Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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– Mi madre me habló sobre el jade y el espejo y dijo que había también un buró. -Siguió mirándome con fijeza. De pronto deseé no haber abierto la boca-. En realidad no importa, pero pensé que si nadie lo quería… si no se utilizaba…

– Pettifer, ¿recuerdas el buró?

– Sí, señor, ahora que lo menciona. Estaba arriba, en el desván, pero no recuerdo haberlo visto últimamente.

– Sé bueno y búscalo cuando puedas. Y echa más leña al fuego… -Pettifer obedeció. Mientras le observaba, preguntó Grenville-: ¿Dónde están todos? La casa está muy silenciosa. No se oye más que la lluvia.

– La señora Roger ha ido a una partida de bridge. La señorita Andrea creo que está en su habitación…

– ¿Te apetece un té? -Grenville me guiñó un ojo-. Te gustaría, ¿verdad? Todavía no hemos tenido la oportunidad de conocernos. Cuando no te desplomas en medio de la cena, la vejez me confina a mí en la cama. Formamos una excelente pareja, ¿no crees?

– Me encantaría tomar el té contigo.

– Pettifer subirá una bandeja.

– No -dije-. Yo voy por ella. Las piernas de Pettifer han estado subiendo y bajando esas escaleras todo el día. Se merece un descanso.

Aquello hizo gracia a Grenville.

– Como quieras. Trae la bandeja y disfrutemos de un buen plato de tostadas calientes con mantequilla.

Tendría que lamentar muchas veces la mención del buró, porque no pudieron encontrarlo. Mientras Grenville y yo tomábamos el té, Pettifer empezó la búsqueda. Cuando vino a llevarse la bandeja, había registrado toda la casa y el buró seguía sin aparecer.

Grenville no podía creerlo.

– Será que no lo has visto. Tus ojos están tan viejos como los míos.

– Es imposible no ver un buró. -Pettifer parecía ofendido.

– Bueno -dije tratando de ser útil-, puede que lo estén reparando en alguna parte… -Me miraron como si fuera tonta y cerré la boca en el acto.

– ¿No estará en el estudio? -aventuró Pettifer.

– ¿Qué iba a hacer yo con un buró en el estudio? Yo pintaba, no escribía cartas. No iba a poner allí una mesa que me entorpeciera el paso… -Grenville empezaba a ponerse nervioso.

Me puse en pie.

– Ya aparecerá -dije con mi voz más dulce y recogí la bandeja del té para llevarla abajo. Pettifer me alcanzó en la cocina. Estaba trastornado por lo sucedido.

– La excitación no es buena para el capitán… y va a seguir con este asunto como un lebrel detrás de una presa. Se lo aseguro.

– La culpa ha sido mía. Ni siquiera sé por qué lo he mencionado.

– Pero yo lo recuerdo. Aunque sé que no lo he visto últimamente. -Me puse a fregar los platos y las tazas y Pettifer cogió un trapo para secarlos-. Y hay algo más. Había una silla Chippendale con el buró… No digo que hicieran juego, pero la silla estaba siempre delante del escritorio. Tenía el asiento tapizado, muy raído, con pájaros, flores y otras cosas. Bueno, tampoco la encuentro… pero no voy a decírselo al capitán y usted tampoco.

Se lo prometí.

– Para mí no tiene importancia de todos modos -dije.

– No, pero para el capitán sí. Puede que fuera pintor, pero tenía memoria de elefante y no la ha perdido. A veces desearía que fuera un poco más olvidadizo -añadió con tristeza.

Aquella noche, después de ponerme otra vez el vestido castaño de bordados de plata, encontré a Eliot en el salón, acompañado solamente por su inevitable perro. Estaba sentado junto al fuego, con una copa, con el diario de la tarde y con Rufus a sus pies, echado igual que una vistosa piel de adorno en la pequeña alfombra que había delante del hogar. A la luz de la lámpara eran el vivo retrato del perfecto compañerismo, pero mi presencia perturbó la paz de la escena y Eliot se puso en pie mientras dejaba caer el periódico en el asiento del sillón.

– Rebecca. ¿Cómo estás?

– Muy bien.

– Anoche tuve miedo de que te pusieras enferma.

– No. Estaba muy cansada. Sólo eso. Hoy he dormido hasta las diez.

– Sí, me lo ha dicho mi madre. ¿Quieres una copa?

Acepté y me sirvió un poco de jerez. Fui a agacharme junto al fuego para acariciarle al perro las orejas.

Cuando Eliot me tendió la bebida, le pregunté:

– ¿Va contigo a todas partes?

– Sí, a todas partes. Al salón-garaje, a la oficina, a comer fuera, a los bares, a cualquier lado. Es un perro muy conocido en esta parte del mundo.

Me senté en la alfombra, Eliot se dejó caer en el sillón y cogió su copa.

– Mañana tengo que ir a Falmouth para ver a un hombre a propósito de un vehículo -dijo-. Si me acompañaras, verías un poco los alrededores. ¿Te gustaría?

Me sorprendió mi propio entusiasmo ante la invitación.

– Me encantaría.

– No creo que sea muy emocionante. Pero podrías distraerte durante un par de horas, mientras yo me ocupo de lo mío; comeríamos de camino, en una pequeña casa de comidas que conozco. Tienen un marisco delicioso. ¿Te gustan las ostras?

– Sí.

– A mí también. Al volver podríamos -pasar por High Cross para que veas dónde vivimos mi madre y yo normalmente.

– Tu madre me habló de High Cross. Parece un sitio bonito.

– Mejor que este mausoleo…

– Vamos, Eliot, esta casa no es un mausoleo.

– Nunca me han gustado las reliquias victorianas…

Antes de que pudiera protestar, se nos unió Grenville. Primero le oímos bajar con lentitud las escaleras, luego se puso a hablar con Pettifer, con su voz aguda y sus gruñidos roncos, y por último oímos el ruido que producía su bastón en el suelo encerado del vestíbulo.

Eliot me hizo un guiño, fue a abrir la puerta y entró Grenville, semejante al mascarón de proa de un barco indestructible…

– Está bien, Pettifer, ya puedo arreglármelas solo. -Yo me había levantado de la alfombra para arrimar el sillón en que se había sentado la noche anterior, pero aquello pareció enfurecerle. Evidentemente, no estaba de buen humor.

– ¡Por Dios, niña, deja de molestar! ¿Crees que quiero sentarme encima del fuego? Me quemaré vivo si me siento ahí…

Volví a poner el sillón como estaba y Grenville se dejó caer en él.

– ¿Te apetece una copa? -preguntó Eliot.

– Whisky.

– ¿Whisky? -Eliot parecía sorprendido.

– Sí. Whisky. Sé lo que dijo el cretino del médico pero esta noche voy a tomar un whisky.

Eliot se limitó a asentir con un gesto de paciente consentimiento y fue a servir la bebida. Grenville se volvió y dijo apoyándose en el respaldo:

– Eliot, ¿has visto el buró por alguna parte?

Se me encogió el corazón.

– Vamos, Grenville, no empieces otra vez…

– ¿Qué quieres decir con eso de que no empiece otra vez? Hay que encontrar ese maldito trasto. Acabo de decirle a Pettifer que no pararemos hasta encontrarlo.

Eliot volvió con el vaso de whisky. Acercó una mesa y puso el vaso al alcance de Grenville.

– ¿Qué buró?

– El buró, el que estaba en una de las habitaciones. Era de Lisa y ahora es de Rebecca. Quiere llevárselo. Tiene un piso en Londres y quiere ponerlo allí. Y Pettifer no lo encuentra, dice que ya ha mirado con lupa toda la casa y no lo encuentra. No lo habrás visto tú, ¿verdad?

– No lo he visto nunca. Ni siquiera sé de qué buró hablas.

– Un escritorio pequeño. Con cajones a un lado. Y con cuero en la parte superior. Según creo, son difíciles de encontrar en estos tiempos. Valen un dineral.

– Puede que Pettifer lo pusiera en algún rincón y se haya olvidado.

– Pettifer nunca se olvida de esas cosas.

– En ese caso, puede que la señora Pettifer hiciera algo con él y se olvidara de decírselo.

– Te digo que Pettifer nunca se olvida de nada.

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