– Jamás había visto una tormenta tan larga -dijo Eliot, mientras abría la puerta lateral y entrábamos en la casa. El vestíbulo resultaba cálido y acogedor, y en el aire flotaba el exquisito olor del pollo que íbamos a comer en la cena.
Nos separamos. Eliot se dirigió a la cocina y yo subí a quitarme la ropa sucia, a darme un baño, a envolverme en vapor caliente y perfumado. En cuanto me relajé, la cabeza se me quedó en blanco. Estaba demasiado cansada para pensar. Me quedaré dormida, me dije, y me ahogaré. Por algún motivo inexplicable, la idea no me alarmó.
Pero no me dormí porque entonces oí, por encima de los aullidos del viento, el ruido de un coche que se acercaba. El cuarto de baño daba a la parte trasera de la casa, al camino y a la puerta principal. No me había molestado en correr las cortinas y los faros del coche se reflejaron durante un segundo en el cristal oscuro. Sonó un portazo, se oyeron voces. Preocupada, salí de la bañera, me sequé e iba a cruzar el pasillo para ir a mi habitación cuando oí que las voces subían por la escalera, desde el vestíbulo.
– … la he encontrado en mitad del camino, en la colina… -era una voz de hombre que no identifiqué.
Y luego Mollie:
– … pero mi pobre niña… -Sus palabras fueron interrumpidas por un sollozo.
– Por Dios, pequeña… -oí decir a Eliot.
Y luego Mollie otra vez:
– Ven junto al fuego… Vamos, todo está bien ahora. Estás a salvo…
Entré en mi habitación, me vestí, me abotoné el cuello del vestido marrón, me cepillé el pelo y me lo trencé, todo en unos segundos. Me pinté un poco los labios -no había tiempo para más-, me calcé las sandalias y me puse los pendientes mientras corría abajo.
– Pettifer, ¿qué pasa?
– No sé, pero parece que esa joven tiene un ataque de histeria.
– He oído un coche. ¿Quién la ha traído a casa?
– Morris Tatcombe. Dice que volvía de Porthkerris a casa cuando la encontró en el camino.
Yo estaba horrorizada.
– ¿Quieres decir que estaba tirada en el camino? ¿La ha atropellado un coche?
– No lo sé. Puede que sólo se haya caído.
Al otro extremo del vestíbulo, la puerta del salón se abrió con violencia y Mollie se dirigió hacia nosotros casi corriendo.
– ¡Vamos, Pettifer, no te quedes ahí de palique, corre a buscar el brandy! -Vio mi cara de estupefacción-. Mi querida Rebecca, es horrible, horrible. Voy a llamar al médico. -Estaba junto al teléfono, hojeando la guía, pero sin ver bien porque se había dejado las gafas en alguna parte-. Busca tú el número, por favor. Es el doctor Trevaskis… lo tengo que tener apuntado en algún sitio, pero no lo encuentro.
Pettifer se había ido. Me puse a buscar el número en la guía telefónica.
– ¿Qué le ha pasado a Andrea? -pregunté.
– Es lamentable. No puedo creer que sea cierto. Es una suerte que Morris la haya encontrado. Habría podido pasarse allí toda la noche. Podría haber muerto…
– Aquí está. Lionel Trevaskis. Porthkerris 873.
Se llevó una mano a la mejilla.
– ¡Claro! Ya tendría que sabérmelo de memoria. -Levantó el auricular y lo marcó. Mientras esperaba, me dijo rápidamente-: Ve a hacerle compañía; los hombres son unos inútiles, nunca saben qué hacer.
Pese a que estaba desconcertada y, por extraño que parezca, me sentía reacia a conocer los detalles de la triste experiencia de Andrea, hice lo que Mollie me pedía. El caos reinaba en el salón. Grenville, perplejo al parecer, de pie frente a la chimenea, en silencio y con las manos en la espalda. El resto, agrupado alrededor del sofá. Eliot le había servido una copa a Morris y ambos estaban allí sin hacer nada, mientras Pettifer, con una paciencia digna de elogio, trataba de conseguir que Andrea tomara unos sorbos de brandy.
Y Andrea… A pesar mío, su aspecto me impresionó y me asustó. El suéter limpio y los téjanos planchados con los que había salido estaban empapados y manchados de barro. Se le veía la rodilla a través del pantalón desgarrado, herida y sangrando, infantilmente indefensa. Al parecer había perdido un zapato. Tenía el pelo pegado a la cabeza como un alga marina; la cara, enrojecida por el llanto. Cuando pronuncié su nombre, volvió la cabeza para mirarme con ojos llorosos y patéticos. Vi con horror que tenía una gran magulladura en la sien, como si la hubieran golpeado salvajemente. También había perdido la cruz celta y la cinta de cuero, que quizá le habían arrancado en algún forcejeo inimaginable.
– ¡Andrea!
Lanzó un gemido y se dio la vuelta para esconder el rostro en el respaldo del sofá. Al hacerlo, derramó el brandy e hizo caer el vaso de la mano de Pettifer.
– No quiero hablar de ello. No quiero.
– ¡Pero tienes que hacerlo!
Pettifer, exasperado, recogió el vaso y salió de la habitación. Me dije que nunca había simpatizado con la joven. Me acerqué a ella, sentada al borde del sofá, y traté de girar sus hombros hacia mí.
– ¿Te lo ha hecho alguien?
Andrea se volvió con brusquedad, con el cuerpo contorsionado.
– ¡Sí! -Me gritó en la cara, como si yo fuera sorda-. ¡Ha sido Joss! -Y se deshizo otra vez en sollozos.
Miré a Grenville y me encontré con una mirada fija y pétrea. Se hubiera dicho que tenía los rasgos tallados en madera. Me dije que no podía esperar ayuda de él. Me volví hacia Morris Tatcombe.
– ¿Dónde la ha encontrado?
Morris cambió de postura. Vi que estaba vestido como para pasar la noche en la ciudad: cazadora de cuero decorada con insignias bordadas y salpicada por la lluvia, téjanos ajustados y botas camperas. A pesar de los tacones, la parte superior de su cabeza no llegaba al hombro de Eliot, y el pelo largo le caía húmedo y lacio hacia un lado.
Se echó el pelo hacia atrás, un gesto a la vez agresivo y tímido.
– En mitad de la colina. Donde la avenida se estrecha y no hay aceras. Estaba medio caída en la cuneta. Fue una suerte que la viese, de veras. Pensé que la había atropellado un coche, pero no había sido eso. Parece que tuvo una pelea con Joss Gardner.
– La había invitado al cine -dije.
– No sé cómo empezaría la cosa -dijo Morris.
– Pero sí cómo ha terminado -añadió Eliot.
– Pero… -Tenía que haber alguna otra explicación. Estaba a punto de decirlo cuando Andrea se puso a gemir otra vez como una anciana en un velatorio y perdí la paciencia-. ¡Cállate de una vez! -La cogí por los hombros y la zarandeé. Su cabeza osciló sobre el cojín de seda como una muñeca de trapo mal rellena-. Deja de hacer ruido y cuéntanos qué ha pasado.
Las palabras empezaron a salirle de la boca, deformadas por el llanto. (Me dije en un pronto: por ¡o menos no le han roto ningún diente y me odié por mí misma por aquella falta de consideración).
– Bueno, fuimos al cine… y cu… cuando salimos, fuimos a un bar y…
– ¿A qué bar?
– No lo sé…
– Tienes que saber a cuál…
Me era imposible no levantar la voz. Mollie, a quien no había oído entrar en la habitación, dijo a mis espaldas:
– Vamos, no le grites. Sé más amable.
Hice un esfuerzo y volví a intentarlo con más suavidad.
– ¿No recuerdas a dónde fuisteis?
– No. Estaba oscuro… no veía nada. Y entonces… y entonces…
La sostuve con firmeza, procurando calmarla.
– Sí, ¿y entonces?
– Y Joss había bebido mucho… Y no quería traerme a casa. Quería que yo… fuera con él a su piso… y…
Abrió la boca y sus ademanes se disolvieron en un llanto incontrolable. La solté y me erguí, dándole la espalda.
Mollie me reemplazó inmediatamente.
– Bueno -dijo Mollie-. Bueno, bueno. -Era más amable que yo. Y tenía voz tan tranquilizadora como la de una madre-. Ya no hay por qué preocuparse. El médico está en camino y Pettifer te ha puesto una botella de agua caliente en la cama. No tienes que decirnos nada más. No hace falta que hables.
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