Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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– Bueno -continuó-, eso si me das permiso, tía Mollie.

– Claro, por supuesto. ¿Qué vas a ver?

– María de Escocia. La ponen en el Plaza.

– ¿Vas sola?

– No. Voy con Joss. Me llamó cuando estabas en el jardín. Después iremos a cenar.

– Ah… -dijo Mollie. Y luego, como diese la sensación de que Andrea esperaba más comentarios, añadió-: ¿Cómo vas a llegar?

– Andando. Supongo que me traerá Joss.

– ¿Tienes dinero?

– Tengo cincuenta peniques. Será suficiente.

– Bueno… -Pero Mollie estaba vencida-. Que lo pases bien.

– Ya lo creo. -Nos dirigió una sonrisa-. Hasta luego.

La puerta se cerró detrás de ella.

– Hasta luego -dijo Mollie. Y me miró-. Extraordinario -dijo.

Yo estaba concentrada en mi taza de té.

– ¿Por qué es extraordinario? -dije con despreocupación.

– Andrea y… Joss. Me refiero a que él ha sido siempre muy amable con ella, pero… ¿invitarla a salir?

– No debería sorprenderte. Es atractiva cuando se arregla un poco y se toma la molestia de sonreír. Puede que a Joss le sonría todo el rato.

– ¿Te parece que hago bien en dejarla ir? Quiero decir, soy responsable…

– Francamente, no sé cómo podrías haberla convencido de que no fuera. De todos modos, ya tiene diecisiete años, no es una niña. A estas alturas seguro que sabe cuidarse sola…

– Ése es el problema -dijo Mollie-. Ése siempre fue el problema con Andrea.

– No le pasará nada.

Sí pasaría algo y yo lo sabía, pero no podía desilusionar a Mollie. Además, ¿qué importaba? Que Joss prefiriese pasar las noches haciendo el amor junto al fuego con una adolescente ninfómana no era asunto mío. Eran de la misma calaña. Estaban hechos el uno para el otro.

Cuando terminamos el té, Mollie se puso un delantal limpio y empezó a preparar la cena. Yo retiré los platos y las tazas y los lavé. Cuando estaba secando el último plato y guardándolo, apareció Pettifer. Traía una llave grande en la mano que parecía capaz de abrir un calabozo.

– Sabía que la había puesto en un lugar seguro. La encontré en el fondo de uno de los cajones de la cómoda del Capitán…

– ¿Qué es eso, Pettifer? -preguntó Mollie.

– La llave del estudio, señora.

– Dios mío. ¿Y quién la quiere?

– Yo -dije-. Grenville me dijo que podía elegir un cuadro y llevármelo a Londres.

– Pues menudo trabajo, querida. En ese sitio tiene que haber un desorden horroroso. Hace diez años que no entra la luz del día.

– No importa. -Cogí la llave. Pesaba como el plomo.

– ¿Vas a ir ahora? Está oscureciendo.

– ¿No hay luz eléctrica?

– Sí, por supuesto, pero es muy deprimente. Espera hasta mañana por la mañana.

Yo quería ir ya.

– No me va a pasar nada. Voy a por un abrigo.

– Hay una linterna sobre la mesa del vestíbulo. Mejor llévatela, el sendero que cruza el jardín es bastante empinado y resbaladizo.

Y así, protegida por el abrigo de cuero y con la linterna y la llave en la mano, salí a la tormenta por la puerta que daba al jardín. El viento del mar soplaba con fuerza cargado de lluvia fina y fría. Tuve que hacer un esfuerzo para cerrar la puerta. Aquella lúgubre tarde se estaba terminando temprano, pero todavía había luz suficiente para ver dónde ponía los pies. No encendí la linterna hasta llegar el estudio. Me hizo falta la luz para encontrar la cerradura.

Introduje la llave y la hice girar. Giró despacio, con algo de resistencia por la falta de aceite. La puerta chirrió y se abrió hacia adentro. El interior olía a cerrado y a humedad, un olor que sugería telarañas y moho, así que busqué aprisa el interruptor de la luz. La bombilla que colgaba del techo arrojó una luz fría y mortecina que me rodeó de sombras inquietas. El cable que sostenía la bombilla se puso a oscilar a causa del viento como el péndulo de un reloj.

Entré y cerré la puerta y poco a poco se inmovilizaron las sombras. A mi alrededor y bajo aquella luz tenue surgieron siluetas cubiertas de polvo. Al otro lado de la habitación había una lámpara con la pantalla ladeada y rota. Me acerqué a ella y busqué el interruptor, la encendí y el lugar adquirió de pronto un aspecto un poco menos abandonado.

El estudio tenía dos niveles, con una especie de dormitorio en el extremo sur al que se accedía por una escalerilla metálica.

Subí la mitad de la escalera y vi el diván y la manta de rayas. Sobre la cama había una ventana cerrada y en el suelo había plumones de almohada, puede que a consecuencia de las correrías de algún ratón. En un rincón yacían los restos secos, semejantes a un montón de ramas, de un pajarillo muerto. Sentí un escalofrío ante aquella desolación y volví al estudio.

El viento agitaba la ventana que daba al norte. Las largas cortinas se movían mediante un complicado sistema de cuerdas y poleas y forcejeé con él unos momentos. Finalmente me di por vencida y dejé las cortinas corridas.

En el centro de la habitación se alzaba la tarima de la modelo, en cuyo centro había algo cubierto por una sábana y vi al destaparlo que era una silla barroca pintada con purpurina. Los ratones también habían pasado por allí y había retazos de terciopelo rojo y mechones de crin esparcidos alrededor, junto con excrementos de ratón y una gruesa película de polvo.

Debajo de otra sábana vi la mesa de trabajo de Grenville, los pinceles, los tubos de pintura, paletas, espátulas, botellas de aceite de linaza, pilas de telas sin usar, sucias por el tiempo. También había una colección de objets trouvés , pequeños objetos con los cuales quizás se había encariñado: una piedra pulida por el mar, media docena de caracolas y un manojo de plumas de gaviota que tal vez había recogido para limpiar la pipa. Había fotografías ajadas y borrosas de gente que yo no conocía, un jarroncito blanquiazul de porcelana con lápices, frascos de tinta china seca, un pedazo de lacre.

Era como curiosear donde no me llamaban, como leer el diario íntimo de otra persona. Volví a poner la sábana en su lugar y me dirigí hacia el verdadero propósito de mi visita: el montón de telas sin enmarcar dispuestas alrededor, contra la pared, con la pintura hacia adentro. También ellas estaban cubiertas de polvo pero las sábanas habían resbalado y caído al suelo y, al quitar la primera, rocé telarañas con los dedos y una araña grande y desagradable huyó por el suelo y se perdió entre las sombras.

Era una tarea ardua. Levanté los cuadros, cinco o seis a la vez, les quité el polvo, los apoyé contra la tarima y giré la raquítica lámpara para que la luz los alumbrara directamente. Algunos tenían fecha pero estaban amontonados sin ningún orden cronológico y, en la mayoría de los casos, no era fácil adivinar dónde ni cuándo habían sido pintados. Lo único que me pareció claro era que abarcaban la totalidad de la vida profesional de Grenville y todo lo que le interesaba.

Había paisajes, marinas -todos los estados de ánimo del océano-, interiores preciosos, algunos bocetos de París, otros que parecían de Italia. Había barcos y pescadores, escenas de las calles de Porthkerris, muchos croquis al carbón de dos niños que yo sabía que eran Roger y Lisa. Pero ningún retrato.

Comencé la selección apartando los cuadros que me parecían especialmente atractivos. Cuando llegué al último montón ya había apoyado media docena contra el asiento del sofá, tenía frío, las manos sucias y la ropa llena de telarañas. Con la agradable sensación que produce la conclusión de un trabajo, fui a clasificar el último montón de telas. Había tres dibujos hechos con pluma y tinta y una vista de un puerto con yates anclados. Y entonces…

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