Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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Mientras conducía, recobré parte de la serenidad. Había eludido a Eliot e iba hacia Joss. Tenía que conducir con cuidado y sentido común, no podía permitirme el lujo de sentir pánico ni arriesgarme a dar un patinazo o tener un choque. Reduje con prudencia la velocidad a unos cuarenta y cinco kilómetros por hora. Sujeté con menos fuerza el volante. La avenida que bajaba la colina estaba negra y mojada por la lluvia. Las luces de Porthkerris iban surgiendo ante a mí. Iba hacia Joss.

La marea estaba en el punto más bajo. A medida que me acercaba a la avenida del puerto vi las luces reflejadas en la arena húmeda y los barcos anclados fuera del alcance de la tormenta.

El cielo seguía cubierto. Había gente en las calles, pero no mucha.

La tienda estaba a oscuras. Sólo brillaba una luz en la ventana superior. Aparqué el coche junto a la acera, bajé, fui hacia la puerta y la abrí. Percibí el olor a madera fresca y mis pies rozaron las virutas esparcidas por todos lados. La luz de la calle me indicó dónde estaba la escalera. Subí con precaución hasta el primer piso.

– ¡Joss! -exclamé.

No hubo respuesta. Seguí subiendo. No se había encendido el fuego y hacía mucho frío. Oí una ráfaga de lluvia en el techo.

– Joss.

Estaba recostado en la cama, cubierto con una manta. Tenía el antebrazo sobre los ojos, como para protegerse de una luz intolerable. Al oírme apartó el brazo e irguió un poco la cabeza para ver quién era. La dejó caer otra vez sobre la almohada.

– Dios mío -le oí decir-, Rebecca.

Me acerqué a él.

– Sí, soy yo.

– Me pareció que había oído tu voz. Creí que estaba soñando.

– Te he llamado, pero no contestabas.

Tenía la cara en un estado lamentable, el pómulo izquierdo magullado e hinchado, el ojo medio cerrado, un corte en el labio y sangre seca por todas partes. No le quedaba ni un centímetro de piel en los nudillos de la mano izquierda.

– ¿Qué haces aquí? -No podía hablar con claridad, quizás a causa del labio lastimado.

– La señora Kernow me llamó por teléfono.

– Le advertí que no dijera nada.

– Estaba preocupada por ti. ¿Qué te ha pasado?

– Unos ladrones.

– ¿Te duele en algún otro sitio?

– Sí, en todas partes.

– Déjame ver…

– Los Kernow me han hecho una cura de urgencia.

Me incliné sobre él y aparté la manta con suavidad. Tenía el torso desnudo hasta el estómago y después una venda que alguien había improvisado con lo que parecían tiras de sábana vieja. Pero la magulladura era horrible y se le había extendido hasta el pecho. En el costado derecho, la mancha roja de sangre había empezado a filtrarse a través del algodón blanco.

– ¿Quién te ha hecho esto?

No me contestó. Habida cuenta de su estado, fue sorprendente la firmeza con que tiró de mí. Me senté en el borde de la cama. Mi trenza, rubia y larga, cayó hacia adelante, sobre mi hombro. Joss me enlazó con el brazo derecho y con la mano izquierda quitó la goma que sujetaba el extremo de la trenza. Abrió los dedos para peinármela con ellos, soltó lo mechones, los separó, y el cabello cayó en cascada sobre su pecho desnudo.

– Siempre he tenido ganas de hacerlo -dijo-. Desde que te vi y me pareciste una alumna modelo ¿qué te dije exactamente?

– La niña modelo del orfanato perfecto.

– Sí, algo así. Es increíble que te acuerdes.

– ¿Qué quieres que haga? ¿Qué puedo hacer?

– Quedarte. Me basta con que te quedes, criatura encantadora.

Aquella ternura en su voz… él, que siempre había sido tan rudo… me desarmó. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Cuando las vio, me atrajo hacia sí, me recosté en su pecho y noté que me deslizaba la mano por debajo del cabello y la cerraba alrededor de la nuca.

– Joss, voy a hacerte daño…

– No hables -dijo mientras su boca buscaba la mía-. También esto he querido hacerlo desde que te conozco.

Era evidente que ninguna de sus molestias, ni las magulladuras ni las heridas ni el labio partido, iban a impedir que consiguiera lo que quería.

Y yo, que siempre había Imaginado que el amor consistía en fuegos artificiales y pasiones volcánicas, descubrí que era otra cosa. Era cálido, como la caricia del sol. No tenía nada que ver con mi madre y la interminable serie de hombres que habían pasado por su vida. Era el cinismo y las ideas preconcebidas escapando por una ventana abierta. Era la rendición de mis últimos bastiones. Era Joss.

Pronunció mi nombre y en sus labios sonó a belleza pura.

Encendí el fuego mucho más tarde y amontoné leña para que la habitación se iluminara con las llamas. No quería que Joss se moviera y permaneció echado, con la morena cabeza apoyada en los brazos, mientras yo notaba que seguía con los ojos todos mis movimientos.

Me erguí para apartarme del fuego. El pelo me caía, suelto, a ambos lados de la cara y las mejillas me ardían. La felicidad me derretía por dentro.

– Tenemos que hablar, ¿no crees? -dijo Joss.

– Sí.

– Sírveme una copa.

– ¿Qué te apetece?

– Whisky. Está en la cocina, en el armario que hay sobre el fregadero.

Fui a buscar la botella y dos vasos.

– ¿Soda o agua?

– Soda. Hay un abridor colgado por ahí, en un gancho.

Busqué el abridor y destapé la botella de soda. Lo hice con torpeza, la chapa cayó al suelo, se fue rodando como es habitual en estos objetos, y no paró hasta perderse en un rincón oscuro. Fui a recogerla y entonces me llamó la atención otro pequeño objeto brillante. Lo recogí. Era la cruz celta de Andrea, la que solía llevar colgada de un cordón de cuero.

Serví las bebidas y las llevé donde estaba Joss. Le alcancé una y me arrodillé en el suelo, a su lado.

– He encontrado esto debajo del fregadero -dije, y le enseñé la cruz.

El ojo hinchado le dificultaba la visión. La miró de soslayo, con esfuerzo.

– ¿Qué diantres es eso?

– Es de Andrea.

– Bah, a la porra -dijo. Y a continuación-: Sé buena y tráeme más almohadas. No sé beber acostado.

Cogí un par de cojines del suelo y se los puse bajo la cabeza. El movimiento le resultó muy doloroso y dejó escapar un gemido involuntario.

– ¿Te sientes bien?

– Sí, por supuesto. Estoy bien. ¿Dónde has encontrado eso?

– Ya te lo he dicho, en el suelo.

– Ha estado aquí esta tarde. Dijo que había ido al cine. Yo estaba trabajando abajo, tratando de terminar la estantería. Le dije que estaba ocupado, pero se puso a subir la escalera como si no me hubiera oído. Fui tras ella y le dije que se marchara a casa. Pero no quiso irse. Dijo que quería una copa, que tenía ganas de hablar… ya sabes, esas cosas.

– Ya había estado aquí.

– Sí. Una vez. Una mañana. Me dio pena y le ofrecí una taza de café. Pero hoy estaba ocupado; no tenía tiempo para ella y tampoco me dio pena. Le dije que no tenía ganas de beber. Le dije que se fuera a casa. Y entonces dijo que no quería irse, que todos la detestaban, que nadie quería hablar con ella, que yo era la única persona con quien podía hablar, la única persona que la comprendía.

– Quizá sea cierto.

– Claro, por eso me daba lástima. Cuando estoy en Boscarva no puedo impedir que me interrumpa y se quede un rato conmigo; no la puedo echar a la fuerza.

– ¿Eso es lo que ha pasado hoy? ¿La has echado a la fuerza?

– No exactamente. Pero al final me harté de sus tonterías y de su convicción, totalmente infundada, de que yo estaba preparado, dispuesto y deseoso de acostarme con ella. Perdí los estribos y se lo dije con claridad.

– ¿Qué pasó entonces?

– Pregunta más bien qué es lo que no pasó. Hubo gritos, lágrimas, acusaciones, la típica histeria. Me insultó. Y encima me dio una bofetada. Entonces sí que recurrí a la fuerza, la puse en la escalera, le di un empujón y arrojé tras ella el impermeable y ese bolso asqueroso que siempre lleva consigo.

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