– Te llevaré.
– No tienes por qué hacerlo… -Pero no me hizo caso, cogió mi abrigo del perchero y me ayudó a ponérmelo. Tiré del gorro de lana hasta que me cubrió las orejas y recogí la cesta.
Sonó el teléfono.
Joss fue a contestar con el impermeable puesto y yo empecé a bajar la escalera. Le oí decir, justo antes de levantar el auricular: «Espérame, Rebecca. Sólo un instante…» Y luego al teléfono: «¿Diga? Sí, soy Joss Gardner…»
Llegué a la planta baja y a la tienda. Todavía llovía. Podía oír a Joss arriba, hablando por teléfono.
Aburrida de esperarle, tal vez curiosa, abrí la puerta del taller, encendí la luz y descendí cuatro escalones de piedra. Reinaba la confusión de costumbre, bancos de carpintero, virutas de madera, chatarra, herramientas, tornos; el ambiente olía a cola, a madera recién cortada, a barniz. También había un montón de muebles viejos tan llenos de polvo y desvencijados que era imposible decir si tenían valor o no. Una cómoda sin tiradores, una mesita de noche a la que le faltaba una pata.
Entonces los vi, al fondo de la habitación, entre las sombras: un buró en perfectas condiciones y junto a él una silla de estilo Chippendale chino, con el asiento tapizado con tela bordada con motivos florales.
Me sentí enferma, como si me hubieran dado un puntapié en el estómago. Me di la vuelta y subí los escalones, apagué la luz y cerré la puerta, atravesé la tienda y salí a las cortantes ráfagas de viento de aquel espantoso día de febrero.
Hay un desorden tremendo, ya te lo enseñaré otro día.
Eché a andar hasta que me di cuenta de que estaba corriendo hacia la iglesia, adentrándome en un laberinto de callejuelas donde él nunca podría encontrarme. Corría, siempre colina arriba, entorpecida por la cesta de la compra que pesaba un quintal. El corazón me latía con violencia y sentía el sabor de la sangre en la boca.
Eliot tenía razón. Para Joss había sido muy fácil y había aprovechado la oportunidad. Eso era todo. Era mi buró, el escritorio que se había llevado era mío, pero se lo había llevado de la casa de Grenville, arrojándole a la cara al anciano su confianza y su amabilidad.
Fue fácil pensar en matar a Joss. Me dije que nunca más volvería a hablarle ni soportaría su presencia. En mi vida había estado más disgustada. Con él; pero todavía más conmigo misma por haberme dejado engañar por su encanto vacío, por haber comprobado que estaba totalmente equivocada. Nunca había estado tan furiosa.
Subí la colina dando traspiés.
Pero si estaba furiosa, ¿por qué lloraba?
La subida hasta Boscarva fue larga y agotadora y la verdad es que los sentimientos extremos nunca me han durado más de diez minutos. Poco a poco, mientras subía por la colina, me fui calmando, me sequé las lágrimas con la mano enguantada y recuperé la serenidad. Pero casi siempre hay solución para las situaciones intolerables y mucho antes de llegar a Boscarva ya había decidido lo que haría. Volvería a Londres.
Dejé la cesta de la compra en la mesa de la cocina y subí a mi habitación, me quité la ropa empapada, me cambié los zapatos, me lavé las manos, volví a trenzarme el pelo con cuidado y cuando me sentí un poco mejor, fui a buscar a Grenville, a quien encontré en el estudio, sentado junto al fuego y leyendo el periódico de la mañana.
Cuando entré, me miró por encima del diario.
– Rebecca.
– Hola. ¿Cómo te encuentras esta mañana espantosa? -Mi voz sonaba resueltamente alegre, como la típica enfermera que nos saca de quicio.
– Lleno de molestias y dolores. El viento es fatal aunque no salgas. ¿Dónde has estado?
– En Porthkerris. Tuve que hacer unas compras para Mollie.
– ¿Qué hora es?
– Las doce y media.
– Entonces tomemos una copa de jerez.
– ¿Está eso permitido?
– Me importa un bledo si está permitido o no. Ya sabes dónde está la botella.
Serví dos copas, cogí la del abuelo y la dejé en la mesita de servicio que tenía junto al sillón. Acerqué un taburete y me senté frente a él.
– Grenville -dije-, tengo que volver a Londres.
– ¿Qué?
– Tengo que volver a Londres. -Entornó los ojos azules y adelantó la quijada. No tuve más remedio que improvisar y utilicé a Stephen Forbes como chivo expiatorio-. No puedo quedarme para siempre. Ya hace casi dos semanas que falto al trabajo y Stephen Forbes, mi jefe, fue tan considerado… No puedo seguir aprovechándome de su generosidad. Acabo de darme cuenta de que ya es viernes. Tengo que volver a Londres este fin de semana para reincorporarme el lunes al trabajo.
– Pero si acabas de llegar. -Saltaba a la vista que estaba muy enfadado conmigo.
– Llevo ya tres días aquí. Después de tres días, é pescado y los invitados siempre huelen mal.
– Pero tú no eres una invitada. Eres la hija de Lisa.
– Pero tengo compromisos. Me gusta mi trabajo 3 no quiero dejarlo. -Sonreí con ánimo de distraerle-. Y puesto que ya sé cómo se llega a Boscarva, volveré para pasar unos días contigo cuando disponga di más tiempo.
No me contestó. Se quedó inmóvil, con aires di viejo gruñón y con los ojos fijos en el fuego.
– Puede que ya no esté cuando vuelvas -dijo con tristeza.
– Claro que estarás.
Suspiró, tomó despacio y con delicadeza un sorbo de jerez, dejó la copa y se volvió hacia mí, aparentemente resignado.
– ¿Cuándo quieres irte?
Me sorprendió y tranquilizó que se hubiese rendido con tanta facilidad.
– Tal vez mañana por la noche. Viajaré en litera. Así dispondré del domingo para instalarme en el piso.
– No deberías vivir sola en un piso de Londres. No naciste para vivir sola. Naciste para tener un marido, hijos y una casa. Si yo tuviera veinte años menos y pudiera pintar, te enseñaría al mundo, en un campo o en un jardín, hundida hasta las rodillas entre las flores y rodeada de niños.
– Tal vez por eso vuelva algún día. Y cuando lo haga, te avisaré.
De pronto, se le inundó la cara de tristeza. Miró hacia otro lado y dijo:
– Quisiera que te quedaras.
Habría querido decir que sí, que me quedaría, pero había miles de razones por las que no podía hacerlo.
– Volveré -prometí.
Hizo un esfuerzo conmovedor para recuperar la serenidad, se aclaró la voz y se retrepó en el sillón.
– El jade… vamos a decirle a Pettifer que lo ponga en una caja para que puedas llevártelo. Y el espejo… ¿podrás arreglártelas con él en el tren o es demasiado grande? Deberías tener coche, así no habría problemas. ¿Tienes coche?
– No, pero no importa…
– Y supongo que el buró no…
– ¡No me interesa el buró! -exclamé interrumpiéndole, y con tanta brusquedad que Grenville me miró sorprendido, como si no hubiese esperado un comportamiento semejante-. Perdona -dije en el acto-. Pero es verdad, no me interesa. No soportaría que volvierais a discutir por él. Por favor, hazlo por mí, no hables del buró, no pienses más en él.
Me observó pensativo y con tanta fijeza que tuve que bajar los ojos.
– ¿Crees que soy injusto con Eliot? -dijo.
– Creo que no os contáis nada, que no os comunicáis.
– Habría sido un joven diferente si Roger no hubiera muerto. Un niño necesita un padre.
– ¿Y no habrías podido tú hacer de padre para él?
– Mollie no dejaba nunca que me acercara al pequeño. Y él tampoco era muy constante. Siempre cambiando de empleo hasta que abrió ese negocio hace tres años.
– Parece que le va bien.
– ¡Coches usados! -Su voz estaba llena de un desprecio injustificado-. Lo que tendría que haber hecho es enrolarse en la Marina.
Читать дальше