Los pisos no eran grandes. La estrecha casa se reducía a una escalera amplia con un rellano en cada planta.
– Sigamos subiendo. ¿Cómo están tus piernas? Y ahora llegamos a la piéce de résistance , la residencia palaciega del propietario. -Pasé delante de un cuartito de baño empotrado bajo del ángulo de la escalera. Rezagada detrás de las largas piernas de Joss, me puse a recordar las tiernas descripciones que Andrea había hecho del apartamento. Esperaba que no fuera como ella me lo había descrito, sino totalmente distinto, para corroborar que se había dejado dominar por la imaginación y que lo había inventado todo.
Igual que en las revistas, con una cama que es una especie de sofá y montones de cojines, y una chimenea.
Era tal como ella lo había descrito. Cuando subí los últimos escalones, mi efímera esperanza se desvaneció. Sí tenía, en efecto, algo de íntimo y secreto, con el techo inclinado hasta el suelo y una mansarda levantada al borde del alero. Vi la pequeña cocina, encajada detrás de un mostrador, como un bar, y la vieja alfombra turca sobre el suelo, y el sofá, cubierto con una manta roja, contra la pared. Como había dicho ella, había cojines esparcidos por todos lados.
Joss había dejado la cesta, se quitó la ropa mojada y la colgó en un antiguo perchero de mimbre.
– Quítate eso antes de que te congeles -me dijo-. Voy a encender el fuego.
– No puedo quedarme, Joss…
– No es motivo para que no encienda el fuego. Y por favor, quítate el abrigo.
Me lo desabroché con los dedos ateridos. Me quité el empapado gorro de lana y la trenza me cayó sobre el hombro. Mientras colgaba estas cosas junto a las de Joss, se dedicó a encender el fuego. Partió unas ramas, hizo bolas de papel, amontonó las cenizas de un fuego anterior y lo encendió con una cerilla larga. Cuando las llamas empezaron a brotar, cogió leña untada en brea de una cesta que había junto al hogar y la amontonó alrededor de las llamas. Crepitaron y crujieron y no tardaron en prenderse. A la luz del fuego, la habitación se llenó de vida. Joss se puso en pie y se volvió para mirarme.
– Dime qué te apetece. ¿Café? ¿Té? ¿Chocolate? ¿Brandy con soda?
– Café, por favor.
– Marchando dos cafés. -Fue detrás del mostrador, puso agua en la cafetera y encendió el fuego. Mientras buscaba la bandeja y las tazas, yo me acerqué a la ventana, me arrodillé sobre el saliente que había debajo y miré la calle bañada con la espuma de las olas que rompían contra el dique. Los barcos del puerto se agitaban como corchos enloquecidos y las gaviotas planeaban chillando en el viento sobre los mástiles oscilantes. Absorto en la tarea de preparar el café, Joss se movía de un lado a otro de la cocina con manos expertas, autosuficiente como un marinero resuelto. Así ocupado parecía inofensivo, pero lo desconcertante de las confesiones de Andrea era que todas parecían contener un consistente elemento de verdad.
Sólo conocía a Joss desde hacía unos días pero ya lo había visto en todos sus estados de ánimo. Sabía que podía ser encantador, tozudo, colérico y un maleducado imperdonable. No era difícil imaginárselo como un amante tierno y apasionado, pero era muy desagradable imaginarlo con Andrea.
De pronto levantó la vista y se encontró con mi mirada. Me sentí turbada porque me pareció que descubría mis pensamientos. Para desviar la atención hacia otro tema, dije con rapidez:
– Con buen tiempo se tiene que disfrutar desde aquí de una vista preciosa.
– Puedo ver hasta el faro.
– En verano tiene que ser como estar en el extranjero.
– En verano es como el metro en Piccadilly en hora punta. Pero sólo son dos meses. -Salió de detrás del mostrador con una bandeja y dos tazas humeantes, la azucarera y la lechera. El aroma del café era delicioso. Acercó un alargado taburete con el pie, apoyó la bandeja en un extremo y se sentó en el otro. Así estábamos frente a frente.
– Quiero que me sigas hablando sobre lo que hiciste ayer -dijo Joss-. ¿Adonde fuisteis, aparte de a Falmouth?
Le conté lo que habíamos hecho en St. Endon y en la pequeña casa de comidas que había al borde del agua.
– Sí, he oído hablar de ese lugar pero no he estado nunca allí. ¿Comisteis bien?
– Sí. Y hacía tan buen día que nos sentamos al sol.
– Así es la costa sur. ¿Y después qué pasó?
– No pasó nada. Volvimos a casa.
Me alcanzó una taza y un plato.
– ¿Te llevó a ver High Cross?
– Sí.
– ¿Viste el salón automovilístico?
– Sí. Y la casa de Mollie.
– ¿Qué te parecieron aquellos coches tan elegantes y sexys?
– Eso justamente: elegantes y sexys.
– ¿Conociste a alguno de los que trabajan con él?
Preguntaba con tanta despreocupación que me puse en guardia.
– ¿A quién, por ejemplo?
– ¿Morris Tatcombe?
– Joss, no me has invitado aquí a tomar café simplemente, ¿verdad? Estás tratando de sonsacarme información.
– No. Te lo juro. Sólo me preguntaba si Morris trabajaba para Eliot.
– ¿Qué sabes de Morris?
– Que es un canalla.
– Es un buen mecánico.
– Eso es cierto. Todo el mundo lo sabe y es lo único bueno que tiene. Pero también es cierto que es un individuo totalmente corrompido y violento hasta la médula.
– Si es un individuo totalmente corrompido, ¿por qué no está en la cárcel?
– Ya ha estado. Acaba de salir.
No supe qué replicar. Pero seguí adelante, y en un tono que me hizo parecer más segura de lo que estaba:
– ¿Y cómo sabes que es violento…?
– Porque una noche tuvimos una pelea en un bar. Salimos y le di un puñetazo en la nariz. Y fue una suerte que le pegara primero porque él tenía una navaja.
– ¿Por qué me cuentas todo esto?
– Porque tú me has preguntado. Si no quieres que te cuenten cosas, no hagas preguntas.
– ¿Y qué puedo hacer yo al respecto?
– Nada. Absolutamente nada. Lamento haber sacado a relucir el tema. Pero había oído decir que Eliot le había dado trabajo y esperaba que no fuera cierto.
– No te gusta Eliot, ¿verdad?
– Ni me gusta ni me disgusta. No tiene nada que ver conmigo. Pero te voy a decir algo: anda con muy malas compañías.
– ¿Te refieres a Ernest Padlow?
Joss me dirigió una mirada llena de admiración reticente.
– Si algo puede decirse en tu favor, es que no pierdes el tiempo. Se diría que lo sabes todo.
– A Ernest Padlow lo conozco porque lo vi con Eliot la primera noche, cuando me llevaste a cenar a «El Ancla».
– Ése es otro granuja de mucho cuidado. Si Ernest se saliera con la suya, todo Porthkerris se transformaría en un parking. No quedaría ni una casa en pie. Y todos tendríamos que irnos a vivir a la colina, a sus bonitas casas de ensueño que dentro de diez años estarán llenas de goteras, grietas y cayéndose en pedazos.
No contesté a aquella perorata. Me tomé el café mientras pensaba lo agradable que sería mantener una conversación sin remitirse a viejas rencillas que nada tenían que ver conmigo. Estaba harta de oír que aquellos a quienes yo apreciaba destruían la reputación de todos los demás.
Terminé el café, dejé la taza y dije:
– Tengo que volver a casa.
Joss se disculpó a regañadientes.
– Lo siento.
– ¿Por qué?
– Por perder los estribos.
– Eliot es mi primo, Joss.
– Lo sé. -Bajó la mirada mientras hacía girar la taza entre las manos-. Pero sin proponérmelo, también yo he acabado por preocuparme por Boscarva.
– Bueno, pero no te desquites conmigo. -Sus ojos se clavaron en los míos.
– No estaba enfadado contigo.
– Ya lo sé. -Me puse en pie-. Tengo que marcharme -repetí.
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