– Precioso -dijo Mollie, retrocediendo un poco. Pero yo no estaba segura de si se refería a las flores o al retrato-. Has sido muy amable al traerlas. ¿Te ha llevado Eliot a ver la casa? Seguro que ahora comprendes lo que siento por tener que vivir en este lugar. -Me observó pensativa y entornó los ojos-. ¿Sabes? Creo que te ha sentado bien el día. Incluso diría que te has bronceado un poco. Tienes muy buen color.
Pettifer aceptó el jerez con circunspección, pero yo estaba convencida de que se sentía halagado. Y Grenville estaba maliciosamente complacido con los habanos: el médico le había advertido que no debía fumar y Pettifer había escondido sus provisiones. Era comprensible que a la hora de dosificarle el tabaco fuese más bien roñica. Grenville cogió y encendió un puro inmediatamente, se puso a aspirar bocanadas de humo con satisfacción y se apoltronó en el sillón con el aspecto de quien carece de preocupaciones en este mundo. Incluso con Andrea había dado en el clavo.
– ¡Los Creepers! ¿Cómo sabías que son mi grupo favorito? Me gustaría que hubiese un tocadiscos en esta casa, pero no hay ninguno y el mío lo tengo en Londres. ¿Verdad que son fabulosos, geniales…? -Volvió a poner los pies en tierra y buscó la etiqueta del precio-. Te habrá costado mucho.
Era como si con aquellos regalos de pacificación hubiéramos firmado un pacto de silencio. No se dijo nada sobre la noche anterior. No se mencionó el buró ni a Ernest Padlow ni la posible venta de la granja de Boscarva. Tampoco a Joss. Después de cenar, Eliot preparó la mesa y Mollie trajo la caja con el juego del mahjong y jugamos hasta la hora de acostarnos; Andrea se sentó junto a Mollie para aprender las reglas.
Me puse a pensar que si de pronto se presentara un desconocido se habría sentido fascinado por el cuadro que formábamos, atrapados, como moscas en la miel, en el charco de luz de la lámpara, absortos en aquel pasatiempo intemporal. El pintor distinguido, maduro, en el ocaso de la vida, rodeado de su familia; la guapa nuera y el apuesto nieto, incluso Andrea, por una vez atenta y participativa, absortos en los entresijos del juego.
Yo había jugado con mi madre cuando era niña, a veces una partida de cuatro con dos de sus amigas, y me reconfortaba el tacto familiar de las fichas de marfil y bambú, su belleza y el agradable sonido que hacían cuando las mezclábamos en el centro de la mesa.
Al principio de cada vuelta construíamos las cuatro paredes de dos filas y las encerrábamos formando un cuadrado perfecto «para alejar a los malos espíritus», según dijo Grenville, que había aprendido a jugar cuando era un joven alférez en Hong Kong y conocía todas las supersticiones tradicionales del juego. Pensé en lo fácil, lo sencillo que sería si los fantasmas, las dudas y los trapos sucios de la familia pudieran mantenerse a distancia, ponerse a buen recaudo de aquel modo.
Los folletos de viaje y los carteles turísticos de Porthkerris hablaban de un lugar donde el mar y el cielo eran siempre de un azul intenso e inmaculado, donde las casas blancas estaban bañadas por el sol y donde las ocasionales palmeras que aparecían en primer plano insinuaban el esplendor del Mediterráneo. La fantasía, de manera automática, evocaba imágenes de langosta fresca que se comía al aire libre, de pintores barbudos y con guardapolvo manchado de pintura, de pescadores curtidos por el clima, pintorescos como piratas y sentados en los bolardos, fumando en pipa y comentando la pesca de la semana anterior.
Pero Porthkerris, en febrero y con el viento nordestal, no tenía nada que ver con aquel paraíso de ensueño.
El mar, el cielo y la ciudad eran grises, y los recios vientos corrían por el laberinto de callejuelas estrechas y misteriosas. La marea estaba alta, las olas rompían contra los diques e inundaban la avenida, salpicaban las ventanas y llenaban las alcantarillas de una espuma amarillenta que parecía jabón sucio.
Era como si el lugar estuviera, en cierto modo, asediado. Quienes salían a comprar se ponían, subían y abrochaban todas las prendas de abrigo que podían y sus facciones quedaban medio ocultas por la capucha o el cuello levantado, los cuerpos sumidos en la ambigüedad, pues hombres y mujeres parecían iguales, calzados con botas de goma y sin forma definida.
El cielo tenía el color del viento, el aire se llenaba de objetos, hojas secas, ramas, papeles, incluso tejas arrancadas de los techos. En las tiendas, los usuarios se olvidaban de lo que habían ido a comprar y se ponían a hablar del clima, del viento, del daño que iba a causar la tormenta.
Una vez más, había ido a hacer unas compras para Mollie y bajaba con dificultad por la colina, con el impermeable y las botas de goma que me habían prestado; la verdad es que me sentía más segura con los pies en el suelo que en el inconsistente automóvil de Mollie. Ahora que estaba más familiarizada con la ciudad, ya no necesitaba a Andrea para que me indicara el camino; de todos modos, Andrea dormía aún cuando había salido de Boscarva y, aunque sólo fuera por aquella vez, no me atrevía a reprochárselo. El día no invitaba a salir y me costaba creer que la víspera había estado al aire libre, en mangas de camisa y tomando el sol.
Terminadas las compras, salí de la panadería justo en el momento en que el reloj del campanario de la iglesia normanda daba las once. Lo lógico, y dadas las condiciones climáticas, es que hubiera vuelto a Boscarva sin más dilación, pero tenía otros planes. Con la cabeza gacha y la pesada cesta en un brazo, me dirigí hacia el puerto.
Sabía que la galería de arte estaba en una vieja capilla baptista en algún lugar del laberinto de calles que había al norte de la ciudad. Había pensado buscarla sin ayuda de nadie, pero mientras contendía con la avenida del puerto, asediada por los alternados embates del viento y las olas, vi la antigua posada de pescadores que habían convertido en oficina de información turística y decidí ahorrar tiempo y esfuerzos entrando a preguntar.
En el interior había una joven apática y encorvada sobre una estufa de petróleo; con botas y tiritando, parecía la única superviviente de una expedición al Polo Norte. No se movió de la silla cuando me vio entrar. Se limitó a decir «¿Sí?», y me miró con fijeza tras unas gafas que no le pegaban.
Procuré comprenderla.
– Busco la galería de arte.
– ¿Cuál?
– No sabía que hubiera más de una.
La puerta se abrió y se cerró detrás de mí y una tercera persona se unió a nosotras. La joven miró por encima de mi hombro y una chispa de interés brilló detrás de sus toscas gafas.
– Está la Galería Municipal y la de los Nuevos Pintores -dijo con viveza.
– No sé cuál de los dos es la que busco.
– Quizás -dijo una voz detrás de mí- pueda ayudarte yo.
Me volví y vi a Joss con botas de goma, un impermeable negro que chorreaba y una gorra de pescador calada hasta los ojos. Tenía la cara mojada por la lluvia, las manos hundidas en los bolsillos del impermeable, los ojos chisporroteantes de picardía. Una parte de mí se daba perfecta cuenta del motivo por el que aquella joven indolente había resucitado de súbito. La otra parte estaba trastornada por la extraordinaria habilidad de Joss para aparecer cuando menos lo esperaba.
Recordé a Andrea. Recordé el buró y la silla. Dije con frialdad:
– Hola, Joss.
– Te he visto entrar. ¿Qué quieres hacer?
– Busca la galería de arte -se inmiscuyó la otra.
Joss esperó a que yo le diera más información y, acorralada de aquel modo, no tuve más remedio que dársela.
– Pensé que habría más cuadros de Grenville…
– Sí, hay tres. Yo te llevaré.
– No necesito que me lleven: me basta con que me digan cómo llegar allí.
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