidad me sorprendió.
– ¿No los has robado?
– ¿Robado? ¿Qué dices? Los he comprado.
– ¿A quién?
– A un hombre que tiene una tienda de antigüedades en los alrededores de Fourbourne. Fui a una subasta hace cosa de un mes, pasé por su tienda al volver y vi la silla y el buró. Por entonces conocía ya todos los muebles de Grenville y me di cuenta de que procedían de Boscarva.
– Entonces, ¿quién se los llevó?
– Lamento echar por tierra tu inocencia, pero fue tu primo Eliot.
– Pero Eliot no sabía nada de los muebles.
– Desde luego que sí. Según creo recordar, estaban en un desván y probablemente pensó que nadie los echaría de menos.
– Pero, ¿por qué…?
– Esto parece el juego de las verdades. Porque Eliot, mi amor, mi querida niña, está endeudado hasta el cogote. El salón automovilístico se lo financió Ernest Padlow, costó un dineral y en los últimos doce meses sólo ha producido pérdidas. Dios sabe de qué le servirían a Eliot las cincuenta libras, apenas una gota de agua en el océano, pero quizá necesitaba un poco de efectivo para pagar una factura o para apostar a un caballo, lo que fuese… No lo sé. En confianza, no creo que Eliot sirva para tener un negocio propio. Le saldría más a cuenta trabajar para otros por un salario normal y corriente. Puede que alguna noche, cuando estéis tranquilamente sentados en Boscarva tomando una copa, puedas convencerlo.
– El sarcasmo no se te da bien.
– Lo sé, pero Eliot me saca de quicio. Desde siempre.
Me pareció, aunque sin saber por qué, que debía defender a Eliot, tratar de disculparlo.
– En cierto modo, Eliot cree que Boscarva y todo lo que hay allí le pertenecen ya. Puede que lo de los muebles no le pareciera un robo.
– ¿Cuándo se echaron en falta los muebles?
– Hace un par de días. Verás, el buró era de mi madre. Ahora es mío. Por eso nos pusimos a buscarlo.
– Mala suerte para Eliot.
– Sí.
– Supongo que Eliot dijo que los había cogido yo.
– Sí -admití con tristeza.
– ¿Qué dijo Grenville?
– Dijo que tú jamás harías una cosa así.
– Y se organizó una trifulca.
– Sí.
Joss suspiró profundamente. Se quedó callado. El fuego comenzaba a apagarse y la habitación estaba enfriándose otra vez. Me levanté y fui a echar otro tronco, pero Joss me detuvo.
– Déjalo -dijo.
Lo miré con sorpresa. Apuró el whisky y dejó el vaso vacío en el suelo, apartó la manta y fue a levantarse del lecho.
– Joss, no deberías…
Corrí a su lado, pero me contuvo y se puso en pie, despacio, con cuidado infinito. Cuando lo consiguió, me sonrió en señal de triunfo. Tenía un aspecto muy extraño, lleno de magulladuras, envuelto en vendas y con unos téjanos arrugados.
– Ahora, a la batalla -dijo.
– ¿Qué te propones?
– Si me buscas una camisa y un par de zapatos, primero me vestiré, Y luego bajaremos a la calle, cogeremos la furgoneta e iremos a Boscarva.
– Pero no puedes conducir en tu estado.
– Puedo hacer cualquier cosa que me proponga -dijo, y le creí-. Ahora búscame la ropa y deja de poner objeciones.
Ni siquiera me dejó coger el coche de Mollie.
– Lo dejaremos aquí. No le pasará nada. Ya vendrán a buscarlo mañana. -La furgoneta estaba aparcada a la vuelta de la esquina, en una estrecha callejuela. Subimos, puso el motor en marcha y retrocedió hasta la avenida. Tuve que darle instrucciones para hacer la maniobra porque le dolían todos los huesos y ni siquiera podía girarse en el asiento. Atravesamos la ciudad, las calles que ya me eran familiares, el cruce de caminos y subimos la colina.
Me quedé inmóvil, con los ojos fijos en lo que teníamos delante, con las manos juntas en el regazo. Sabía que teníamos que hablar de otro tema. Y tenía que ser entonces, antes de llegar a Boscarva.
Por alguna razón, como si se sintiera satisfecho de la vida en general, se puso a canturrear.
– La primera vez que vi tu rostro creí que el sol brillaba en tus pupilas y la luna y las estrellas…
– Joss.
– ¿Qué pasa ahora?
– Hay algo más.
Pareció sorprendido.
– ¿Más trapos sucios?
– No bromees.
– Perdona. ¿De qué se trata?
Tragué saliva.
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