En aquel momento se nos unió Mollie, que apareció sonriendo y con cara de resolución, como si hubiese oído las voces desde fuera y estuviese dispuesta a calmar la tempestad.
– Hola a todos. Creo que se me ha hecho un poco tarde. He tenido que añadirle unos detallitos fantásticos al atún que compró Rebecca esta mañana. Eliot, querido… -le dio un beso. Al parecer era la primera vez que lo veía aquella tarde-. Grenville… -Se inclinó para besarlo también-. Pareces más descansado. -Antes de que el aludido pudiera contradecirla, Mollie me sonrió por encima de la cabeza del anciano-. ¿Has pasado bien la tarde?
– Sí, gracias. ¿Qué tal el bridge?
– Podía haber sido peor. He ganado veinte peniques. Eliot, cariño, me gustaría mucho tomar un trago. Andrea está al venir. -Pero al final se le acabaron las frases de táctica defensiva y Grenville abrió fuego al instante.
– Hemos perdido un objeto -le dijo.
– ¿Otra vez tus gemelos?
– Hemos perdido un buró.
El tema empezaba a parecer absurdo.
– ¿Que habéis perdido un buró?
Grenville detalló todo el confuso episodio para que Mollie se enterase. Cuando supo que había sido yo quien había precipitado los acontecimientos, me miró con cierto aire de reproche, como si considerara que mi actitud era una manera lamentable de retribuirle su amable hospitalidad. Yo estaba bastante de acuerdo con ella.
– Pero tiene que estar en alguna parte. -Mollie cogió la copa que le alargó Eliot, acercó una silla y se sentó, lista para encontrar una solución-. Lo habrán puesto en algún lugar para que estuviera más seguro.
– Pettifer lo ha estado buscando.
– Quizá se le ha pasado por alto. Creo que es hora de que vaya al oculista. Tal vez lo puso en alguna parte y ahora no se acuerda.
Grenville golpeó el brazo del sillón con el puño cerrado.
– Pettifer nunca se olvida de nada.
– En realidad… -dijo Eliot con voz impasible- se olvida continuamente de muchas cosas.
Grenville lo fulminó con la mirada.
– ¿Qué insinúas?
– Nada personal. Sólo que se está haciendo viejo.
– ¿Me estás diciendo que la culpa la tiene Pettifer…?
– No estoy diciendo nada…
– Acabas de decir que está demasiado viejo. Si él está demasiado viejo, ¿cómo crees que estoy yo?
– Yo no he dicho que…
– Le has echado la culpa a él…
Eliot perdió la paciencia.
– Si tuviera que culpar a alguien -dijo levantando la voz casi hasta el nivel de la de Grenville-, yo preguntaría al joven Joss Gardner. -Se produjo un silencio. Luego, con voz más moderada, prosiguió-: Está bien. Nadie quiere acusar a nadie de ladrón. Pero Joss entra y sale continuamente de esta casa, de todas las habitaciones. Él sabe lo que hay aquí mejor que nadie. Y es un experto, sabe lo que valen las cosas.
– Pero, ¿para qué se va a llevar un escritorio? -preguntó Mollie.
– Un escritorio que vale mucho dinero. No lo olvides. Es raro y valioso, Grenville acaba de decirlo. Tal vez necesitaba dinero. No hace falta más que mirarle para darse cuenta de que le vendría muy bien un poco de liquidez. Y es un experto. Va a Londres muy a menudo. Sabría dónde venderlo.
Se calló abruptamente, como si se hubiera dado cuenta de que había hablado demasiado. Terminó el whisky y, sin decir palabra, fue a servirse otro.
El silencio se hizo incómodo. Para romperlo, Mollie dijo:
– Yo no creo que Joss…
– Es una estupidez total -la interrumpió Grenville con brusquedad.
Eliot soltó la botella de whisky con violencia.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Qué sabes de Joss Gardner? Aparece de la nada, como un vagabundo, dice que va a abrir un negocio y un momento después le abres la puerta de tu casa y le encargas que restaure todos los muebles. ¿Qué sabes de Joss? ¿Qué sabe de él ninguno de nosotros?
– Sé que puedo confiar en él. Me adiestraron para juzgar la personalidad de los hombres…
– Podrías equivocarte…
Grenville levantó la voz y eclipsó la de Eliot:
– Y no estaría mal que tú recibieras algunas lecciones sobre cómo elegir compañía.
Los ojos de Eliot se encogieron.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Que si quieres ponerte en ridículo, haz negocios con ese leguleyo barato de Ernest Padlow.
Si hubiese podido esfumarme en aquel momento, no habría desaprovechado la ocasión. Pero estaba atrapada, prisionera en un rincón detrás de Grenville.
– ¿Qué sabes de Ernest Padlow?
– Sé que te han visto con él…, bebiendo en los bares…
Eliot me asaeteó con los ojos. Dijo en voz baja:
– Ese bastardo de Joss Gardner.
– No ha sido él, sino Hargreaves, el del banco. Vino a tomar un jerez conmigo el otro día. Y la señora Thomas vino a encender el fuego de mi habitación esta mañana y te había visto con Padlow en esa monstruosidad que él llama complejo residencial.
– Chismes de criados.
– La verdad está en boca de la gente honesta. No importa dónde viva. Y si crees que voy a vender mis tierras a ese piojo resucitado, te equivocas…
– No serán tuyas eternamente.
– Si estás tan seguro de que vayan a ser tuyas, lo único que te puedo decir es que no vendas la piel del oso antes de haberlo matado. Porque tú, querido muchacho, no eres mi único nieto.
Y en aquel instante de tensión se abrió la puerta y apareció Andrea, como si estuviéramos en una obra teatral de movimientos totalmente sincronizados. Venía a anunciarnos, de parte de Pettifer, que la cena estaba lista.
Fue difícil dormir aquella noche. Di vueltas y vueltas, fui a buscar un vaso de agua, anduve descalza, miré por la ventana, volví a acostarme y traté de recuperar la serenidad. Pero inevitablemente, al cerrar los ojos, la reciente velada volvía a mi mente como una película proyectada una y otra vez; las voces seguían resonando sin cesar en mis oídos.
Está bien. Nadie quiere acusar a nadie de ladrón. ¿Qué sabemos de Joss?
Si quieres ponerte en ridículo, haz negocios con ese leguleyo barato de Ernest Padlow… Y si crees que voy a vender mis tierras a ese piojo resucitado, te equivocas…
No serán tuyas eternamente…
… tú, querido muchacho, no eres mi único nieto.
La cena había sido horrible. Eliot y Grenville apenas hablaron. Para compensar el silencio de los hombres, Mollie había mantenido una conversación sin sentido que yo había tratado de respaldar. Y Andrea nos había observado a todos, con un destello de triunfo en sus redondos e inquisitivos ojos, mientras Pettifer iba retirando los platos, sirviendo un exquisito suflé de limón que nadie parecía tener ganas de comer.
Todos se habían dispersado al terminar. Grenville había ido a su habitación, Andrea a la sala desde donde no habíamos tardado en oír el ruido del televisor. Eliot se puso un abrigo sin dar explicaciones, silbó a su perro y salió por la puerta principal dando un portazo. Yo me volví hacia Mollie con la intención de darle la disculpa que consideré le debía:
– Lamento lo de esta noche. Ojalá no hubiera mencionado nunca el buró.
No me miró.
– Bueno, era inevitable.
– Es que mi madre me habló de él y cuando Grenville sacó a relucir el jarrón de jade y el espejo… bueno, jamás creí que pudiera desatarse semejante tormenta en un vaso de agua.
– Grenville es un anciano extraño. Siempre ha sido muy tozudo, nunca admite que una situación pueda verse desde distintos puntos de vista.
– Te refieres a Joss…
– No sé por qué se ha encariñado tanto con él. Me asusta. Es como si Joss ejerciese sobre él no sé qué influencia. A Eliot y a mí no nos ha gustado nunca que vaya de aquí para allá como si esta casa fuera suya. Si los muebles de Grenville necesitaban restauración, que hubiera venido a buscarlos y que se los hubiera llevado al taller con la furgoneta; habría sido lo normal. Tratamos de disuadir a Grenville, pero se mostró inflexible; a fin de cuentas, la casa es suya, no nuestra.
Читать дальше