Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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– Me gustaría llevarte… Dame… -me cogió la cesta que llevaba en el brazo, sonrió a la joven y se dirigió a la puerta. El bramido del viento y una ráfaga de aire cargado de espuma inundaron el local en cuanto la abrió. Un montón de folletos que había sobre el mostrador se desparramó por el suelo. Antes de que pudiéramos causar más problemas me apresuré a salir y la puerta se cerró de un golpe detrás de nosotros. Como si fuera lo más natural del mundo, Joss me cogió del brazo y avanzamos por el centro de la calle empedrada mientras Joss parloteaba alegremente a pesar de que el viento le arrancaba las palabras de la boca y de que me costaba un mundo cada paso que daba, y eso que contaba con su apoyo.

– ¿Qué diablos te trae a la ciudad en un día como éste?

– Lo que llevas en la mano. Las compras de Mollie.

– ¿No podías haber venido en coche?

– Pensé que se lo podría llevar el viento.

– A mí me gusta -dijo él-. Me encantan los días como éste. -Sacudido por el viento, mojado y lleno de vitalidad, parecía decirlo muy en serio-. ¿Lo pasaste bien ayer?

– ¿Qué sabes de ayer?

– Estuve en Boscarva y Andrea me dijo que te habías ido a Falmouth con Eliot. Aquí es imposible tener secretos. Si no me lo hubiera dicho Andrea, lo hubiera sabido por Pettifer o la señora Thomas o la señora Kernow o la señorita Ojos de Lince de la oficina de información. Es uno de los aspectos divertidos de vivir en Porthkerris, todo el mundo sabe exactamente lo que hacen los demás.

– Empiezo a darme cuenta.

Nos alejamos del puerto y subimos por una ladera empedrada y de pronunciada pendiente. Las casas nos encerraban por ambos lados, un gato cruzó la calle como un rayo y desapareció por una ventana rota. Una mujer con coña y delantal azul que fregaba sus escalones nos vio pasar y le gritó a Joss:

– ¡Adiós, rey mío! -Tenía los dedos como salchichas sonrosadas a causa del agua caliente y el viento frío.

Al final de la calle nos encontramos en una plaza pequeña que no había visto hasta entonces. A uno de los lados se levantaba una estructura de hormigón parecida a un granero y con ventanas de arco en lo alto de la fachada. Había un cartel al lado de la puerta: GALERÍA DE ARTE DE PORTHKERRIS. Joss me soltó el brazo, empujó la puerta con el hombro y se hizo a un lado para que yo entrara. Dentro hacía un frío insoportable, había corrientes de aire y no se veía un alma. De las blancas paredes colgaban cuadros de todas las formas y tamaños y había dos grandes esculturas abstractas en el centro de la sala, en el suelo, como rocas que dejara al descubierto la marea baja. Junto a la puerta había una mesa con ordenados montones de catálogos, folletos y ejemplares de The Studio ; a pesar de este escaparatismo, la galería respiraba la típica atmósfera de los domingos llenos de tristeza.

– Bueno -Joss dejó la cesta en el suelo, se quitó la gorra y la sacudió para limpiarle el agua como un perro que se sacude el pelo-, ¿qué quieres ver?

– Quiero ver a Sophia.

Volvió la cabeza con brusquedad y me fulminó con la mirada, pero un segundo después esbozó una sonrisa. Se puso otra vez la gorra, con la visera sobre los ojos, como un guardia real.

– ¿Quién te ha hablado de Sophia?

Sonreí con dulzura.

– Quizá la señora Thomas. Quizá la señora Kernow. Quizá la señorita Ojos de Lince de la oficina de información.

– La insolencia no te llevará a ninguna parte.

– Sé que hay un cuadro de Sophia aquí. Pettifer me lo dijo.

– Sí. Está por aquí.

Anduve tras él y nuestras botas de goma resonaron con fuerza en el silencio de la sala vacía.

– Ahí -dijo él. Me detuve y levanté la vista. Allí estaba, en efecto, sentada bajo el haz de luz de una lámpara y con objetos de costura en las manos.

Lo contemplé durante un rato y al final di un suspiro de desilusión. Joss me miró desde debajo de la ridícula visera de la gorra.

– ¿A qué se debe ese suspiro?

– No le veo la cara. En éste tampoco. Todavía no sé cómo es. ¿Por qué nunca le pintaba el rostro?

– Sí que lo hacía. A menudo.

– Pues yo no lo he visto aún. Siempre me encuentro con la nuca o las manos, o es una parte tan pequeña del cuadro que la cara se reduce a una mancha.

– ¿Tan importante es su aspecto?

– No. No es importante, pero quiero conocerlo.

– En primer lugar, ¿cómo supiste que existía Sophia?

– Mi madre me habló de ella. Y después Pettifer. Y su cuadro, el que está en el comedor de Boscarva, es tan fascinante y femenino que resulta inevitable pensar que tuvo que ser hermosa. Pero Pettifer dice que no era hermosa. Encantadora y atractiva sí, pero solamente eso. -Volvimos a mirar el cuadro. Vi las manos y el reflejo de la luz de la lámpara en el pelo negro-. Pettifer dice que todas las galerías de arte del país hay retratos de Sophia. Bueno, voy a tener que ir de Manchester, a Birmingham, a Nottingham, a Glasgow, hasta que encuentre uno que no me enseñe solamente la nuca.

– Y después, ¿qué?

– Nada. Quiero saber cómo es.

Me sobrepuse al desencanto y eché a andar hacia la salida, donde me esperaba la cesta; pero Joss llegó antes que yo y se inclinó para cogerla y ponerla fuera de mi alcance.

– Tengo que volver a casa -dije.

– Son solamente -consultó su reloj- las once y media. Y no conoces mi tienda. Ven conmigo, quiero enseñártela. Tomamos un té y te llevo a casa. No puedes subir la colina tan cargada.

– Claro que puedo.

– No pienso dejarte. -Abrió la puerta-. Vamos.

No podía irme sin la cesta y era evidente que no iba a devolvérmela, de modo que fui con él, resignada y a regañadientes, con las manos hundidas en los bolsillos para que no pudiera cogerme del brazo. Mi descortesía, aunque desconcertante, no le desanimó, pero cuando regresamos al puerto y volvimos a enfrentarnos a los embates del viento, estuve a punto de perder el equilibrio por culpa de una ráfaga inesperada, se echó a reír y tiró de mi mano hasta sacármela del bolsillo y envolverla en la suya. Era difícil no rendirse ante aquel gesto protector y de perdón.

En cuanto vi la tienda -el edificio alto y estrecho entre dos bajos y anchos- advertí que había habido cambios notables. Los marcos de las ventanas estaban pintados, los cristales del escaparate limpios y un cartel encima de la puerta anunciaba: Joss GARDNER.

– ¿Qué te parece? -Joss estaba muy orgulloso.

– Impresionante -tuve que admitir.

Sacó una llave del bolsillo y entramos en la tienda. Había paquetes dispersos por el suelo de baldosas y, en las paredes, estanterías de distinta anchura que llegaban hasta el techo. En el centro de la estancia había un expositor, parecido a esas estructuras de barras y cuadros metálicos que hay en los parques para que jueguen los niños, donde ya estaba colocada la porcelana y la moderna cristalería danesa, las cacerolas de colores brillantes y las mantas indias de ingeniosos dibujos. Las paredes eran blancas y la ebanistería natural, lo que, sumado al suelo gris, proporcionaba un fondo adecuado para los coloridos artículos que Joss iba a vender. Al fondo del local, una escalera sin barandilla conducía a los pisos superiores, y otra puerta, entreabierta, llevaba a lo que parecía un sótano oscuro.

– Sube… -Joss iba adelante y yo lo seguí.

– ¿Qué es esa puerta?

– El taller. Hay un desorden tremendo, ya te lo enseñaré otro día. Bueno, aquí está. -Llegamos al primer piso. Apenas podíamos movernos en medio de las cestas y artículos de mimbre-. Esto todavía no está lo que se dice arreglado pero, como puedes ver, aquí es donde pienso vender cestas para la leña, para pinzas, para la compra, para los recién nacidos, para la ropa o para lo que quieras.

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