Era la última tela y la más grande. Necesité las dos manos y mucho esfuerzo para sacarla del rincón oscuro en que se encontraba y darle la vuelta para que le diera la luz. La sostuve en posición vertical, retrocedí y vi el rostro de la joven. Los ojos oscuros y rasgados sonreían con una vitalidad que el polvo de los años no había podido alterar. Vi el cabello oscuro, los pómulos pronunciados y la boca sensual que no sonreía sino que parecía temblar, a punto de estallar en una carcajada. Y llevaba puesto el mismo vestido blanco y etéreo, el vestido del retrato que colgaba sobre la chimenea del salón de Boscarva.
Sophia.
Desde que mi madre la había mencionado, aquella mujer me intrigaba. La contrariedad resultante de no poder saber cómo era no había hecho más que acicatear mi obsesión. Pero ahora que la había descubierto y estábamos frente a frente, me sentí como Pandora. Había abierto la caja, sus secretos se habían escapado y no había forma de volver a guardarlos y cerrar otra vez la tapa de la caja.
Yo conocía aquel rostro. Le había hablado, había discutido con él, lo había visto enfadado y sonriente, había visto aquellos ojos oscuros entornarse con furia y brillar de alegría.
Era el rostro de Joss Gardner.
De pronto sentí un frío espantoso. Ya había oscurecido, el estudio estaba helado, y yo sentía que la sangre se me iba de la cara como el agua de una pila, oía los martilleantes latidos de mi propio corazón y de pronto eché a temblar con violencia. Mi primera intención fue poner el retrato otra vez donde lo había encontrado, apilar otras telas por encima y esconderlo, como un asesino que trata de esconder un cadáver o algo tal vez peor.
Pero finalmente acerqué una silla y puse encima el retrato de Sophia como si fuera un caballete. Retrocedí y me dejé caer en el asiento del viejo sofá.
Sophia y Joss.
La fascinante Sophia y el desconcertante Joss, en quien -como había terminado por comprobar- no se podía confiar.
Se fue a Londres, se casó y tuvo un niño, según creo, me había dicho Pettifer. Había muerto en 1942, en plena guerra.
Pero Pettifer no había mencionado a Joss. Y aun así, Joss y Sophia estaban indiscutible e inextricablemente unidos.
Y pensé en el buró, en el escritorio que mi madre quería que yo tuviera, escondido en el taller de Joss.
Y oí la voz de Mollie: No sé por qué se ha encariñado tanto con él. Me asusta. Es como si Joss ejerciese sobre él no sé qué influencia.
Sophia y Joss.
Fuera estaba oscuro. No tenía reloj y había perdido la noción del tiempo. Como el viento ahogaba los demás ruidos no oí a Eliot que bajaba por el jardín, desde la casa, buscando a tientas el camino en la oscuridad, ya que yo me había llevado la única linterna. No oí nada hasta que la puerta se abrió de golpe como si la hubiera abierto una ráfaga de viento, la bombilla reinició su violento balanceo, y sufrí tal sobresalto que casi perdí la cabeza. Un segundo después entró Rufus saltando y se lanzó sobre el sofá. Entonces me di cuenta de que tenía compañía.
Mi primo Eliot se quedó en la puerta, enmarcado en la oscuridad. Llevaba una chaqueta de ante y un polo azul celeste, y se había echado un impermeable sobre los hombros, como si fuera una capa. La luz borraba todo color de su rostro y transformaba sus ojos hundidos en dos agujeros negros.
– Me ha dicho mi madre que estabas aquí. Vengo a…
Se detuvo y supe que había visto el retrato. Yo no podía moverme, estaba aterida de frío y, además, ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto.
Entró en el estudio y cerró la puerta. El bailoteo de sombras volvió a inmovilizarse poco a poco.
Ninguno de los dos dijo una sola palabra. Cogí la cabeza de Rufus buscando consuelo instintivamente en su pelo cálido y suave, mientras Eliot se quitaba el impermeable, lo tiraba sobre una silla y se sentaba a mi lado. Sus ojos no se apartaban del cuadro.
– Dios mío -dijo por fin.
No dije nada.
– ¿Dónde lo has encontrado?
– En un rincón… -La voz me salió como un gruñido. Me aclaré la garganta y volví a intentarlo-. En un rincón, detrás de un montón de telas.
– Es Sophia.
– Sí.
– Es Joss Gardner.
Era imposible negarlo.
– Sí.
– ¿Tal vez el nieto de Sophia?
– Sí, eso creo.
– ¡Que me ahorquen! -Se echó atrás y cruzó las piernas largas y elegantes, repentinamente relajado, como un crítico con experiencia en una exposición privada.
Su satisfacción, más que evidente, me dejó atónita y no quise que pensara que yo la compartía.
– No lo buscaba. Quería averiguar cómo era Sophia, pero no sabía que hubiera un retrato suyo aquí. Vine a buscar un cuadro porque Grenville me dijo que podía llevarme uno a Londres.
– Ya lo sé. Me lo ha dicho mi madre.
– Eliot, no tenemos que decir nada de esto.
Hizo caso omiso de mis palabras.
– ¿Sabes?, siempre he visto algo extraño en Joss, algo que no tenía explicación. La forma en que apareció en Porthkerris, de la nada. Y la forma en que Grenville se enteró de que estaba aquí; la forma en que le dio trabajo y libre acceso a Boscarva. Nunca he confiado en Joss. Y la desaparición del buró, el tuyo. Todo resultaba muy sospechoso.
Tenía que decirle que había encontrado el buró. Abrí la boca para hacerlo y volví a cerrarla porque, por alguna razón, no brotaron las palabras. Además, Eliot seguía hablando y no advirtió mi titubeo.
– Mi madre ha dicho siempre que Joss tiene cierto poder sobre Grenville.
– Lo dices como si se tratara de una especie de chantaje.
– Puede que fuese algo así al principio. Ya sabes. Soy el nieto de Sophia, ¿qué vas a hacer por mí? Y Pettifer también lo debía de saber. Pettifer y Grenville no tienen secretos entre sí.
– Eliot, no hay que decir a nadie que hemos encontrado el cuadro.
Se volvió para mirarme.
– Pareces preocupada, Rebecca. ¿Es por Joss Gardner?
– No. Por Grenville.
– Pero Joss te gusta.
– No.
Eliot fingió sorpresa.
– ¡Pero si a todo el mundo le gusta Joss! Por lo visto, todos han sucumbido a sus juveniles encantos. Grenville y Pettifer; Andrea está embelesada con él, siempre lo está buscando, pero es posible que sólo sea una atracción física. Pensé que era tu deber unirte al club. -Frunció el ceño-. Antes sí te gustaba.
– Ya no, Eliot.
Empezó a sentir curiosidad. Cambió de posición para que quedáramos frente a frente y apoyó el brazo en el respaldo del sofá, detrás de mi hombro.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó.
¿Qué había pasado? Nada. Pero yo siempre me había sentido inquieta con respecto a Joss y a todas las coincidencias que parecían empeñarse en vincularnos. Y había robado el buró. Y en aquel preciso instante estaba practicando el asuntillo clandestino que tenía con la insípida Andrea. Sólo de pensarlo me entraban ganas de salir corriendo.
Eliot esperaba mi respuesta. Pero yo me encogí de hombros y cabeceé con resignación.
– He cambiado de idea dije.
– ¿Lo de ayer ha tenido algo que ver con ese cambio?
– ¿Ayer? -Me acordé de la comida en la terraza soleada del pequeño restaurante, los dos niños navegando en las aguas azules de la ría y, por último, los brazos de Eliot rodeándome y estrechándome, el sabor de sus besos y la sensación de perder el control, de caer por un precipicio.
Me estremecí otra vez. Tenía las manos, frías y sucias, apoyadas en el regazo. Eliot me las cogió y dijo con sorpresa:
– Estás helada.
– Ya lo sé. Hace horas que estoy aquí.
– Mi madre me ha dicho que quieres volver a Londres. -Parecía haber arrinconado el tema de Joss y se lo agradecí.
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