Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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Pero, acaso más tranquila por la actitud de Mollie, Andrea parecía deseosa de hacer una confesión y oímos el resto de la historia, entre jadeos y sollozos interminables.

– Y yo no quería ir. Yo… yo quería volver a casa. Y… me fui. Pero él me siguió. Y… quise correr y tropecé… y se me salió el… el zapato. Y entonces él… él me alcanzó y… se puso a gritarme… y yo grité también y me pegó…

Observé la cara de los que me rodeaban y todas expresaban el mismo horror, la misma consternación, con diferentes grados de intensidad. Sólo Grenville parecía inmutable y muy disgustado, pero no se movía ni decía nada.

– Está bien -repitió Mollie con voz temblorosa-. Ya ha pasado todo. Ven, vamos arriba.

Andrea, debilitada y sucia de barro, se levantó como pudo del sofá pero las piernas no la sostuvieron y se desplomó. Morris, que era el que estabas más cerca, se adelantó, la sostuvo antes de que cayera y la cogió con sus delgados brazos con una fuerza sorprendente.

– Eso es -dijo Mollie-. Morris te llevará arriba. Y deja de preocuparte… -Se encaminó a la puerta-. Ven por aquí, Morris.

– Sí -dijo Morris, que no parecía tener alternativa.

Observé la cara de Andrea. Cuando Morris se puso en movimiento, la joven abrió los ojos y me miró con fijeza. Le sostuve la mirada sin que ella desviara los ojos. Andrea comprendió que me había dado cuenta de que mentía. Apoyó la cabeza en el pecho de Morris y se echó a llorar otra vez. Se la llevaron rápidamente de la habitación.

Oímos que los pesados pasos de Morris cruzaban el vestíbulo y subían las escaleras. Entonces dijo Eliot con su magistral dominio de los sobreentendidos:

– Un asunto desagradable. -Dirigió una mirada a Grenville-. ¿Llamo a la policía ahora o más tarde?

Grenville abrió la boca por fin.

– ¿Quién ha dicho que haya que llamar a la policía?

– No vamos a dejar que se salga con la suya, ¿o sí?

– Andrea ha mentido -dije.

Los dos hombres me miraron con sorpresa. Grenville entornó los ojos; estaba más impresionante que nunca. Eliot frunció el ceño.

– ¿Qué has dicho?

– Parte de su historia puede ser cierta. Es probable que la mayor parte lo sea. Pero ha mentido.

– ¿Por qué había de mentir?

– Porque, como tú mismo dijiste, Joss la tenía encandilada. No le dejaba en paz. Andrea me contó que había estado en su casa y estoy convencida de que es verdad porque me la describió con detalles y con exactitud. Lo que sé es que, si Joss hubiera querido que ella fuera con él a su casa, Andrea no habría vacilado en hacerlo. No habría puesto ninguna objeción.

– Entonces, ¿cómo explicas la herida de la cara? -preguntó Eliot con dulzura.

– No sé. Ya he dicho que no sé nada del resto de la historia. Pero estoy segura de que esa parte es inventada.

Grenville se puso en movimiento. Había estado de pie un buen rato. Se acercó al sillón y tomó asiento.

– Podemos averiguar lo que pasó -dijo al fin.

– ¿Cómo? -La pregunta de Eliot sonó como un pistoletazo.

Grenville volvió la cabeza con violencia y lo traspasó con la mirada.

– Preguntándoselo a Joss.

Eliot dejó escapar un sonido que en las novelas antiguas podría haberse escrito «¡Psá!»

– Se lo preguntaremos. Joss nos dirá la verdad.

– Joss no sabe lo que significa esa palabra.

– No tienes ninguna razón para decir semejante cosa.

Eliot perdió la paciencia.

– ¡Vamos, por el amor de Dios! ¿Hace falta que te arroje la verdad a la cara para que te des cuenta?

– No me levantes la voz.

Eliot enmudeció. Miraba al anciano con indignación, como si no pudiera creer lo que había oído… Cuando por fin habló, fue en un susurro.

– Ya estoy harto de Joss Gardner. Nunca he confiado en él, nunca me ha gustado. Creo que es un farsante, un ladrón y un mentiroso, y sé que tengo razón. Algún día también tú te darás cuenta. Ésta es tu casa. Eso es algo que yo acepto. Pero lo que nunca voy a aceptar es su derecho a controlarla, y a nosotros con ella, sólo porque es el…

Tuve que detenerlo.

– ¡Eliot! -Se volvió para mirarme. Era como si se hubiese olvidado de que también yo estaba allí-. Eliot, por favor. Cállate.

Observó el vaso que tenía en la mano y apuró el whisky.

– Está bien -dijo por fin-. No diré nada más por el momento.

Y fue a servirse otro whisky. Mientras Grenville y yo le observábamos en silencio, Morris Tatcombe volvió a entrar en la habitación.

– Bueno, me voy -dijo a la nuca de Eliot.

Eliot se volvió y se le quedó mirando.

– ¿Está bien?

– Sí, está arriba. Tu madre está con ella.

– Tómate algo antes de irte.

– No, mejor me voy.

– De veras, no sabemos cómo darte las gracias. ¿Qué habría sido de ella si no la hubieras encontrado…? -Se interrumpió. La oración incompleta evocó imágenes de Andrea muriéndose de frío, de agotamiento, desangrándose.

– Fue una casualidad, eso es todo. -Dio un paso atrás. Era evidente que Morris estaba deseoso de irse y no sabía cómo hacerlo.

Eliot tapó la botella, dejó el vaso en la mesa y acudió en su ayuda.

– Te acompañaré hasta la puerta.

Morris movió la cabeza en dirección a Grenville y a mí.

– Buenas noches a todos.

Pero Grenville se había puesto en pie con esfuerzo y mucha dignidad.

– Usted ha manejado la situación con notable sensatez, señor Tatcombe. Se lo agradecemos. Y también le agradeceríamos que no hiciera pública la versión que la pequeña ha contado sobre lo sucedido. Por lo menos hasta que la hayamos comprobado.

Morris parecía escéptico.

– Estas cosas acaban por saberse.

– Pero estoy convencido de que no será por boca de usted.

Morris se encogió de hombros.

– Es asunto de ustedes.

– Exacto. Es asunto nuestro. Buenas noches, señor Tatcombe.

Eliot le acompañó a la salida.

– Grenville volvió a instalarse fatigosamente en el sillón. Se pasó la mano por los ojos y pensé que escenas como aquélla no le beneficiaban en absoluto.

– ¿Te sientes bien?

– Sí. Estoy bien.

Yo sabía que podía confiar en él, decirle que sabía que Joss era nieto de Sophia. Pero sabía igualmente que antes de abrir yo la boca tendría que hablar él primero.

– ¿Te apetece tomar algo?

– No.

Lo dejé tranquilo y me dediqué a ordenar los cojines del sofá.

Eliot volvió al cabo del rato y muy animado, por cierto. Parecía haber olvidado la violenta discusión que había sostenido con Grenville. Fue a recoger su vaso.

– Salud -dijo, mientras levantaba la copa en dirección al abuelo.

– Supongo que estamos en deuda con ese joven -dijo Grenville-. Espero que podamos arreglarlo algún día.

– Yo no me preocuparía por Morris -respondió Eliot con jovialidad-. Sabe arreglárselas solo. Y Pettifer me ha dicho que os avise de que la cena está lista.

Cenamos los tres solos. Mollie se quedó con Andrea. El médico llegó en la mitad de la velada y Pettifer lo acompañó arriba. Luego le oímos hablar con Mollie en el vestíbulo, Mollie la acompañó a la puerta y entró a contarnos lo que le había dicho.

– Como es lógico, ha sufrido una fuerte impresión. Le ha dado un sedante y tendrá que guardar cama un par de días.

Eliot le había acercado una silla y Mollie se dejó caer en ella, agotada y aturdida.

– Ha sido espantoso. No sé cómo voy a explicárselo a su madre.

– No pienses en eso hasta mañana -dijo Eliot.

– Es que es ha sido espantoso… Es sólo una niña. No tiene más que diecisiete años. ¿En qué estaba pensando ese Joss? Debe de haberse vuelto loco.

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