– Como un tronco. Lamento lo de anoche…
– Cariño, estabas rendida. Lamento no haberme dado cuenta. Seguramente querrás desayunar.
– Sólo café.
Me llevó hasta la cocina y calentó café mientras yo me preparaba unas tostadas.
– ¿Dónde están todos? -pregunté.
– Eliot está en el salón-garaje, como siempre, y Pettifer ha ido a Fourboume con el coche a hacer unas compras para Grenville.
– ¿Qué puedo hacer? Me gustaría ser útil.
– Bueno… -titubeó. La miré. Aquella mañana llevaba puesto un suéter de cachemir de color caramelo y una falda estrecha de mezclilla. Maquillada a la perfección y con cada mechón de cabello en su lugar, respiraba orden y limpieza de un modo casi inhumano-. Podrías ir a Porthkerrís y traerme el pescado. Llamaron de la pescadería para decirnos que había atún y pensé que podríamos prepararlo para la cena. Puedes coger mi coche. ¿Sabes conducir?
– Sí, pero preferiría ir andando. Me encanta pasear y la mañana es espléndida.
– Como quieras. Toma el atajo del acantilado. Se me ocurre… -fue un brote de inspiración-: Llévate a Andrea. Ella puede enseñarte el camino y la pescadería. Además, Andrea nunca hace nada y una caminata le sentará bien. -Lo dijo como si Andrea fuese un perro haragán. No me entusiasmaba la idea de compartir la mañana con ella, pero compadecía a Mollie por tener que cargar con aquella desagradable criatura, así que acepté la sugerencia y cuando terminé de desayunar fui en busca de la joven, a quien Mollie había visto en la terraza.
La encontré envuelta en una manta de viaje, recostada en una butaca de mimbre en un rincón soleado y contemplando el paisaje con cara agria, como si fuese en un barco y se hubiese mareado.
– ¿Quieres venir andando a Porthkerris? -le pregunté.
Clavó sus ojos saltones en mí.
– ¿Por qué?
– Porque Mollie me ha dicho que vaya a comprar pescado y no sé dónde está la tienda. Además, hace una mañana muy bonita y Mollie sugirió que fuéramos por el acantilado.
Lo pensó un poco y dijo:
– De acuerdo -se estiró y se puso en pie. Llevaba los mismos téjanos sucios del día anterior y un jersey grande, negro y blanco, que le llegaba hasta las estrechas caderas. Volvimos a la cocina a buscar una cesta, salimos de la casa y cruzamos la terraza y el jardín en dirección al mar.
Al final del jardín había unos escalones de piedra que saltaban por encima del muro; Andrea se adelantó, pero yo me detuve porque quería inspeccionar el estudio desde aquella nueva perspectiva. Como había dicho Joss, todo estaba cerrado, incluso las contraventanas; parecía un tanto desolado, y las cortinas del ventanal de la fachada que daba al norte estaban totalmente corridas para que no quedara ni un resquicio por el que pudieran espiar los transeúntes curiosos.
Andrea se detuvo en lo alto del muro y siguió la dirección de mi mirada.
– Ahora ya no pinta -me dijo.
– Ya lo sé.
– No entiendo por qué, si no le pasa nada. -Bajó del muro de un salto, con el pelo revoloteante, y desapareció totalmente al otro lado. Eché una última mirada al estudio y la seguí. Tomamos una pisoteada vereda que serpenteaba entre los campos pequeños e irregulares y que después de cruzar un inquietante macizo de aulagas que nos llegaban a la cintura, desembocaba en una escalera que conducía al sendero del acantilado.
Se trataba, evidentemente, de un camino frecuentado por los turistas que visitaban Porthkerris, ya que había bancos en lugares bien protegidos desde los que se disfrutaba de una panorámica excelente, papeleras y carteles que advertían que no se acercara nadie al borde del acantilado porque éste podía hundirse.
Andrea no perdió el tiempo: fue hasta el borde mismo y se asomó. Las gaviotas volaban en círculo y chillaban alrededor de ella. El viento le tiró del cabello y le hinchó el jersey. Desde muy abajo llegó el lejano retumbar de las rompientes que se lanzaban sobre las rocas. Andrea estiró los brazos y se balanceó ligeramente como si estuviera a punto de caer, pero cuando vio que no me importaba si se suicidaba o no, volvió al sendero y seguimos andando en columna con ella en cabeza.
El acantilado trazó una curva y vimos la ciudad: las casas grises y bajas que seguían el perfil de la bahía y trepaban por la empinada colina hasta el páramo que se hallaba detrás. Cruzamos una barrera y nos encontramos en una calle de verdad, con lo que pudimos ir las dos a la misma altura.
A Andrea le entraron ganas de hablar.
– Tu madre ha muerto hace poco, ¿verdad?
– Sí.
– Tía Mollie me ha hablado de ella. Dice que era una puta.
Me costó un gran esfuerzo mantener la calma. De lo contrario habría sido una clara victoria para Andrea.
– En el fondo no la conocía. No se veían desde hacía muchos años.
– ¿Era una puta?
– No.
– Mollie dice que vivía con hombres.
Entonces me di cuenta de que Andrea no trataba de herirme, sino que sentía auténtica curiosidad. Y también un poco de envidia.
– Era alegre, encantadora y hermosísima.
Lo aceptó.
– ¿Dónde vives?
– En Londres. En un piso pequeño.
– ¿Sola o acompañada?
– No. Vivo sola.
– ¿Vas a fiestas? ¿Sales por ahí?
– Sí… cuando me invitan y tengo ganas de ir.
– ¿Trabajas? ¿Tienes empleo?
– Sí. En una librería.
– Uf, qué fúnebre.
– A mí me gusta.
– ¿Dónde conociste a Joss?
Ahora, me dije, es cuando vamos al grano, pero no había la menor expresión en su rostro.
– Lo conocí en Londres…, me reparó una silla.
– ¿Te gusta?
– Le conozco muy poco para que me disguste.
– Eliot no lo soporta. Tía Mollie tampoco.
– ¿Por qué?
– Porque no les gusta que esté todo el tiempo dando vueltas por la casa. Y lo tratan como si fuese su criado, pero él sabe darles en las narices. Y habla con Grenville y le entretiene. Les he oído charlar.
Me la imaginé en cuclillas junto a la puerta cerrada, con el oído pegado al ojo de la cerradura.
– Si entretiene al anciano, me parece muy bien.
– Una vez tuvo una trifulca espantosa con Eliot. Fue por un coche que Eliot había vendido a un amigo de Joss y Joss dijo que el coche estaba estropeado. Eliot le dijo que era un hijo de puta, un insolente y un entrometido.
– ¿También escuchaste eso?
– No pude evitarlo. Yo estaba en el cuarto de baño con la ventana abierta y ellos estaban abajo, junto a la puerta principal.
– ¿Cuánto hace que estás en Boscarva? -pregunté. Quería saber cuánto tiempo le había costado coleccionar todos aquellos trapos sucios sobre la familia.
– Dos semanas. Pero como si fueran seis meses.
– Pues yo pensaba que te gustaba estar aquí.
– ¡Oye, que no soy una niña! ¿Qué quieres que haga? ¿Ir a jugar a la playa con la pala y el cubo?
– ¿Qué haces en Londres?
Dio un rabioso puntapié a una piedra, con odio hacia Cornualles.
– Estudiaba Bellas Artes, pero a mis padres no les parecían bien -lo subrayó con voz aflautada- mis amistades. Y me mandaron aquí.
– Pero no estarás aquí siempre. ¿Qué harás cuando vuelvas?
– Son ellos los que han de decirlo, ¿no?
Sentí un brote de compasión por sus padres, padres equitativos que sin saber cómo tenían una hija tan odiosa.
– Pero, ¿no hay nada que quieras hacer?
– Sí. Irme. Estar sola, hacer lo que me dé la gana. Danus, un chico fabuloso con el que salía, tenía un amigo que era propietario de una tienda de cerámica en la isla de Skye y quería que fuera a ayudarle… Parecía genial, ya sabes, vivir en una especie de comuna, lejos de todos… pero la troglodita de mi madre metió la zarpa y lo estropeó todo.
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